UN MUNDO SIN SALIDAÁlvaro Valverde, Mecánica terrestre, Tusquets, Barcelona, 2002, 128 pp.Mecánica terrestre es un libro de apariencia tersa y exquisita, un libro educado y gentil. Los poemas de Álvaro Valverde son acabados objetos de artesanía fina. No brillan más de lo natural, no gritan ni presentan novedades. La destreza en la construcción de sus versos y el manejo callado de heptasílabos y variantes consigue una cadencia discursiva que se repite con destreza poema tras poema. En el número pasado de Letras Libres Martín Hopenhayn se preguntaba: "¿Por qué casi nadie ya escribe en endecasílabos?" En ese mismo número Valverde publicó "Una visión", un poema en el que de 29 versos, 26 son endecasílabos. Si ese poema refuta esa pregunta, este libro pareciera explicarla. Debajo de tanta lisura algo rechina, como si esa apariencia estuviera a punto de quebrarse, como si no se sostuviera y fuera indispensable protegerla y reforzarla.
"Ya lo ves. Un mundo" es el epígrafe que abre Mecánica terrestre, pero también lo cierra, pues como ocurre con todo buen epígrafe su sentido resuena con más nitidez al acabar la lectura; el autor retoma las palabras de Gabriel Ferrater para señalar, desde la autoridad del libro terminado, sus dominios: "ya lo ves: un mundo." No deja lugar a dudas, y se planta en esa altura privilegiada del que lo abarca todo. Estamos ante un paisaje del que el poeta es terrateniente.
El mundo que se presenta y se defiende en este libro es casi siempre un mundo preindustrial. El lenguaje también. Escritos en un ambiente bucólico, los poemas de Valverde parecen dirigirse a otra época y no a la nuestra. Cuando digo a la nuestra me refiero, estrechamente, a la de aquellos que pasamos los días en las ciudades, tomando autobuses, deteniéndonos en los semáforos para cruzar las calles, topándonos con miles de individuos desconocidos tan presentes como nosotros mismos. Y cuando digo parecen, quiero señalar una incomodidad con ese mundo y ese lenguaje que atraviesa el propio libro. Uno de sus pocos poemas urbanos, "Ciudad de cenizas", muestra al poeta pasando rápido y ajeno por ese universo para él indiferenciado e inhóspito que amenaza una y otra vez al suyo: "Con la mirada hundida, el paso rápido/ recorres sin cesar las mismas calles/ que desoladas cercan tu destino." El poema dramatiza muy acertadamente la violencia experimentada, y esto, es importante mencionarlo, forma parte de las corrientes encontradas de Mecánica terrestre. Pero la voluntad de no salir del universo bucólico, tanto en el plano del lenguaje como en el de la representación, merma su poder expresivo. Reconducido después de esta excursión al ámbito rural, el lector se halla de nuevo con la mirada y la voz del autor, que le acota el territorio y le señala el mundo que hay que ver. Incluso en los poemas dedicados a otros espacios, como las fotografías de Bernard Plossu y de Horacio Coppola, lo que se retrata es un universo nostálgico y muchas veces abstraído del mundo: "Soy la puerta cerrada en la noche de Roma ". Los ejemplos de esta desolación son múltiples, pero sus enumeraciones, pequeñas joyas cada una, carecen de variedad y repiten un mismo universo emocional.
Hay una continuada estasis en esta poesía, como si el tiempo no pasara y fuera siempre el mismo. Si en su monotonía los poemas son disfrutables, ya que Valverde ha logrado desarrollar una hábil capacidad para describir lo visto y para enhebrar en ello sus emociones, en el conjunto no dejan de secretar una oscura sensación de asfixia, como si necesitara romper este equilibrio tan absoluto. Por un lado, su ámbito es holgado, y esta holgura es recíproca: él está totalmente allí y ese mundo es todo suyo. Por el otro, nada más cabe ahí y nada más puede pasar. Si lo que predomina es una total reivindicación de ese mundo apacible, en el que los ríos corren eternamente y las estaciones se repiten sin que nada afecte su idealidad monocorde, por aquí y por allá se cuelan vientos fríos que desacomodan tanta parsimonia y exponen sus limitaciones: "Soy alguien que se obstina/ por conservar en vano en su memoria/ imágenes fingidas./ Alguien que cree/ que mientras siga fiel/ a sus falsas, huidizas apariencias/ podrá sentirse vivo."
Un poema significativo en este sentido es "Variaciones sobre un tema clásico", en el que Valverde contrasta un río donde antes la gente se bañaba con su realidad actual, donde "han levantado un puente". Recuerda algunas de las escenas de Georges Seurat. Sólo que Seurat introduce en sus paisajes una ironía en la que conviven bañistas y fábricas, y que aquí, al oponerse, no da salida ni para atrás ni para adelante, lo que explica esa estasis antes mencionada: "En un gesto cobarde echo atrás la mirada./ Finjo ignorar aquello sospechado hace tiempo:/ que esa vana utopía que llamamos futuro/ rara vez nos compensa del más triste pasado."
Es interesante por eso mismo la manifiesta curiosidad por lo otro que sus poemas presentan, de Borges a Char y de Klee a Barragán, todos ellos creadores de un mundo altamente idiosincrásico. ¿Por qué entonces la sensación de no salir nunca de un valle idílico, con arroyos y carrascos y ruinas y muros centenarios y de un lenguaje que termina por sonar gastado? La explicación de esta asimetría se halla en el poema "Relación de los hechos", un monólogo dramático en el que el poeta mexicano José Carlos Becerra narra su propia muerte. Becerra era un poeta desaforadamente barroco, y aquí su habla se torna cristalina, como si la muerte lo hubiera despojado de retruécanos y regresado a un lenguaje diáfano. Ése es el desacomodo que este libro intenta ocultar pero que inevitablemente muestra, como si su autor ya no cupiera ni se sintiera a gusto en tanta holgura. El resultado termina por ser asfixiante, y un desasosiego recorre continuamente los poemas, aunque nunca termina de salir. Si en sus detalles cada poema tiene muchas virtudes, el conjunto provoca un soterrado malestar. –