Ilustración: LETRAS LIBRES / Luis Pombo

Una política de migración disfuncional

Distinguido sociólogo especializado en el tema de la discriminación, el segregacionismo y la migración en el siglo XX, Douglas Massey analiza los yerros de una política migratoria que ha entorpecido, durante más de una década, el dinamismo de la frontera más transitada del mundo.
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El año de 1986 fue fundamental para la economía política de América del Norte. En ese año, dos acontecimientos marcaron el final de una época y el inicio de otra. En México, una nueva elite dirigente logró superar la histórica oposición política en el seno del partido gobernante y consiguió que el país formara parte del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, el GATT. Enseguida se volvió con gran audacia hacia Estados Unidos para forjar una nueva alianza, que culminaría con la creación de una zona de comercio libre que se extiende desde la América Central hasta el Polo Norte. Si bien los funcionarios de Estados Unidos trabajaron con las autoridades mexicanas para integrar la América del Norte, al mismo tiempo intervinieron para impedir la incorporación de sus mercados de mano de obra. En vez de integrar el movimiento de los trabajadores en el nuevo acuerdo sobre el libre comercio, Estados Unidos insistió en defender su derecho a controlar sus fronteras unilateralmente, y para recalcar su decisión el Congreso aprobó en 1986 la Ley de Control y Reforma de la Inmigración.

A partir de entonces, Estados Unidos ha seguido intensificando su política de contradicción, avanzando hacia la integración e insistiendo a la vez en la separación. En los años siguientes, el gobierno de Estados Unidos gastaría cada vez más recursos económicos y humanos para demostrarle al público de su país que la frontera estaba “bajo control” y que no era porosa al paso de las personas, aunque estuviera siendo más permeable al paso de otras cosas.
      
Avance hacia la integración

El régimen económico que le han impuesto a México sus elites gobernantes naturalmente ha encontrado gran favor en Washington. En efecto, los funcionarios de Estados Unidos venían recomendándolo desde hacía mucho tiempo. Pero quedaba el inquietante problema de institucionalizar las reformas y hacerlas permanentes. Con este propósito, el presidente Carlos Salinas de Gortari recurrió a Estados Unidos, le propuso su incorporación en el acuerdo de libre comercio recientemente negociado entre el Canadá y Estados Unidos, medida que vincularía las reformas neoliberales a un tratado con el poderoso vecino.

El gobierno de Bush recibió con gusto el ofrecimiento de Salinas, y enseguida se iniciaron las conversaciones para ampliar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), que se negoció con buenos resultados y recibió la aprobación del Senado de Estados Unidos en 1993, con gran apoyo del sucesor de Bush, Bill Clinton. El TLC entró en vigor el 10 de enero de 1994, y a partir de entonces Estados Unidos se comprometió oficialmente a llevar a cabo una política de integración económica con su vecino del sur.

La imposición de reformas neoliberales en México después de 1986 aceleró el paso fronterizo de todo tipo de cosas, que se incrementó espectacularmente después de la aprobación del TLC en 1994. El total del comercio entre México y Estados Unidos se sextuplicó en los doce años que van de 1986 a 1998. Durante el mismo periodo, el número de mexicanos que ingresaron en Estados Unidos con visas de negocios casi se triplicó (de 128,000 a 373,000), así como el número de concesionarios entre empresas (que pasó de 4,300 a 11,000). A la vez, el número de inversionistas mexicanos admitidos en Estados Unidos se disparó de apenas 73 en 1986 a casi 1,700 en 1998.

El crecimiento del comercio promovió también otro tipo de actividades transfronterizas. En 1986 el número de veces que se atravesó legalmente la frontera con motivo de negocios y recreo fue aproximadamente de ciento catorce millones al año, después de lo cual el volumen del tránsito fronterizo aumentó agudamente y llegó, en 1998, a doscientos trece millones de personas. La cifra de visitas de intercambio oficial también se duplicó con creces, de tres mil en 1986 a 6,500 en 1998, mientras que en el mismo periodo el número de mexicanos aceptados como trabajadores con contrato se multiplicó por siete, para llegar a 66,000 personas en 1998.
      
