—¡Yo luché en Corea por la democracia! —dijo el señor Arnold, y apartó con un brazo el platón con chuletas de cerdo.
—Papá, por favor —chilló Karen Arnold, su hija.
El señor Arnold discutía con Louis, el hippie que Karen trajo a cenar y que se negaba a ir la guerra de Vietnam, a la que llama imperialista, no lo recuerdo muy bien. Sucedió en un capítulo de la que alguna vez fue mi serie de televisión favorita: Wonder Years. En la cortinilla de inicio Joe Cocker cantaba “With a little help from my friends”.
Kevin Arnold, el protagonista, y yo, tuvimos una relación de varios años. Cuando él (en la continuidad de la serie) entró a la John F. Kennedy High School en 1968, yo ingresé a la Secundaria Federal Número Cinco, en 1988; cuando él pasó a cuarto grado en 1971, yo entré a la preparatoria, en 1991; cuando Kevin por fin pudo tener sexo con Winnie Cooper en un establo, bajo una tormenta, yo seguía siendo virgen (técnicamente) y ya me habían expulsado de dos preparatorias.
Mientras tanto la mitad de mi mundo se había colapsado: mi madre lloraba en la cama con una depresión aguda causada por el fracaso de su matrimonio, el desmoronamiento del mundo socialista y mis derrotas académicas; mi padre estaba en un ashram, vestido con una pijama blanca, diez kilos más delgado, y proclamaba a los cuatro vientos su conversión al vegetarianismo.
En Wonder Years, el mundo paralelo, Winnie Cooper viaja a París, donde estudia historia del arte y el señor Arnold fallece en 1975, algo que no resulta inverosímil, pues durante un montón de temporadas lo vi alimentarse con chuletas de cerdo y puré de papa. Kevin Arnold se convierte en escritor y tiene esposa e hijos (yo no).
Le conté todas estas cosas a Dave, un amigo mío, chicano, que estaba de vacaciones en la ciudad. Era mayor que yo unos quince años y había crecido no recuerdo dónde, aunque no en un apacible suburbio de Estados Unidos.
—Yo te voy a decir cómo fueron mis años maravillosos —me dijo, con español defectuoso.
Tomábamos unas cervezas en un bar con motivos taurinos en avenida Doctor Vértiz y Diagonal San Antonio, Tortas Jorge, se llamaba; un pésimo nombre para un bar, pero en donde servían una buena sopa de cebolla y enchiladas suizas, por lo que yo era un habitué. La música estaba a cargo de Armando Menéndez y su trova bohemia, eso decía la cartelera Éste era un hombre alegre y entrañable que vestía siempre el mismo traje marrón y gastado, vestigio de glorias pasadas. Verlo sobre el escenario, con la guitarra de Paracho, acompañado por una caja de ritmos, y bañado en agua de colonia, interpretando “La cumbancha”, me devolvió la serenidad muchas veces.
Le dije a Dave que se calmara, que utilizaba Wonder years como un parangón para demostrar que mi vida nunca sería tan respetable como la de Kevin Arnold.
Nunca le des a un chicano una oportunidad para quejarse:
—Mi hermano murió en Vietnam y yo no tenía a nadie que me defendiera de los pinches negros —decía pinches de manera antinatural, como cuando le enseñas a decir malas palabras a un niño de tres años—. Siempre volvía a casa con la cabeza rota, lleno de sangre y mi madre me decía: “sal y túmbales los dientes”. Pero los pinches negros eran más fuertes que yo. Un día mataron a mi mejor amigo, de un tiro. Todo eso mientras Kevin Arnold se la jalaba pensando en Winnie Cooper.
Tal vez para vengar la muerte de su hermano y de su amigo ante todos los Kevin Arnold del mundo, Dave se comprometió con una chica anglosajona, cuyos padres tenían una casa de veraneo en Martha’s Vineyard, y aunque vive en New Jersey, cada día viaja a Manhattan donde trabaja como editor en una lujosa revista pornográfica. En sus horas libres sueña con escribir la GCN, dice él: The Great Chicano Novel.
Cuando conocí a Dave mi relación con Lenia estaba en una larga y dolorosa caída. Había venido a México a buscar lo que él llamaba sus raíces, a trabajar en una novela, a pasar unos días en el lugar donde había nacido su padre, un pueblo ubicado en el desierto de San Luis o Guanajuato, y a escribir artículos sobre México como corresponsal para un periódico de San Francisco. Me contó que el tema de su gran novela chicana era el regreso a los orígenes y la relación con su padre, quien pasaba la mitad del año con ellos en Estados Unidos y la otra mitad en México. Cuando Dave visitó el pueblo de Guanajuato o San Luis se enteró de que su padre tenía ahí otras dos familias, y de un extremo a otro (apenas doscientos metros). Todo esto mientras su madre esperaba con paciencia en Estados Unidos, zurciendo las calcetas y las frentes de sus hijos.
