De luto el corazón

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Estoy oyendo un disco de Olimpo Cárdenas que acaba de llegar a mis manos, unos amigos me lo trajeron de México junto con varios de danzones que les encargué, aunque éste no tiene nada que ver con el danzón. Es decir: operó el azar que maneja los conductos más estrechos de la verdadera vida.
     Siempre me ha gustado oír cantar a Olimpo Cárdenas, quien junto con Julio Jaramillo acompañó mis primeros enamoramientos y mis primeros vasos de cerveza, bebidos para construir el puente de las lamentaciones de mi adolescencia; me es entrañable. Pero resulta que Olimpo Cárdenas es mi hermano.
     Fue, más bien, porque hace algunos pocos años que murió sin que nos conociéramos, sin que yo tomara la determinación de ir a buscarlo y, en todo caso, a dirimir por último el asunto: si sí o si no. Esta declaración puede causar revuelo, lo sé, porque es bastante improbable y escasean las argumentaciones para sostenerlo, además de que ninguna persona decente y sensata se va a poner a averiguar algo tan delgado con los jirones de intuición con que me he atrevido a hacer esta declaración.
     Me cuelgo del delgado hilo de la memoria de una noche en que mi papá, don Olimpo Aura, me contó, copas de por medio, que había viajado alguna vez, de joven, por América del Sur; lo que no recuerdo es si fue en la misma ocasión o en otra que me dijo, porque lo oíamos en la sinfonola de la cantina: "Ese Olimpo que canta es tu hermano, pero yo no lo reconocí porque no quería tener hijos putos".
     Yo me llamo Alejandro Olimpo, debo aclarar; nombre que no es común y que no usé para reconocerme porque no me cabía en la cabeza que un nombre tan peculiar pudiera ser de nadie más que de mi papá. Para mí, Alejandro estaba bien y era bastante. Sin contar con que los roces de clase con que nos criaron le ponían al nombre de mi papá algo de vulgar, de indio, de moreno, de menor. ¡La Grecia disminuida en mi colonia!
     El delgado estilete de la duda se me clavó desde entonces en ese acogedor lomo que es la memoria, que nunca se pudo jugar a muerte ninguna carta, ¡pobre!, y dejé pasar toda la vida gracias a las pocas molestias que en esa pulpa blanda y acomodaticia me causaba.
     ¡En mala hora! Porque hace dos años que estuve en Ecuador, ya muerto Olimpo, ambos Olimpos, pude haber intentado saber algo. Pero en realidad lo que no quería era saber. Saber, ¿para qué? ¿Para juzgar? Yo no he querido saber nada del pasado de mi familia; siempre me he sentido el primero de mi dinastía y he tenido la sensación de que a partir de mí comienza un árbol genealógico cuya semilla cayó en cualquier campo inculto y que con su propia fronda y sacrificio va creando el limo en el que prosperarán otras generaciones, si es que algo prospera con el paso del tiempo.
     La violenta expresión de mi papá no me impresionó más allá de la ternura, pero el hecho es que no hice caso de la confidencia, me pareció puntada de borracho y francamente no me sonó a nada.
     Han pasado los años, que siempre anuncian que lo que se ha quedado atrás no volverá, y estoy oyendo a Olimpo Cárdenas y pensando que ya todos estamos muertos: Olimpo Aura, Olimpo Cárdenas y Alejandro Olimpo, por más que yo sea remiso un soplo, un soplo a lo irremediable. Pero no entraría a este juego especulativo, teniendo todavía el mínimo uso de la palabra, a pesar de la tremenda declaración de mi padre, si no estuviera viendo la fotografía de mi hermano Olimpo en el disco. Es el eslabón perfecto entre mi papá, el cretino de mi hermano mayor, mis hermanos menores y yo. La frente, los pómulos, la nariz, la complexión: somos el mismo. La tristeza en los ojos no sólo es suya, nos es común; no sé de qué generación nos venga, pero la reconozco en todos los hijos de Olimpo. Y la boca: juro que ninguna mujer que me haya sido leal puede decir que es de otra estirpe.
     Y lo oigo. Oigo cantar a Olimpo Cárdenas. Oigo su voz que podría ser la mía. Lo oigo con la devoción creciente con que siempre lo he oído, aunque le haya pagado con el tributo de mi abulia. Pero si mi papá me dijo que era mi hermano, y pasaron como veinte años antes de que se muriera (él, el cantante, mi hermano) y tiempo tuve de sobra para procurar la respuesta: ah.
     Pobrecito de mi papá, que declamaba con voz aguda y lacrimosa y pensaba que un cantante que no fuera barítono tenía que ser puto y me privó de la única herencia que le habría agradecido hasta el éxtasis, la de tener cerca a mi hermano Olimpo Cárdenas. –

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