Espaciales

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Mi tenaz ahorro de millas aéreas me permite viajar en clase L’Espace rumbo a México. ¡Qué dicha! ¡Ascenderé no sólo al azur, sino a otra clase social! ¡Por una vez la ionósfera será yosiósfera! Pocas cosas ponen a tal grado de manifiesto las diferencias sociales como la cabina de un jumbo jorobado. Y en esta ocasión, al menos, en esa obesa metáfora de la ambición, mi boleto L’Espace me envía al barrio postinero, lejos de la favela turista. La clase L’Espace demuestra que, como lo sabe cualquier cerdo, unos somos más iguales que otros.
     Mi boleto inspira tal grado de respeto que yo mismo acabo por concedérmelo. Los vigilantes me talquean los zebedeos y los policías me tratan como al vencedor de Marengo; el tapete bajo mis pies entona mi laudatio; la señorita me gradúa a monsieur Sheguidán; mi maleta es solemnemente coronada con una banderita que dice priority. ¿Cómo no va a ser así, si parecería que gasto en unas horas lo que un francés promedio gana en tres meses (y un lacandón en diez años)? En espera del abordaje, se me envía al Salón L’Espace en el que, en efecto, hay espace. Es pertinente que Air France haya bautizado así su servicio de primera: el espacio es sinónimo de lujo en París, ciudad abigarrada donde la clase social se mide en decímetros cuadrados.
     Al abordar, los espaciales somos especiales: entramos primero a primera, abominados de soslayo por cuatrocientos claseturistas que aguardan turno sin chistar, una ralea ya abrumada por su inminente, tumultuario destino. Su resignación obedece a la estricta disciplina aeroportuaria, quizás el último espacio social que queda en que el orden prevalece por el consenso del pánico. Avanzo con aire calculadamente papal y disfruto viendo franceses obligados a esperar turno. Su incapacidad intrínseca para formarse en fila y esperar turno, deriva de su convicción de que la égalité es el margen de maniobra para, con equitativa liberté, maltratar lo más que se pueda al resto de la fraternité. Los espaciales nos convertimos en aristocrates bajo su mirada ardida. Cortejo pintado por David, mirado por la gleba de Géricault, disfrutamos el momento: el lujo es una cosa pulida por la envidia.
     El diseño del jumbo colabora: viajar en su joroba espacializa la desigualdad patente y subir hacia ella me recuerda mi calidad de trepador. La azafata conduce a cada aristócrata a su trono, se encarga de su bolsa, lo despoja de su capa y su corona. El amplio trono es un breve reino reclinable decorado con leones y laureles rellenos de microchips. El estuche de cortesía, junto a la pasta dentrífica y las pantuflas, me contiene polvos de arroz y lunares postizos. Se me sirve champagne y evoco a los claseturistas recolectando odios. Si acá arriba todo es luxe, calme et volupté, allá abajo habrá comenzado la guerra por dominar el descansabrazos y el tenaz asedio al único asiento que quedó sin ocupar.
     El sistema monárquico del jumbo me permite descender y, si así lo deseo, mezclarme con los claseturistas; si uno de ellos en cambio quisiera asomarse a nuestro territorio, sería sumariamente detenido. Antes de comer, opto por retornar —brevemente— a mis orígenes. Al cruzar la cortina que nos separa, varias miradas me marcan con su rencor: “Y este aristocrate qué, ¿viene a ufanarse de sus privilegios?” ¡Ah! ¡Cómo explicaros que soy uno de vosotros! ¡Un mero trepador en la escala de las millas! ¡Que soy acaso, burgués accidental, vanguardia de vuestro proletariado! Os miro, oh claseturistas franceses, con la misma compasión conmovida con que miraréis mañana la miseria de los míos. Me reconozco en vuestro predicamento: la cantidad de veces que he estado en vuestro sitio y he masticado pollo con setas, bebido vino grosero, padecido el terror de quedar junto al bebé dispéptico o la quinceañera bipolar, o frente al grupo de contadores guanajuatenses que repasan a gritos las tangas de Pigalle, o cerca del solidario-odorizado que en Chiapas demostrará que otro mundo es posible… El malestar de mi recorrido por el bajo mundo se disuelve en la azafata que me recibe al regreso de mi excursión con sonrisa serena y comida formidable que cierra en un armagnac del color de sus ojos.
     De pronto, todo es confusión y gritos. Las azafatas corren de un lado al otro. Pienso, claro, que unos terroristas estrellarán el jumbo contra alguna torre. Algunos espaciales se ponen de pie. Charolas al piso y turbulencia anímica. Vociferaciones suben por la escalera. Las azafatas la defienden heroicamente, apoyadas por algunos de los nuestros. La turba prevalece. Caigo en la cuenta de que son claseturistas sublevados que han decidido ajusticiarnos. ¡La zona L’Espace se ha convertido en la Bastilla! En el rellano, armados de tenedores de plástico que blanden con furia, y gorros frigios improvisados con tapiz de asientos, los claseturistas entonan el Ah, ça ira, ça ira, ça ira!! Aterrado, sé que mi destino es la guillotina.
     Pero despierto. La azafata me pide que ajuste mi cinturón y enderece mi asiento. Al descender se nos pide paciencia. De una puerta al fondo salen diez viajeros de clase Hyper Espace que nos ven con lástima y salen los primeros. Un jet privado desembarca en la puerta vecina: sus dos pasajeros miran con lástima a los Hyper Espace. Yo hago cola resignada, denodadamente. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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