—El muy pinche —decía Dave.
Lenia tenía 28 años, pero estaba preocupada porque sentía que pronto cumpliría los treinta y ya no podría tener un hijo.
—Por primera vez en la vida —me decía—, quiero tener una relación seria, y tú te pasas todo el día jugando videojuegos y bebiendo cerveza.
—Tengo una beca para escribir una novela.
—Pero no escribes nada.
—No es fácil escribir una novela, no en español —dije, señalando a Dave.
(Algunas veces yo pensaba, parafraseando a Mark Twain: ¿por qué molestarse por escribir una novela cuando puedes ser el protagonista de tu propia aventura en un videojuego?)
Dicen no sin razón que las mujeres maduran más rápido que los hombres. Y yo había supuesto que ella era una mujer emancipada, fuerte, independiente; participaba en un forode debate feminista y estaba inscrita a no sé cuántas asociaciones civiles y organizaciones no gubernamentales. Yo me había enamorado de ella porque buscaba una relación diferente, donde mi papel fuera pasivo. Pero mientras yo intentaba llegar al nivel seis de mi juego de video, Lenia estaba obsesionada por el estatus, aunque siempre sería, mucho me temo, una noveau riche en la clase media a la que tanto anhelaba pertenecer. Los años noventa acababan de pasar, pero aún podías percibir el olor a desodorante barato que habían dejado en el ambiente. Lenia no se daba cuenta de que por más ropa que se comprara, ella seguiría siendo esa muchachita criada en la periferia de la ciudad, persiguiendo insectos entre neumáticos y latas oxidadas. Para ser de clase media se requiere un carácter que la madre propina desde el momento de la lactancia: pañales desechables —durante la infancia de Lenia, en los años setenta, eran un lujo—; litros y litros de suavizantes de tela; pasajes del Eclesiastés pegados en el refrigerador; pisos impolutos donde el bebé pueda verse reflejado mientras gatea, a salvo de las bacterias, no demasiado lejos de su madre; un padre lacónico, proveedor y viril —no como el de Lenia—, con los zapatos bien lustrados, etcétera.
La permanencia de Dave en el sofá significó una tregua con Lenia y resultó benéfica para mí durante un tiempo. Él y yo pasábamos las noches conversando sobre cómo tenía que ser la gran novela chicana. Algunas veces me decía que debía tratar sobre la búsqueda del padre y el regreso a un México que semejaba al inframundo:
—Como la Divina Comedia.
Yo le decía que esa novela ya se había escrito y que se llamaba Pedro Páramo. Otras veces se arriesgaba a opinar que debía ser un libro que contuviera “muchas cosas”.
—¿Qué cosas?
—Muchas cosas —respondía, le costaba trabajo expresar ideas complejas en español—. La historia de una familia, varias generaciones, alegorías.
—¿Me quieres decir que Cien años de soledad es la gran novela chicana?
—Podría ser. No la he leído.
En ese momento no sabía que Lenia y Dave habían tenido algo parecido a una relación. Me enteré años después. Había una foto de Lenia en una calle de La Misión, en San Francisco: chaqueta de cuero, pantalones vaqueros, las manos en los bolsillos y el rostro deformado a causa de lo que pretendía ser una sonrisa (no era fotogénica). Esa foto la tuve sobre mi escritorio. El dedo marcado en un extremo era del torpe Dave. Lenia siempre me ocultaba cosas, la mayoría de ellas insignificantes. Como, por ejemplo, que había ido a cenar a un restaurante, sola, y que no me había invitado, mientras yo estaba en casa preparando la cena. Estaba harta de mi pasta.
—No tengo hambre —me decía al llegar.
O me ocultaba que se había comprado un abrigo nuevo. Lo escondía apenas llegaba, en el closet de la sala. Le gustaba tener secretos, una vida privada que sólo le perteneciera a ella. Aunque se sentía culpable de ser puerilmente egoísta en un mundo en el que todos eramos puerilmente egoístas.