Insistencia en la separación

Como estaba previsto en el TLC, por lo tanto, la integración norteamericana ha procedido aceleradamente y el tráfico fronterizo se ha multiplicado conforme a ese acuerdo. No obstante, si bien Estados Unidos se ha comprometido a integrar la mayor parte de los mercados en la América del Norte, paradójicamente ha tratado de evitar la integración de un mercado en particular: el de la mano de obra. Efectivamente, desde 1986, Estados Unidos han emprendido una decidida actividad encaminada a limitar la inmigración y a reforzar la vigilancia de la frontera, esfuerzo que se intensificó en 1994, precisamente cuando entró en vigor el TLC.

La aprobación de la Ley de Control y Reforma de la Inmigración (IRCA), en octubre de 1986, anunció el inicio de la nueva época. Para eliminar la atracción de los empleos en Estados Unidos, esta ley impone sanciones a los empleadores que contratan a trabajadores indocumentados, y para disuadir a los migrantes indocumentados en su afán de entrar en el país se inició un reforzamiento constante de la Patrulla Fronteriza.

A pesar de las previsiones de que la IRCA lograra reducir la inmigración mexicana no autorizada, en 1990 ya era evidente que esa ley no funcionaba. Ante el incremento constante de la inmigración legal e ilegal desde México, el Congreso regresó a la mesa de redacción, y en 1990 aprobó otra enmienda importante de la Ley de Inmigración de Estados Unidos. La Ley de Inmigración de 1990 le da gran prioridad a la vigilancia de la frontera, y autoriza la movilización de fondos para contratar más personal con el cual patrullarla. También impone sanciones más estrictas a los empleadores, agiliza los procedimientos penales y de deportación, e incrementa las sanciones por numerosas violaciones de inmigración.

A principios del gobierno de Clinton (1993-1994), el Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) de Estados Unidos elaboró una nueva estrategia de vigilancia de la frontera que se denominó “Prevención por medio de la disuasión”. La idea de base era impedir que los mexicanos atravesaran ilegalmente la frontera para no tener que arrestarlos después. La estrategia se originó en septiembre de 1993, cuando el jefe de la Patrulla Fronteriza de El Paso puso en marcha la “Operación Bloqueo” con la intención de impedir el paso ilegal de la frontera en El Paso, Tejas. En octubre de 1994, el INS puso en marcha otra operación fronteriza, esta vez en la zona más transitada de la frontera con San Diego. La “Operación Guardián” comprendió la instalación de alumbrado de gran potencia para mantener iluminada la frontera de día y de noche, y una cerca de 2.5 metros de alto a lo largo de los 22.5 kilómetros de frontera que van del Océano Pacífico al pie de las montañas costeras. Se destacó personal de la Patrulla Fronteriza a cada determinada distancia detrás de esa enorme cerca y se desplegó un moderno equipo tecnológico en esa tierra de nadie.

El Congreso aceleró más todavía la acumulación de recursos de vigilancia en la frontera con la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad del Inmigrante, de 1996. De nueva cuenta, la Ley concentraba sus recursos en la disuasión y autorizaba fondos para la construcción de otras dos líneas de rejas en San Diego, además de la aprobación de sanciones más duras contra los contrabandistas, los inmigrantes indocumentados y las personas que se quedaran después que vencieran sus visas. También comprendía financiación para la compra de nueva tecnología militar y proporcionaba fondos para contratar a mil patrulleros para la frontera cada año hasta el 2001.

La serie de políticas restrictivas promulgadas entre 1986 y 1996 benefició a la Patrulla Fronteriza. En diez años, pasó de ser un organismo de importancia menor, con un presupuesto inferior al de muchas direcciones de policía municipales, a convertirse en una organización grande y poderosa, con más personal armado que cualquier otra rama del gobierno federal, salvo el ejército. Para el 2002 su presupuesto era ocho veces mayor que en 1986, y el número de elementos de la Patrulla Fronteriza era casi el séxtuplo, con más de 12,000 agentes.
      
