Podría parecer que aquellos que escribimos sobre el arte contemporáneo, es decir, el arte que en la segunda mitad del siglo XX se arranca de las vanguardias para aniquilar los últimos residuos de idealismo que aún quedaban en el mundo del arte, nos dedicamos a una actividad acotada y específica, algo amplio pero definido, una especiede campo discreto, como el futbol, con sus ídolos populares, su clientela, sus especuladores, sus comentaristas, sus canallas y también sus modas, sus triunfos y fracasos. O como la filatelia, actividad más escasa de público y con menos repercusión social, pero con unas reglas internas de gran elegancia y difícil acceso. O como los ferrocarriles históricos, manía limitada a coleccionistas y aficionados reunidos en una trama mundial casi secreta. O quizás como los viajes exóticos, los cuales atraen a considerables masas, hacen circular el dinero, tienen muchos y distintos niveles de rigor y obedecen a una curiosidad moderna todavía poco analizada.
Nada de eso. Hablar o interesarse por el arte contemporáneo lo incluye absolutamente todo, y también el futbol, la filatelia, los viajes exóticos y los ferrocarriles antiguos. El arte contemporáneo ha logrado algo inesperado: tras invadir la totalidad de nuestra experiencia (y no sólo los momentos excepcionales, aquellos bellos instantes que merecían quedar cristalizados para la eternidad en obras preciosas y duraderas), en lugar de disolverse en la nube gaseosa de las manías y miserias privadas, ha conseguido construir el espejo de nuestra vida total y abarca desde las más espantosas enfermedades y desastres hasta los momentos de exaltada euforia en los que creemos haber superado la condena del nacimiento.
Hablar de arte contemporáneo es hablar de nuestra actual condición, sea ésta aborrecible o espléndida, o más aborrecible y espléndida que las anteriores (de las cuales sólo conocemos un sueño), y eso significa hablar de nuestra insoportable condición de mentirosos, de bien nutridos lamentadores, de impotentes denunciantes de la energía ajena, de esclavos felices, de cínicos que han olvidado su encanallamiento, de idiotas joviales. Todo lo negativo, radicalmente negativo, que nunca fue territorio del arte, sino que aparecía sutilmente cuidado por el lenguaje átono de la filosofía, es ahora la totalidad del arte. Y allí se muestra, frente a nuestros ojos distraídos, en el espejo del arte contemporáneo.
El arte contemporáneo es nuestra imagen en el espejo y en él aparece un ciudadano que ni Rembrandt, ni Velázquez, ni Tiziano habrían podido retratar porque carece de rasgos singulares, sólo proyecta hacia afuera la desnuda e inexpresiva lámina de una carne sin sublimaciones. Ni Petrarca, ni Shakespeare, ni Beethoven podrían ver en nosotros conductas capaces de ascender a ejemplo universal, ni tampoco, en consecuencia, contamos con un valor característico para entusiasmar a nuestros congéneres. Nada en nosotros puede ser valorado, ni mucho menos respetado como trascendente al mero objeto carnal. Nuestra opaca insignificancia física se muestra en las pasarelas de la moda con los efectos traumáticos de una carne construida sobre la urgente pulsión sexual, sin más destino que la catástrofe convulsiva del orgasmo. Lo cual no puede verse con mayor claridad que en el arte contemporáneo.
Somos nosotros los primeros habitantes de la tierra que no pueden ya refugiarse en los asilos de la naturaleza o en el cuerpo viviente del mundo, porque nada queda ya en el mundo que no esté marcado con la fecha de caducidad de la transacción comercial. Todos los objetos del mundo, incluido el mundo, son ahora mercancías empaquetadas con un cartonaje reciclado, tosco, pero brillante de grasa e impregnado de mercurio como el aire de las megápolis. Nuestro cuerpo, a su vez, es la cápsula que encierra provisionalmente un código genético que ni siquiera nos defiende de nosotros mismos, sino que nos utiliza como transporte efímero de cierta carga informática dirigida al cosmos vacío. Los asilos de la naturaleza han tomado el aspecto de plataformas reivindicativas, objetos privilegiados tan sólo para los funcionarios de las organizaciones proteccionistas. Todo ello se refleja en el espejo del arte contemporáneo.
El arte contemporáneo es nuestro arte porque no cree en nada, no espera nada, no aspira a nada, no se propone nada, es nada, quiere ser nada, sólo puede querer ser nada, y se expresa como una nadería que baila graciosamente sobre la nada de un abismo al que contempla con el desprecio de los temerarios (no de los valientes), a semejanza de los adolescentes mudos, bañados de sudor y resignación, que se agitan en enormes recintos con el suelo alfombrado de psicotrópicos. Allí construyen el instante de la entrega, lo único memorable de una semana devorada por la inutilidad. Y también están en el espejo del arte contemporáneo, detenidos en su éxtasis estoico.