Dave no hubiera tenido empacho en decirme que se había acostado con mi mujer, pero tal vez no lo hizo a petición de ella. El primer día me mostró las fotos de su prometida que posaba desnuda en una página de internet para pagar su mantenimiento en la universidad (sus padres pagaban la colegiatura, pero era orgullosa y no quería pedirles dinero extra): era pequeñita y bien formada, de piernas cortas y robustas, con una discreta cicatriz debajo de las costillas. Dave podía contarnos cosas que debían ocultarse según el chato universo moral de Lenia y mío. Su promiscuidad le precedía. Sin distinción de sexo, etnia o edad. Lo vi salir de reuniones con mujeres que nadie en su sano juicio se atrevería a cortejar; como una mormona de 120 kilos llamada Kate de rostro enrrojecido y velludo que finalmente lo rechazó después de un calentamiento inicial. Su religión le prohibía tener un coito extra marital.
—La mejor mamada que me han hecho en la vida —me dijo Dave.
Yo tenía una beca y una vez al mes cobraba un cheque con lo indispensable para sobrevivir y pagar la renta. Trabajaba en una novela sobre el regreso a los orígenes, la búsqueda de la identidad y todos esos lugares comunes (la misma idea que Dave) y cada tres semanas llevaba a una reunión un manojo de cuartillas emborronadas sobre el viaje personal de un personaje que se parecía demasiado a mí. Mis tutores se sentían con la obligación de apoyarme y no decían nada. Eran buenas personas. Por causa de mi indolencia, si alguna vez brilló en mí algo de entusiasmo por la literatura, el mismo se apagó el día que recibí mi primer cheque.
Compré una consola de videojuegos y mi relación con Lenia llegó al punto máximo de la parálisis. Los días en que tenía que entregar avances de la novela, me levantaba a las cinco, me preparaba un termo de café y un sándwich de queso para escribir veinte cuartillas de corrido sin apenas corregir. En el espacio entre una fecha de entrega y otra me dedicaba a sentarme en la terraza a fumar y a hojear sin interés un libro. Por las noches jugaba videojuegos. Lo que yo no podía saber, como me lo explicó un psiquiatra más tarde, es que todo eso podía haberse remediado con un tratamiento farmacológico. Durante aquella época llegué a envidiar el entusiasmo de Dave cuando escribía en su computadora portátilen la terraza, y su capacidad para adaptarse al mundo, consecuencia lógica, tal vez, de haber crecido en el gueto. Yo en cambio era un muchacho consentido, hijo de padres sobreprotectores y podía darme el lujo de deprimirme. Dave era un naïve,prosélito del ideal romántico del escritor rudo y sentimental tipo Hemingway. Su novela se alargaba hacía las novecientas páginas y tenía la esperanza de encontrar un editor, incluso conseguir un adelanto de Random House o Simon & Shuster. Lo rechazaron pero no se desanimó.
También Lenia había crecido en su propio gueto. Uno que ella misma se había impuesto, imaginario, y estaba obsesionada por salir de él. Cada vez que dejábamos el departamento de la Narvarte y viajábamos a Chalco, mejor conocido como “el charco”, en el Estado de México, el lugar donde ella había crecido (un pueblo que la ciudad se había tragado) yo no me percataba de lo pesado que podía llegar a ser con mis comentarios:
—Hasta luego —me despedí una noche de Irene, la madre de Lenia—. ¿No necesitas que te traigamos algo de la civilización occidental la próxima vez?
—Quiero que dejes de chingar con esas pendejadas de civilización occidental —me dijo Lenia, muy enojada, en el auto, mientras regresábamos.
Yo estaba adormilado, la cabeza echada hacia atrás en el respaldo. Ella conducía con el rostro muy cerca del parabrisas, pues se negaba a usar lentes.
—¿Cómo?
—No vuelvas a bromear sobre eso, y menos delante de mis padres, para ellos ha sido traumático vivir en ese lugar.
Cuando los padres de Lenia vinieron a vivir al centro del país desde Chihuahua, Irene, que había solicitado un cambio de plaza (era maestra), sólo pudo conseguir un lugar en Chalco. El padre de Lenia estaba en Berlín Oriental —el Partido Comunista lo había enviado—, y le mandó a su familia una postal de una plaza con gigantes estatuas de granito: Marx, Engels y Lenin. El oro de Moscú nunca llegó.
Esa noche intenté dormir en el sofá cama mientras Dave rescribía el Pedro Páramo con ochocientas cuartillas demás. Pensé en el Kevin Arnold de Wonder Years; en qué estaría haciendo en ese momento si la serie hubiera continuado. Sería 1981 y tendría 24 años, como yo. Reagan, Thatcher y el Ayatolá, juntos en la misma fiesta de terraza llamada el orden mundial. Definitivamente ya no serían los años maravillosos.