La ilusión de controlar la frontera

Antes de 1986, el grueso de la inmigración se dirigía a California. A fines del decenio de 1980, por ejemplo, el 63 por ciento de los inmigrantes mexicanos registrados en el censo (legales e indocumentados) pasó a California, lo cual representaba más de cuatro veces el número de personas que pasaban al segundo lugar favorito, Tejas, donde llegaba sólo el quince por ciento de los inmigrantes, después del cual Illinois recibía otro cinco por ciento. El sector más activo de la frontera era, con mucho, San Diego-Tijuana, y detrás, en orden de importancia, seguían El Paso-Ciudad Juárez y Laredo-Nuevo Laredo.

La concentración de recursos de la Patrulla Fronteriza reflejaba la concentración geográfica de la migración indocumentada. Las actividades de esta organización se fueron acumulando abrumadoramente en San Diego y El Paso, y en 1993, cuando se inició la militarización en masa de la frontera, estos dos distritos quedaron naturalmente a la cabeza. Conforme se instaló una nueva reja de contención en estas áreas, los migrantes comenzaron naturalmente a rodear las zonas más vigiladas de la frontera.

A los dos años de iniciada la “Operación Guardián”, se verificó un alza muy repentina y aguda de la proporción de personas que atravesaban la frontera en otros estados que no fueran California. De 1996 a 1998, el paso por otros estados ascendió de 39 por ciento a 58 por ciento, diecinueve puntos de oscilación (49 por ciento) en apenas tres años. A la vez, los que seguían pasando por California cada vez atravesaban por lugares más lejanos, apartados de las zonas más vigiladas de San Diego y sus alrededores. Antes de la “Operación Guardián”, sólo el dos por ciento de los migrantes que iban a California atravesaban por otra parte que no fuera Tijuana, pero en 1998 esta proporción había subido a treinta por ciento, es decir, la cifra creció diez veces en apenas cuatro años.

En el sector de San Diego, la relativa tranquilidad no significaba que la estrategia de la Patrulla Fronteriza de “prevención por medio de la disuasión” realmente estuviera funcionando. Por lo contrario, al alejar a la migración de las zonas urbanizadas hacia sectores poco poblados, la Patrulla Fronteriza canalizaba efectivamente a los migrantes hacia lugares de la frontera donde tenían menos probabilidades de que los atraparan atravesando, ya que los nuevos puntos de cruce estaban menos vigilados. Antes de 1986, se calcula que las posibilidades de ser detenidos al tratar de atravesar la frontera ascendían al 33 por ciento. Posteriormente, esta relación fue cayendo en forma constante hasta llegar a un veinte por ciento o veinticinco por ciento, cifra sin precedentes, para fines del decenio de 1990.

En estas condiciones, no cabría esperar que la “Operación Guardián” y sus extensiones produjeran grandes efectos de disuasión, expectativa confirmada por los datos del Proyecto Mexicano de Migración (MMP), que indican una escasa probabilidad anual de que los hombres mexicanos de entre quince y 35 años de edad vayan por primera vez a Estados Unidos indocumentados. Si bien esta probabilidad era de 1.8 por ciento en 1993, aumentó a 2.1 por ciento en 1996, antes de reducirse de nuevo a 1.1 por ciento en 1998. En conjunto, los cambios han sido relativamente menores y la tendencia general es de constancia, con fluctuaciones —de un año al siguiente en la probabilidad de la migración indocumentada— que reflejan las variables económicas de base y no las políticas fronterizas de Estados Unidos.
      
Los costos de la contradicción

La desviación de los migrantes indocumentados hacia territorio escarpado entre los lugares de ingreso que están bien protegidos no sólo redujo las probabilidades de detener a los inmigrantes, sino que incrementó el peligro de que éstos sufran lesiones o mueran, porque, además de tratarse de lugares menos poblados y vigilados, estas zonas desoladas también son más peligrosas. A principios de los años 1990, la tasa de muertes en la frontera era de alrededor de dos por cada mil intentos de atravesarla. Después de la aplicación de las operaciones “Bloqueo” y “Guardián”, en 1993 y 1994, la tasa de muertes por sofocación, ahogamiento, calor, frío y causas desconocidas se triplicó hasta llegar a seis de cada mil intentos entre 1997 y 1998. Esta diferencia de cuatro muertes por cada mil ingresos proporciona un medio preciso para evaluar el costo de las políticas fronterizas de Estados Unidos en vidas humanas.

