Ha muerto Copito de Nieve, único gorila albino del mundo, extraño símbolo de Barcelona. Nacido en Guinea Ecuatorial en 1963, fue adoptado tres años después por el científico catalán Jordi Sabater Pi. Antes de vivir en el zoológico, ocupó un departamento en el barrio del Ensanche y fue feliz en compañía de un pastor alemán. Por impregnación, adoptó modales caninos y sufrió un shock cuando lo trasladaron al zoológico, ese infierno donde los gorilas son negros.
Copito tuvo una vida aburrida y confortable. De haber permanecido en la jungla, su singularidad lo habría convertido en presa fácil. Se salvó como se salvan los dignatarios que desfalcan un país y pasan el resto de sus días en suntuoso cautiverio.
“¡Qué darían en Nueva York por tener un gorila como él!”, exclamó hace unos días en la radio un locutor, con el orgullo patrimonial de quien se refiere a un Picasso. En Barcelona, lo bueno es lo que quisieran tener en Nueva York.
Copito fue el más famoso de los inmigrantes pero nadie lo veía como inmigrante. La ciudad de la Virgen Morena adoptó al Gorila Blanco como una rareza sin problemas hasta que el mundo se convirtió en un sitio con activistas en pro de los derechos de los animales, congresos de estudios poscoloniales, causas políticamente correctas. Copito vivió lo suficiente para que su jaula fuera vista como suite ecuatorial y luego como apartheid sudafricano. Entonces el discurso en torno a Copito se humanizó para demostrar que estaba ahí por su bien, no era un preso sino un paciente a la vista del público. Un equipo de especialistas lo cuidaba con destreza y cariño. No tuvo que pasar por los sobresaltos ni las competencias del cortejo amoroso. La ciencia ansiaba que su especificidad se reprodujera y no dejó de procurarle monas. Sin embargo, su copiosa descendencia ignoró el color blanco. Único en su especie, Copito no conoció el parecido ni la semejanza. Fue menos inteligente y simpático que otros gorilas; padecía fotofobia y le costaba trabajo encarar el sol mediterráneo. Generalmente se le veía de espaldas, el rostro vuelto hacia una mancha de sombra.
Pero su popularidad vendía tarjetas postales. Cuando se supo que moriría pronto, el ayuntamiento permitió que los niños entraran gratis al Zoo, siempre y cuando llevaran un dibujo del gorila. Los padres tuvieron que abonar los 12.50 euros de costumbre. Este gesto final, de compasión con descuento y dibujo ecológico, revela que, más allá de la conciencia, el gorila fue ante todo una atracción de feria.
Copito siempre parecía harto, los ojos irritados por una juerga a la que no había asistido. La gran paradoja del gorila albino: verlo era triste, pero pensar en él era entrañable. Un animal con ansias de ser peluche.
A Copito le pasó lo que a Chita. Admirado como personaje, fue compadecido como casi-persona. Chita es el nombre artístico de una serie de machos que vivieron encadenados lejos de las hembras. El espectador de hoy sufre más con la verdadera vida de Chita que con la del más célebre intérprete de Tarzán, Johnny Weissmüller, quien murió loco en Acapulco, entre monos de su invención. La tortura de Chita había sido impuesta desde fuera; la de Johnny, desde dentro, y el ciudadano posmoderno se compadece más con los perros de un mendigo que con el mendigo.
Con progresiva simpatía antropomorfa, Barcelona vio a Copito como uno de los suyos. Pero su celda no debía abrirse. Ninguna especie de un solo miembro se encuentra a salvo en esta versión del planeta de los simios.
Si no podía ser liberado, al menos podía ser compartido para permitir que los demás inmigrantes lo conocieran en un día de entrada gratis, pero la humanización del tema nunca dio para llegar a los humanos.
El mono blanco fue un sufriente ejemplar, un mártir de la diferencia. “En puridad es un monstruo”, dijo Sabater Pi, como pudo haber dicho que era un santo, una atormentada excepción. Resulta excesivo suponer que haya vivido de ese modo por nosotros, pero ciertamente logró confundirnos y mostrar los límites de la piedad y el estupor que provoca un exiliado de la naturaleza.
Cuando el cáncer de piel abrió una llaga en su pecho, se discutió la posteridad que merecía. ¿Había que clonarlo, incinerarlo, disecarlo, enterrarlo con fastos de héroe? ¿Dedicarle el discurso fúnebre que recibió Johnny Weissmüller, un largo grito de primate humano? Su primer dueño propuso algo impopular: tratarlo como animal. Para Sabater Pi, la solución post mortem era disecarlo como otro ejemplar de cualquier Museo de Historia Natural. Pero el gobierno le entregó una especie de ciudadanía póstuma. Copito murió en presencia del alcalde.
Sabater Pi ha sido acusado de padecer el síndrome de Victor Frankenstein: envidia la fama de su criatura. La verdad, el doctor está harto del gorila. Después de observar las arañas más raras de África y de dibujarlas en libretas que son joyas del arte biológico, la España mediática lo considera “descubridor” del Julio Iglesias de los monos.
Contrafigura de Tarzán, el gorila albino fue un simio humanizado, un rostro para pegar en camisetas, llaveros y reposavasos. No es de extrañar que Sabater Pi repudiara al souvenir que eclipsó sus demás estudios. Curiosamente, el primero en advertir el dramático destino del naturalista fue el propio gorila. Al llegar al zoológico se le hicieron numerosas pruebas; a cambio de cada respuesta, recibía una fruta para reforzar su conducta. En forma extraña, juntó toda la fruta y al final de la sesión se la entregó a Sabater Pi. A partir de ese momento, sería el científico quien necesitara apoyo. ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).