Como muchos otros, crecí viendo sitcoms norteamericanos. Aunque mis padres eran comunistas, a finales de la década de 1980 ya estaban demasiado cansados como para resistir a la cultura yanqui. En nuestra casa hubo una especie de pequeño glasnost. Mi madre hacia un esfuerzo por llevarme algún libro de vez en cuando y leí Tom Sawyer y Los tigres de Mompracen, pero sólo cuando estaba enfermo y tenía que permanecer en la cama. No importa si después en un arranque de histerismo intenté leer la Enciclopedia Británica, aunque no terminé el tomo primero, o que durante mi juventud, en un afán de recuperar el tiempo perdido, tomara un curso de lectura rápida que no me sirvió para nada, o las treinta veces que intenté leer el Ulysses de Joyce, la televisión me había maleducado. Cuando era niño (y hablaba como un niño) mi serie favorita era Get Smart, y Maxwell Smart, el súper agente 86 —espero que esto no ofenda a mi padre— fue mi primera figura viril.
—¿Así que fue tu pinche primera figura viril, eh? —me dijo Dave cuando le comenté esto— Te voy a decir cuál fue mi pinche primera figura viril: ninguna.
Aunque estábamos en la mesa más alejada del escenario, se podía oler el agua de colonia (English Leather) de Armando Menéndez, quien interpretaba “Macarena”, el éxito del momento, con un movimiento de cadera que hubiera envidiado Elvis Presley.
No pude terminar la novela sobre el regreso a los orígenes, pero escribí algunos relatos sobre los pañales rojos (los hijos de los comunista). Mi teoría era que estaban traumados porque sus padres los habían abandonado para hacer la revolución. Lo peligroso de mi teoría es que se confirmaba a cada momento con Lenia. Llegué a la conclusión de que los hijos de los comunistas teníamos algo que nos diferenciaba de los demás: una especie de condición. Me atiborré de escuchar historias sobre los pioneros, de niños y niñas que habían crecido en las reuniones del Partido. Los pañales rojos eran nihilistas, abúlicos, depresivos, desesperados, pero no indiferentes, corroídos por la culpa de no tener una conciencia social terminada.
—¿Quieres saber lo que opino de los pinches pañales rojos? —me dijo Dave—: Nada.
Cuando Dave regresó a San Francisco con su manuscrito de más de mil páginas, volvieron las discusiones con Lenia. Y fueron cada vez más frecuentes después de que nuestro amigo llamara por teléfono para contarnos que ahora, aparte del trabajo en el periódico, había tomado un turno extra como taxista, pues pensaba casarse con su prometida el verano siguiente.
—Tú serías incapaz de hacer eso por mí —me dijo Lenia.
Ella quería además tener un hijo, y yo no me sentía preparado (ni tenía ganas). Un mañana durante el desayuno acordamos que lo mejor era que yo dejara el departamento. Me mudé al incómodo sofá cama de un amigo, donde, por las mañanas, seguí escribiendo los relatos sobre los pañales rojos. Luego gané un premio literario, aún no sé por qué. Dave se olvidó de escribir la gran novela chicana. Aunque ya no frecuento ese barrio me enteré de que Armando Menéndez fue descubierto por un productor de música popular y grabó un disco titulado “No te preocupes, nena”, con covers de los Beach Boys (una de sus pasiones secretas), pero que éste apenas vendió algunas copias en las tiendas Sanborns.
Hace poco me encontré a Lenia en una feria del libro en la ciudad de Morelia. Yo fui a presentar mi primera novela, ella estaba ahí en un curso de capacitación, pues trabaja en el gobierno federal. Se compró un auto nuevo, se casó, tiene dos hijos; como toda una generación, está en tratamiento farmacológico. La invité a tomar una cerveza.
—¿Por qué nunca quisiste quedarte conmigo? —me preguntó.
—No lo recuerdo.
Nos despedimos. Eran casi las once de la noche y caminé de regreso al hotel entre las frescas y seculares fachadas de cantera rosada. Cuando me acosté en mi habitación me puse la pijama, encendí el televisor y me pregunté qué estaría haciendo Kevin Arnold en ese momento. Definitivamente ya no serían los años maravillosos.
*Este es el epílogo a un volumen de historias, "El error del milenio", que estoy por sacar en la editorial independiente Nitro/press.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).