Las ínsulas extrañas es una antología que reúne poemas de primer orden, que acerca a poetas que pocas veces hemos visto juntos y que en su prólogo teje argumentos irrefutables. Se nota en ella la calidad de lectores de los cuatro participantes, el rigor de sus puntos de vista y el conocimiento sensible que tienen de la poesía en español de la segunda mitad del siglo XX. No es menor el mérito de acercar a Juan Gelman y a Antonio Gamoneda, a Francisco Brines y a José Manuel Arango, a Eduardo Lizalde y a Rafael Cadenas. Tampoco lo es la inclusión de poetas que por distintas circunstancias no han tenido el reconocimiento que merecen, como Héctor Viel Temperley y Juan Antonio Masoliver Ródenas, o la presencia de algunas de las voces más consistentes de la poesía actual, como Coral Bracho, José Watanabe y Olvido García Valdés, o el descubrimiento deslumbrante, en mi caso, de Clarisse Nicoidski.
Todo sería perfecto si la antología no presentara problemas que desvirtúan el conjunto y que enturbian su sentido, y en los que no hay más remedio que detenerse. Una antología se sostiene por la introducción que la autoriza, y los poemas que incluye son las notas que la confirman. Si aquélla no es sólida el sentido se pierde, incluso si la muestra es ejemplar, y si el conjunto no es riguroso lo que produce es un mero desconcierto. Una antología significativa siempre provoca polémica, y el tipo de respuestas da la medida de su logro. Las ínsulas secretas, en ese sentido, no desmerece. Desde antes de salir ha sido objeto de controversia, y lo seguirá siendo por un buen rato.
Se han señalado, por ejemplo, muchas ausencias, pero el fondo es más grave. El prólogo deja muchas cosas sin explicar, y el conjunto resulta al final inconsistente por otras razones. El problema de la selección no está tanto en lo que excluye sino en lo que incluye, y el problema del prólogo es que contradice la selección. Se asume, por ejemplo, que gran parte del vigor de la poesía en español durante la segunda mitad del siglo XX se sostiene en “la orilla americana”, pero a la hora de describir realidades sólo nos enteramos de lo que pasó en España, mientras que de la realidad poética de todo el continente americano se habla a grandes rasgos, sin rastrear las particularidades y procesos históricos de los distintos países. Nunca sabremos por qué para sus autores no hay poesía que valga la pena en Paraguay o por qué Bolivia ha dado únicamente a un poeta en todo el siglo; o por qué la poesía de países relativamente pequeños como Uruguay y Perú han producido el mismo número casi que México o Argentina. No niego la fuerte tradición poética de aquéllos, o la de Chile y Nicaragua, pero me gustaría que se hubieran tomado la molestia de explicarlo, y de señalar sus diferencias, que las hay. Por si fuera poco, todos esos países apenas rebasan el número de poetas españoles incluidos, que forma el 34 por ciento del libro. Ya sólo esto debería acallar las críticas ante la ausencia de cualquier otro poeta español. Por una cuestión puramente numérica, en realidad sobran varios. Ahora bien, esas críticas no son gratuitas, y han sido provocadas por el desequilibrio tanto del prólogo como de la selección, ya que parte de ambos forma parte de otra antología, incrustada de manera solapada en ésta, exclusiva de poesía española. ¿De verdad es tan vigorosa en la segunda mitad del siglo XX la poesía española, y tan paupérrima en comparación la de los países americanos, tomados uno por uno? Si los autores hubieran afinado su tarea común, quizás la selección sería más equilibrada y el prólogo habría adquirido una brillantez de la que sólo se ven chispazos.
El problema principal es que a Las ínsulas extrañas se le ven las costuras. Cada uno de los participantes, me imagino, tenía sus propias intenciones al comenzar el trabajo, lo cual es completamente válido, pero uno espera que a la hora de su publicación los posibles conflictos estuvieran resueltos, o por lo menos ocultados con maestría retórica. La presencia de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda como puerta doble de entrada es una incómoda declaración bifronte de principios que no se justifica. Pareciera que la inclusión del primero es resultado de una acción programática, parte quizás de esa antología de poesía española colada en ésta, y que como consecuencia, a la hora de las negociaciones, se forzó la entrada de Pablo Neruda para equilibrar los orígenes, como si de la ONU se tratara. Si Las ínsulas secretas fuera una antología de la poesía publicada después de 1950, Juan Ramón Jiménez debería ser el primero en aparecer. Pero entonces harían falta Jorge Luis Borges, Luis Cernuda o Carlos Pellicer, por dar algunos nombres. Y los poemas incluidos de Pablo Neruda tendrían que ser, también, publicados a partir de esa fecha y no, como es el caso, de libros anteriores. De la misma manera, tampoco se justifica la inclusión de Miguel Hernández, cuyos poemas, inobjetables en sí mismos, fueron escritos diez años antes del inicio de la selección. Se echa de menos también, además de una reflexión más afincada sobre la realidad poética de los distintos países americanos, y de una explicación aunque sea mínima de ciertas ausencias, saber a qué libros pertenecen los poemas incluidos.
Dicho esto, la parte más sólida es la que va de Luis Rosales (1910) a Giovanni Quessep (1939), por la obvia razón de que los poetas nacidos en ese periodo han adquirido ya una cierta estabilidad crítica. Si se hubiera ceñido a esos años, la antología sería señera. Esto permitiría quizás la incorporación, o su ausencia justificada en el prólogo, del argentino Joaquín O. Giannuzzi, el venezolano Juan Calzadilla y la mexicana Rosario Castellanos, por ejemplo. A partir de esa fecha, excepto algunas presencias inobjetables, las inclusiones y exclusiones son mucho menos sólidas, y conforme avanzan los años resultan no sólo totalmente inexplicables sino incluso escandalosas. Quizás ese final es resultado simplemente de la distracción de sus autores. Una antología de poesía es una flecha que para llegar a su diana tiene que partir de un arco perfectamente tensado. El peligro siempre es que la falta de temple haga que la flecha, que apuntaba tan alto, se convierta en un globo medio desinflado y caiga a medio camino. La antología de la poesía en español escrita en la segunda mitad del siglo XX sigue estando por hacerse, aunque Las ínsulas secretas sea, de modo incuestionable, la base de la que hay que partir. –
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