El régimen que vivió bajo el manto de la Revolución Mexicana encontró en su trato con la Revolución Cubana un arreglo que le prestó servicios valiosos durante un buen número de años. El priismo que se alejaba de sus orígenes, hallaba en la revolución barbada una estampa para refrescar de algún modo su reseca mitología. La supuesta hermandad con la épica cubana prestigiaba en ciertos círculos a un gobierno de corbata. Historias hermanas, se repitió mil veces. El régimen postrevolucionario tendía la mano a la revolución acosada, en recuerdo de las penurias de sus ancestros: nosotros también sufrimos los desplantes de Estados Unidos. Se creaba con ello una pantalla de distancia frente al norte, una chapa de dignidad. Gravitando siempre bajo la órbita norteamericana, Cuba era la comarca del distanciamiento. El vínculo también significaba compromisos de aquel lado del mar. El puente diplomático conjuraba los peligros de la subversión patrocinada. México logró, de este modo, mantenerse libre de la principal exportación política de Cuba.
La almeja nacionalista imponía la ceguera. Mirar al otro era admitir los derechos de la mirada ajena. El nacionalismo será una idea filosóficamente pobre, como sostuvo Isaiah Berlin, o bien una noción artísticamente infértil, como dijo Jorge Cuesta, pero su impacto político no puede ser puesto en duda. En México, durante muchas décadas, dio combustible a un régimen, fue su estructura ósea, su carta de legitimidad. Ahí se nutría su diplomacia. La cercanía relativa con el gobierno cubano era reflejo de una posición defensiva y, hasta cierto punto, vergonzante. Si México hablaba de la violación de los derechos humanos en Cuba, si llamaba por su nombre a la dictadura cubana, otorgaba el permiso para que otros denunciaran las restricciones a los derechos políticos en México y arrancaran sus caretas. Los unipartidismos de origen revolucionario se hermanaban así en la defensa de sus soberanías: el monopolio político resulta justificable para ambos porque la diversidad es vista como amenaza a la integridad de la nación. Las oposiciones son denunciadas inequívocamente como títeres del exterior que promueven la fragmentación de la patria.
Era natural que el nuevo régimen rompiera aquel pacto de no mirar. El camino mexicano a la democracia estuvo acompañado desde muy pronto de viajeros externos que, en los foros internacionales, en la prensa, en la academia, contribuye-ron a la demolición del unipartidismo. El grupo político que llegó al gobierno en el 2000 sabe bien que la batalla por la democratización encontró importantes respaldos fuera del territorio de México. Entiende, pues, que democratizar es abrir la armadura nacionalista, es defender la vigencia universal de los derechos civiles y políticos, y combatir la cerrazón de quienes se escudan en la defensa de la identidad para imponer un mando sin restricciones. El régimen democrático en México, pues, no se construyó meramente por fuera de aquella concha nacionalista: creció contra ella, remontando los vicios y las trampas ideológicas del autoritarismo vestido con disfraces patrióticos.
Era natural que el trato con Cuba cambiara. Castro, el seductor, había hechizado al candidato Fox. En alguna visita a La Habana, el entonces Gobernador mostraba su candidez al elogiar desmedidamente al simpático dictador. Pero la amistad estaba condenada a encallar muy pronto. El final del régimen postrevolucionario significaría inevitablemente el replanteamiento fundamental del trato con Cuba. El Canciller mexicano expresó con claridad las ambiciones del nuevo trazo. Se trataba de dar por concluida la relación con la Revolución Cubana y dar inicio a la relación con la República de Cuba. Una relación alucinada por los mitos, cargada de hipocresías y tabúes, sería sustituida por una relación diplomática normal entre gobiernos. El propósito diplomático recordaba el ánimo de Benjamin Constant, el ingeniero liberal que pedía que la República remplazara finalmente a la Revolución. El autor de Adolfo quería que la excepción terminara, que la gesta desembocara finalmente en reglas, en instituciones, en procedimientos regulares y civilizados. Esa era la encomiable intención del gobierno mexicano frente a Cuba.
Pero quedó a mitad del camino. No es que el silencio haya ganado la partida y que México hubiera reculado del propósito de mantener una política activa en promoción de los derechos humanos. La almeja no se ha vuelto a cerrar. En realidad éste ha sido el verdadero sitio de las novedades en la administración Fox. Enfrentando fuertes resistencias, esta nueva política exterior camina. Sin embargo, la diplomacia mexicana avanza y también retrocede. Lo que la Cancillería definía como la nueva orientación del trato con Cuba es exactamente lo que habría que pedirle a la Cancillería mexicana: la republicanización de su actividad. Es encomiable el término de la política del silencio frente a la dictadura cubana, y el respaldo firme a los organismos internacionales que promueven eso mismo. Pero tal política no puede seguir cargando el lastre de los humores de quienes la formulan. El replanteamiento de las relaciones de la República Mexicana con la República de Cuba se ha manchado, en efecto, por muchas salpicaduras de temperamento: el Presidente que cree que las relaciones exteriores de un país pueden conducirse como se llevan las amistades personales; el Canciller que ha soltado el caballo de sus enemistades privadas y conduce el barco de la política exterior del país lejos de la institucionalidad elemental. Habría, pues, que tomarle la palabra a la Cancillería mexicana y exigir el cumplimiento de lo que ofrece: la política exterior de una república. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).