Es nuestro arte porque hemos descuartizado nuestro cuerpo (que ya no puede resucitar, aunque puede ser clonado) para inspeccionar y explotar cada parte del mismo por separado, utilizando el arte cisoria con la finalidad de establecer el distinto valor de cada elemento: un precio para el solomillo, otro para los sesos, bastante menos para el intestino delgado, mucho por los riñones y criadillas, órganos de bella función fisiológica, filtros, glándulas secretantes, vejigas de expulsión, esfínteres carísimos. Una zona artística amplia, glamurosa, expone los foscos esplendores del sadomaso, la fascinación del bondage, la mutilación deleitada, el recreo estupefacto en las llagas de brillo aurático, los fluidos envenenados, el apaleamiento de los débiles, la tortura como espectáculo bidimensional. ¿Era posible el arte después de Auschwitz? Por supuesto: eso es el arte contemporáneo.
Por otra parte, estamos obligados a atender al arte contemporáneo porque no tenemos salvación, ni creemos en el porvenir de los cambios deseables, ni hay ya perspectivas u horizontes esperanzadores, todas estas metáforas pertenecen a un mundo extinto en el que la palabra “salvación” tenía sentido porque era un asunto personal entre cada cual y su propia muerte. Ahora, desaparecidas las instancias intermedias de la salvación, nuestra piel roza desnuda los ásperos muros de las instituciones administrativas, financieras, científicas o burocráticas, actuales gerentes del simulacro de salvación, así que el arte contemporáneo está también dominado, almacenado, distribuido, pagado y controlado por las instituciones, único lugar en donde la palabra “salvación” conserva el derecho a ser utilizada aunque sea con la certeza de que es un simulacro.
Nadie está obligado a amar su imagen en el espejo, pero sólo rechazarán esa imagen aquellos que se toman por algo, que creen ser alguien, que se sienten depositarios de valores humanos, cápsulas de preciosa riqueza universal, sacerdotes de la vieja religión horrorizados ante la barbarie que se apodera de un mundo que daban por adquirido y en el que sus dioses son ahora leprosos. Quienes, por el contrario, reciben sin melancolía lo que trae el tiempo, no tienen inconveniente en mirar ese espejo y, si se horrorizan de su propia imagen, no por eso se precipitan en el museo buscando un maquillaje como el que se aplica el pobre Dirk Bogarde en la ridícula escena final de Muerte en Venecia, toda ella ridícula porque es la ridícula historia de un hombre ridículo que aún cree en “la salvación por la belleza”, un alma bella condenada a administrar el holocausto pocos años más tarde. De todo ello ha hecho imagen el arte contemporáneo.
¿Qué hay detrás de ese espejo? Cabe la posibilidad de que, como sucede con las máscaras de Nietzsche, estemos ante un espejo sin fondo, sin detrás, un último espejo que no refleja sino que replica. Engañados por los bellos espejos antiguos que mostraban el armonioso mundo de las ilusiones de eternidad y de la admiración racionalmente construida, ¿no estaremos confundidos? ¿No estaremos delante de un simple vidrio transparente con una etiqueta que dice “espejo”? Éste es el asunto principal del arte contemporáneo.
El carácter psicótico del arte contemporáneo, su (fingido) desprecio de las mediaciones, disuelve las imágenes reflejadas y las reflejantes: el verdugo puede ser la víctima, lo vivo puede estar muerto, lo alto puede ser lo más bajo, la verdad puede ser una inmensa impostura, el arte puede ser nuestra única realidad.
¿Y si así fuera? No podemos olvidar (pues sería caer en un nihilismo pasivo) que en el espejo del arte contemporáneo debe de haber también algo que proporcione un relato del tiempo actual y de nuestro paso por un mundo, el cual es imposible de concebir como desierto y última estación. Aunque nos resulte difícil de reconocer, en el arte contemporáneo también brilla la remota luz de nuestra dignidad y en él puede mirarse nuestro destino sub especie aeternitatis. Sabemos que en las torturadas imágenes de los mártires cristianos, en el espantoso rigor de la crucifixión, alentaba la esperanza de la inmortalidad, una potencia que pasa inadvertida a quien observa los iconos sagrados del cristianismo sin conocer su secreta traducción. También nosotros hemos construido una imagen de carne lacerada y crucifixión. Allí se esconde (no puede ser de otro modo) un delirio en nada inferior al del cristianismo. Si así no fuera, ¿por qué representar tan sólo la negación del mundo? ¿A qué representarla si en verdad eso fuera todo? Sin duda, esa imagen del espejo esconde un colosal deseo de salud, de vida admisible, cuya imposibilidad se representa con los rasgos de un mundo destruido por la beocia y la crueldad, aunque sin culpables.
Nos falta, sin embargo, averiguar el modo de inmortalidad que supone o anuncia. ~
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