Si los animales pudieran formular una religión,
sin duda alguna representarían al demonio en forma de ser humano
William Ralph Inge
En agosto de 2013 Marco Lavoie se perdió en los bosques de la bahía de James en Quebec, Canadá. Tras el embate de un oso que lo dejó sin su bote ni provisiones, Lavoie sacrificó y se comió a su perro en medio del bosque. Para incrementar el sensacionalismo de la historia, se decia que el perro lo había salvado del ataque. Fue como si se comiera a uno de sus hijos, escribió una persona en uno de los muchos medios en los que se publicó esta noticia.
En un hecho más reciente, durante los incendios en Valparaíso, Chile, Rafael Gumucio, escritor y humorista, compartió en Twitter una crítica a aquellos que se movilizaron para rescatar a los perros afectados por el incendio. La respuesta de la red social no tardó en llegar. Acusado de trivial, soberbio, “pelotudo”, entre otras cosas, su opinión se tomó como una falta de respeto a los animalistas (Gabriel Bravo en carta abierta a Rafael Gumucio) y como una muestra de poca compasión: “en sus comentarios usted dejó muy claro que ante una catástrofe, sólo los seres humanos importan y los demás animales, quedan en tercer lugar para abajo” (Janet Noceda, en otra carta abierta).
El debate de fondo en ambas anécdotas puede resumirse en la pregunta de si la vida de un perro es equivalente o no a la de una persona. La respuesta para los detractores de Lavoie y Gumucio es obvia, pero lo interesante es ver la evolución de esta perspectiva. Sus orígenes pueden rastrearse hasta el romanticismo, momento que despertó la fascinación por la naturaleza[1] y los viajes, pero no fue sino hasta el siglo XIX cuando surgieron las primeras organizaciones defensoras de animales:
La primera sociedad protectora de animales en los Estados Unidos inició en 1866. Para 1908, había 354 organizaciones antimaltrato en el país. (…) El vínculo entre los animales y los niños [como víctimas de maltrato] formó parte de una ideología de liberalismo sentimental, forjada a partir de proteccionistas que reconciliaron la dependencia con los derechos y comprometieron al aparato estatal en la protección de los indefensos.
Los derechos de los indefensos, Susan Pearson, The University of Chicago Press, 2011
En una línea paralela, a partir del siglo XX la idea de civilización incluyó al perro en una categoría distinta al resto de los animales. Rebeca Onion, en un artículo para Slate, desglosa como en el siglo anterior el perro se convirtió en el perfecto balance entre la tierra salvaje y la domesticación:
El perro en la naturaleza era una metáfora perfecta para esa época. Perros como Buck en El llamado de la selva de Jack London fueron forzados a encontrar a su salvaje interior en las adversidades de los viajes en Alaska. Los perros aprendieron a pelear, a comer animales salvajes y a perseverar a la larga. A lo largo de este esfuerzo, siempre amaron a sus amos. Su salvajismo nunca fue completo dado que siempre mantuvieron ese afecto.
Situaciones como la de Lavoie y Gumucio resultan chocantes porque rompen el ideal de lealtad entre ambas especies. La domesticación es ahora camaradería. En este sentido, el estadío que vive el perro en la historia es insuperable: es el único animal al que se le concede la condición de ser humano. Gregory Berns, autor de “Cómo nos aman los perros: un neurocientífico y su perro adoptado descodifican el cerebro canino”, apunta en un artículo en el New York Times cómo, a partir de estudios de resonancia magnética, ha sido capaz de generar mapas de actividad cerebral en distintos perros. Sus hallazgos sugieren similitudes en la estructura y funcionamiento del cerebro humano y el canino, particularmente en el núcleo caudado:
Rico en receptores de dopamina, el núcleo caudado se encuentra entre el bulbo raquídeo y la corteza cerebral. En los humanos, el caudado juega un papel importante en anticipar cosas que disfrutamos, como la comida, el amor y el dinero. (…) Partes específicas del caudado resaltan por su actividad permanente ante estas cosas. Su actividad es tan consistente que, bajo las condiciones adecuadas, es posible predecir nuestras preferencias de comida, música o, inclusive, belleza. En los perros encontramos que la actividad en el caudado aumenta en señales relacionadas a comida. El caudado también se activa al olor familiar de ciertas personas y, en estudios preliminares, al momento de que el perro ve a su dueño momentáneamente durante el estudio.
Berns admite que estas reacciones no son suficientes para establecer un vínculo entre nuestra idea de amor y el comportamiento canino, pero concluye que pueden ser evidencia de emociones similares a las humanas.
La habilidad de los perros de experimentar emociones positivas, como amor y apego, podría significar que poseen una sensibilidad comparable a la de un niño humano. Esta habilidad sugiere una redefinición sobre cómo los tratamos.
La homología funcional de Berns justifica la rabia de los críticos de Lavoie y Gumucio. ¿Se ampliará, algún día, esta indignación al usufructo al que sometemos al resto de los animales? ¿Extenderemos los privilegios del perro a todo cuadrúpedo, ave o pez? ¿Pelearemos, parafraseando la defensa de Vargas Llosa a la tauromaquia, por una humanidad vegetariana, frutariana y clorofílica?
La lucha existe. El especieísmo, concepto acuñado en 1970 por Richard Ryder para eliminar la distinción entre animales humanos –léase, mascotas– y no humanos y prevenir su uso en investigación, alimento, ropa o entretenimiento[2], ha crecido en lugares más allá de Estados Unidos.
Peter Singer, una de las voces más influyentes al respecto, escribió que la única razón por la que los animales no tienen el mismo concepto de igualdad que nos concedemos entre seres humanos es, simplemente, por el deseo egoísta que tenemos como especie de preservar nuestros privilegios sobre este grupo explotado. Si realmente queremos construir y desarrollar las nociones de igualdad, el especieísmo apunta a que es necesario extender a todo animal estos conceptos.
Tal vez no estemos tan lejos ya de este camino. La revista TIME dedicó su número de enero 13 de 2014 a especular sobre las tendencias que veremos el día de mañana. En su editorial, Joel Stein respondió de manera tajante: más veganos. La idea parece risible, pero conecta con la Breve Historia del Mañana de Jonathan Margolis: los cambios tecnológicos serán extensiones de tecnologías conocidas, lo más sorprendente son los cambios sociales, ver transformadas las ideas de lo que significa ser un ser humano.
Basta mirar atrás para entender la idea: el voto de la mujer, la igualdad racial y los derechos de los niños son únicamente tres ejemplos de modificaciones importantes en nuestro concepto de igualdad. En este sentido, tal vez la lucha del especieísmo prospere y la protección que brindamos a nuestros animales domésticos se extienda a otras especies. Por el momento, diez mil años de domesticación dan ventaja al perro, e investigaciones como la de Berns, en una época adicta a la alquimia de la evidencia, tal vez signifiquen un cambio radical en el punto de vista de un siglo.
[1]Fue también en esta época en la que el bestiario se convertiría en un lugar real cuando, en 1752, se fundara el primer zoológico moderno: el Tiergarten Schönbrunn de Viena.
[2]Como ejemplo de esta tendencia, recientemente el Distrito Federal y el estado de Querétaro prohibieron el uso de animales en espectáculos circenses
(Tampico, 1982) es narrador. En 2015 publicó París D.F., su primera novela, por la que ganó el Premio Dos Passos. En 2017 ganó el IX Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en la categoría de cuento con el libro Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción. Actualmente vive en Barcelona, desde donde mantiene El Anaquel, un blog y podcast sobre literatura y cultura.