Si bien este nuevo régimen policiaco causa un enorme sufrimiento a los emigrantes, la Patrulla Fronteriza se beneficia de él considerablemente. De ser un organismo secundario con un presupuesto de 151 millones de dólares en 1986, la Patrulla Fronteriza ha llegado a convertirse en el cuerpo policiaco civil más grande del país, con 12,000 policías uniformados y un presupuesto anual superior a mil millones de dólares. Pero, como acaba de demostrarse, la inyección de recursos no ha incrementado las posibilidades de detener a los infractores ni ha reducido la probabilidad de que se inicie la migración indocumentada. Estos hechos, en conjunto, indican que los ciudadanos de Estados Unidos han venido gastando más pero obteniendo menos resultados en materia de vigilancia fronteriza, y mientras tanto han estado desperdiciando muchos recursos fiscales. El costo de la vigilancia de la frontera aumentó de cincuenta dólares por ingreso en 1986 a cerca de 250 dólares por ingreso a fines del decenio de 1990, con un desperdicio de más de tres mil millones de dólares al año.

La IRCA no sólo pretendía disuadir a los mexicanos de que pasaran la frontera, sino neutralizar el imán de los empleos en Estados Unidos al penalizar la contratación de trabajadores indocumentados. A consecuencia del incremento de los costos y peligros de contratar trabajadores indocumentados, algunos empleadores rebajaron los sueldos de sus empleados para compensarse. Otros optaron por otro medio para seguir contando continuamente con mano de obra indocumentada: adoptaron una nueva pauta de contratación indirecta, a través de subcontratistas. Con un acuerdo de subcontratación, un ciudadano de Estados Unidos o extranjero residente acepta mediante contrato con un empleador proporcionar un número específico de trabajadores por determinado periodo para que desempeñen una tarea definida a determinada tasa de pago por trabajador. A cambio de ofrecer un amortiguador jurídico para el empleador, el subcontratista se queda con una parte de los salarios de los trabajadores.

Este tipo de acuerdos pronto proliferó en industrias caracterizadas por la constante rotación de su personal, como la agricultura, la construcción, la jardinería y los servicios de custodia. En consecuencia, el proceso de contratación se reestructuró por completo en los sectores donde trabajan los inmigrantes. Además, como la contratación indirecta se estableció en 1986, se impuso a todos los trabajadores independientemente de que tuvieran documentos o la ciudadanía. Si un trabajador que sea ciudadano o extranjero con documentos quiere trabajar en la agricultura o en la construcción, también tiene que depender de un subcontratista y perder una parte de su salario a cambio de la oportunidad de trabajar.

De esta manera, una consecuencia perversa de las sanciones de la IRCA contra los empleadores ha sido reducir los salarios no sólo de los migrantes indocumentados, sino también de los autorizados y de los ciudadanos de Estados Unidos por igual. Después de 1986, los salarios reales de los inmigrantes legales de Estados Unidos disminuyeron alrededor de 27 centavos al año, lo que contribuyó a una erosión del 35 por ciento del valor del salario en 1993.

Aunque el régimen de vigilancia fronteriza posterior a la IRCA no ha disuadido a muchos migrantes, sí logró transformar la circulación de migrantes de corto plazo, que sólo iban a tres estados, en una diás-pora que ahora abarca todo el país con residentes de plazo largo que están estableciéndose en todos los estados de la Unión. En el periodo 1980-1986, la gran mayoría de migrantes con documentos e indocumentados llegaron a los estados tradicionales de recepción: California, Texas e Illinois (alrededor del 85 por ciento al 90 por ciento de los migrantes con documentos, y el 90 por ciento de los indocumentados). Aunque la cifra relativa de inmigrantes legales que pasan hacia estados no tradicionales comenzó a aumentar antes de 1986, se intensificó mucho en los años inmediatamente posteriores a la promulgación de la IRCA, y llegó al 25 por ciento a fines de los años 80; y con la formidable militarización de la frontera desde 1993, la porción de migrantes que se dirigen a destinos no tradicionales aumentó hasta llegar casi a la mitad del total de migrantes para fines de la década de 1990.

