EL otoño otra vez

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El otoño otra vez, así le puso Alberti a un libro que escribió durante el exilio sudamericano, y cuyo manuscrito, ilustrado por él mismo, regaló después a la Biblioteca Nacional del Uruguay, que acaba de hacer una edición facsimilar. Melancolía y melodrama —como los míos— pero bien trovados:

     Nada se escucha y nada
     se ve. Parecería
     que todo se ha marchado
     o que nada ha existido.
     ¿En dónde estoy, pregunto,
     pero a quién, si no puede
     nadie oírme, si nada
     podrá verme en la nada?
      

*

En otro verso, Alberti se pregunta: “¿Me estoy desvinculando de la patria?” Yo no, aunque quisiera. Me la recuerda el Funcionario X. Este Funcionario X se irritó porque no fui a recogerlo al tren. Como no adiviné que es tan importante como para tomar un taxi, ofendido, ahora me hace la vida imposible. ¿Por qué será importante para él que alguien vaya a recogerlo? Porque la importancia que se otorga lo ha llevado a exigirle a la realidad que se lo confirme, y su idea de ser importante es ser recogido en la estación, que suene la marcha de Aída y decir y decirse: ¡Puta, qué importante que soy!

*

Leo en Letras Libres de noviembre el artículo de mi querido amigo Hugo Hiriart “¿De qué se ríe la gente?” Cita un par de epigramas, cargados de eso que los romanos llamaban acumen, sagacidad picante y aguijón crítico. Pero creo que no están bien anotados. Cita a Salvador Novo saeteando a Luis Spota: “Este grafococo tierno / tiene por signo fatal / en el apellido paterno / la profesión maternal.” La saeta vuela chueca, claro, pues el tercer verso carga una sílaba de más. A Hugo le parece que ése es “el más célebre, ponzoñoso y letal de los epigramas mexicanos”. Habría que ver, comparando. Pedirle por ejemplo a los escritores y periodistas que aporten los que recuerden y vaciarlos en una antología del acumen. No: la corrección política y las demandas lo harían imposible. Me pregunto si Gabriel Zaid llegó a considerar una sección de epigramas para su Ómnibus de poesía mexicana… Ofrezco uno que encontré en el diario (inédito) de Alfonso Reyes. La historia es ésta (el epigrama suele exigir antecedentes): Bellas Artes había convocado a un concurso de piezas teatrales sobre temas de historia. Las obras llegan sin firma, claro. Ante una de ellas, que narraba la triste historia de la emperatriz Carlota de México, los jurados se preguntan quién será el autor. Uno de ellos —Reyes mismo, seguro— propone que el autor es o uno de los poetas Miguel N. Lira y Carlos Pellicer, o el popular cancionero Agustín Lara:

     Música y danza se admira
     en esta comedia rara:
     ¿Si es la Carlota de Lira
     o es la Carlota de Lara?
     Pero también puede ser
     de Carlota Pellicer…

Hay otros, graciosos y precisos, de ánimo picarón. Aporto uno que Heliodoro Valle adjudica a Luis G. Urbina, viejito poeta de las cosas familiares, que se hallaba apasionado por una tal Macarina, taquígrafa agradable al servicio de Justo Sierra:

     Macarina ¿qué pasó?
     ¿qué sucedió Macarina?
     ¡Deme usted el conqueorina
     para el conqueorino yo!

Que nadie se ofenda. El viejito Urbina es difunto de tiempo atrás y su ingenio no daña a nadie, menos aún a Macarina, tan anónima a pesar de su nombre estrepitoso, y tan difunta como su admirador. ¿Y quién habrá hecho este otro, y por qué se me pegó a la memoria?

     Su Meca Trotski encontró
     al llegar a tierra azteca,
     pues en seguida soltó
     la lengua que traía seca.
     Él sí puede decir: ¡Yo
     fui de la Cheka a la Meca!
      

*

Amarillo, amarillo… El otoño gris y amarillo, todos los talantes de amarillo. En las hojas de los árboles o en el tapiz del suelo, o volando entre uno y otro, como notas musicales amarillas. El árbol en otoño desanda su trazo, se despinta del verde al amarillo y de la abundancia a la carencia. Pero siempre hay una con miedo a volar, una última hoja, una última hoja retobona que no se suelta, se aferra y no se suelta. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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