En su libro Las ciudades invisibles, Italo Calvino escribe que “tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles”. Cabe preguntarse si Mónica Roibal en su muestra que exhibe el Antiguo Colegio de San Ildefonso captó ese “sueño que nace del corazón” de la ciudad de México. Si fuera así, sus elegantes pinturas, dedicadas a perfilar fragmentos de esta urbe cuya extensión resulta inagotable, parten de una extremada abstracción que toca en parte lo pictórico, pero pone el acento en lo mental y electivo, o en ambas cosas a la vez. De ese modo, la ciudad infernal, la de las periferias en las que crecen urbanizaciones precarias, sumidas en la pobreza y el abandono, la ciudad atravesada por una violencia sin fin donde la vida no vale nada y muchas veces es más fugaz que un relámpago, esa ciudad está ausente en las pinturas de Mónica Roibal.
Lo anterior no quiere decir que sus cuadros deban ser testimoniales. Insertos entre la abstracción y la neofiguración, lo que quizá el observador extrañe en ellos sean algunos indicios que desde la suprarrealidad implícita en el cuadro develen algo de esa otra realidad más cruenta mencionada párrafos atrás. Sustituyendo esos indicios, en las pinturas referidas a México la autora usa, como cables a tierra, iconos emblemáticos como el Ángel de la Independencia y el retrato de Emiliano Zapata. Si bien el Ángel sale airoso de su introducción en la tela, gracias a la lograda articulación de los elementos que lo rodean, no sucede lo mismo con Zapata. El héroe revolucionario, por el contrario, parece brotado de una escenografía fantástica para nada relacionable con su historia y con la memoria que de él pervive en la conciencia y en la visión de los mexicanos.
Algo semejante ocurre con los retratos de Washington y Kennedy. No se entiende bien si esos próceres de bronce, provenientes de la historia oficial, están puestos en sus respectivos cuadros para incomodar deliberadamente al espectador, o si conllevan otras significaciones, más cercanas, repito, a lo emblemático. Quien escribe estas notas tiende a creer que no, que el desafío planteado en las líneas anteriores no existe o, si existiera en la conciencia estética de la artista, no consigue su objetivo.
Y a propósito, muchos pintores utilizan rasgos contrastantes para provocar un choque a la mirada del observador.
Tanto el retrato de Washington como el de Kennedy se introducen en el esquema del cuadro como si emergieran de las formas y áreas que los rodean. Esta combinación entre lo representativo y lo abstracto no otorga a las pinturas citadas una resolución adecuada. En cambio, hay en el conjunto de las obras muchos entrelazamientos y gradaciones que van de la abstracción a la neo-figuración y al realismo, en los que la autora consigue una delicada, sugerente armonía.
Si los retratos de Zapata, Washington y Kennedy poseen los defectos apuntados, el retrato de Lennon, por el contrario en el que el mítico personaje asoma el rostro por una especie de barda tiene una nota de humor y de gracia que favorecen al cuadro.
Roibal recrea en sus pinturas ciudades como México, Nueva York, Cuba y Cuenca. Es decir, elige un disparador común, la urbe, y a partir de ese tema perfila sus imágenes. No se trata de una ciudad en sí, individual y única, donde habitan todos los signos de la propia experiencia, sino de lugares en tránsito que involucran el viaje. ¿Y qué es el viaje sino un estado continuamente vertiginoso y móvil, un estar y no estar que anuncia el vacío, que toca los bordes de la no pertenencia? De análogo modo, el ir y venir de una ciudad a otra también genera una sensación de vivencia simultáneamente intensa e incompleta.
Por eso, las ciudades de Roibal son ciudades de la memoria, filtradas por la memoria y por ese complejo engarce entre el recuerdo de algo visto o intuido: una calle, un puente, un conjunto de edificios y la línea del horizonte oculta o fragmentada.
Desdoblar la vida entre una ciudad y otra lleva en sus marcas una serie de pérdidas, separaciones y despedidas, una desagregación que se compensa, o no, cuando se llega a la otra urbe, la que sustituirá o no al paisaje y los sitios abandonados.
Por todo eso, tal vez, los fragmentos de ciudades que Mónica Roibal pinta mediante una reducida policromía, que va de las variaciones del blanco a los matices del negro, con esporádicos tonos ocres, son espacios que flotan entre la vigilia y el sueño. Convertidas en fantasmas de sus propias sinuosidades y contornos, carentes de transeúntes, como si representaran el espectral filo de la noche en el que la ciudad duerme y muere un poco cada día, los subyugadores panoramas urbanos de Mónica Roibal convocan a la utopía y, como diría Italo Calvino, al deseo. ~
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