Al mismo tiempo que los migrantes se dispersan más extensamente, se quedan más tiempo en el norte. Otra consecuencia perversa de las medidas draconianas de vigilancia de la frontera es que, en vez de impedir que los posibles migrantes salgan de su país, está desalentando a los que ya están en Estados Unidos para volver a su país de origen. Antes de la IRCA, la probabilidad anual de que los migrantes indocumentados volvieran a sus lugares de origen oscilaba entre veinticinco por ciento y treinta por ciento al año. Pero, a principios de 1990, la probabilidad de que los migrantes regresaran a sus países comenzó a descender hasta desplomarse voluminosamente con el reforzamiento de la frontera iniciado en 1993. Para 1998, la probabilidad anual de la migración de regreso se había reducido a apenas el diez por ciento. Esta probabilidad supone una duración promedio del viaje de 8.9 años y una duración media de 6.6 años. A los cinco años, sólo cabría esperar que el cuarenta por ciento de los migrantes se fuera de Estados Unidos. De manera que la política fronteriza de inmigración de Estados Unidos desde 1990 ha contribuido a convertir un movimiento de circulación de migrantes temporales en una inmigración establecida de residentes permanentes.
      
El peor mundo posible

Si Estados Unidos se hubiera propuesto elaborar una política de inmigración disfuncional, con dificultad habría podido superar lo que logró entre 1986 y 1996. Los contribuyentes de Estados Unidos gastan hoy millones de dólares al año en una vigilancia en esencia inútil de la frontera, y la eficacia de las actividades de la Patrulla Fronteriza está en acelerada disminución. Pese a su extravagancia, el costoso régimen de vigilancia posterior a la promulgación de la IRCA no produce efectos perceptibles en cuanto a disuadir a los migrantes indocumentados en su intención de pasar a Estados Unidos, ni en lo que se refiere a elevar las posibilidades de detenerlos. Pero sí ha logrado, en cambio, causar cientos de muertes innecesarias todos los años. También ha reducido los salarios de los trabajadores nacionales y extranjeros, legales e ilegales, y exacerba la desigualdad de los ingresos en Estados Unidos. Además, ha asegurado que estos fenómenos negativos se dejen sentir extensamente, al transformar un movimiento estacional concentrado en tres estados en una población nacional de familias establecidas en todo el país. A fin de cuentas, tenemos el peor de los mundos posibles: migración mexicana continua en condiciones negativas para Estados Unidos, sus ciudadanos y los propios migrantes.

Todas estas consecuencias perjudiciales fundamentalmente provienen de la falta de disposición de Estados Unidos para aceptar la realidad de la integración norteamericana. En el TLC, el país se comprometió a participar en un plan conjunto de integración en todo el continente de los mercados de bienes, capital, información, mercancías y servicios, pero se ha negado a reconocer el hecho inevitable de que los mercados de mano de obra también están incluidos en una economía integrada. Desde un punto de vista práctico, si no es que lógico, es imposible crear un mercado norteamericano único que se caracterice por la libre circulación de todos los factores de la producción menos uno. En vez de reconocer la migración de la mano de obra y administrarla con miras a elevar al máximo los beneficios y reducir al mínimo sus costos, Estados Unidos ha utilizado medios cada vez más represivos y cantidades cada vez mayores de dinero para sumergir la circulación cada vez más y mantener la ilusión de una frontera “controlada” que es milagrosamente porosa a toda circulación menos a la de la mano de obra. Pero, como hemos demostrado, mantener esta ilusión cuesta cada vez más dinero. Ya llegó, pues, el momento de que Estados Unidos abandone sus ilusiones y acepte la realidad, es más, la necesidad, de la integración norteamericana. ~

     — Traducción de Rosamaría Núñez

 

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