Algo sabía de cárceles José Revueltas. Y, no menos, de desesperaciones. En una hoja suelta, nuestro autor anota una visión que surge frente a su celda de la crujía I: los prisioneros en situación de apando debían doblarse el pabellón de las orejas para poder sacar su cabeza por una rendija y apoyarla sobre la plancha de hierro que cance-
laba el postigo, con lo cual aparecían como Juan el Bautista después de la decapitación. Así, el cuerpo permanecía en la celda de confinamiento mejor conocida como apando, mientras la vista del reo, la vista de un solo ojo, quedaba relativamente libre. Por una parte, la situación de encarcelamiento especial; por otra, alguna necesidad de asomo, algún asomo de necesidad, cercenaban, aunque fuera por un instante, el cuerpo del apandado.
Situación extrema, necesidad desesperada: de tales premisas arrancó, muy probablemente, la concepción de la última novela que escribió Revueltas.
Otra nota. En el último de nueve desesperados apuntes hechos durante una huelga de hambre, quizá la que protagonizó junto con los líderes estudiantiles en diciembre de 1969, José Revueltas escribe: "¿En qué está mal mi país? Mi respuesta es poco ortodoxa: México tiene una enfermedad del alma, lo han enfermado del alma y necesita un alma nueva. ¿Qué quiero decir con este lenguaje tan poco científico y cómo puedo justificarlo?" Por supuesto que Revueltas no pensó publicar sin más esas notas, pensó algo todavía más extremista, pensó dejarlas a una posteridad multiplicadamente incierta en calidad de "documento último, testamentario".
Más todavía, en los dos apuntes iniciales había puesto: "He decidido suicidarme con la huelga de hambre. Quiere decir que conservo una esperanza débil de salir victorioso y vivir". Si ha decidido suicidarse es porque conserva una esperanza (débil, pero esperanza) de vivir. Apunte que Cioran firmaría por default. A su manera, el santo laico de la causa de la redención liberadora trasponía su situación de apando echando su deseo (al) más allá.
Por esa misma época, Revueltas abre su novela El apando encerrándonos en esa misma imagen del Bautista y en una paradoja. El ojo de un reo el ojo derecho de Polonio, para ser más precisos acosa los movimientos de los carceleros, también llamados monos. Monos, en su propia jaula, "todavía sin desesperación, sin desesperarse del todo". El primer enunciado excluye la desesperación, la pospone, la posterga. La desesperación aún no está. Sin embargo la frase inmediata admite que la desesperación está, aunque no del todo. Por fin, ¿están o no desesperados los monos? ¿Es posible imaginar una desesperación que aún no llega y que al mismo tiempo, sin ser total, ya está?
En la ficción, Polonio se encuentra en una cárcel dentro de la cárcel, en el apando, junto con otros dos prisioneros, Albino, su cómplice, y El Carajo, una miseria de hombre que, además de ser tuerto del ojo derecho, el único con el que es posible fisgar desde la rendija del apando, ha labrado en sus antebrazos sendos diapasones de guitarra con sus intentos de suicidio. Polonio ve al mono. El Carajo ve el cuerpo de Polonio. Y el narrador asimila la postura de Polonio a la imagen bíblica del Bautista sacrificado. Polonio y Albino esperan la llegada de quien les llevará treinta o cuarenta gramos de droga. El Carajo parece que "estuviera desesperado en absoluto", como si se pudiera estar desesperado en parte o absolutamente desesperado pero nunca sin desesperación, nunca en absoluto desesperado.
Desesperación significa, en su acepción primaria, desesperanza total, carencia total de esperanza. La desesperación está en un polo de quien espera algo bueno, porque también es posible estar esperando algo malo, pero entonces ya no se hablaría de esperanza; en el otro polo está la gratificación, el cumplimiento del deseo de lo bueno, la cristalización de lo esperado. La desesperación es la certeza de un destino chueco, contrario, adverso. Y, ¿qué bien podrían esperar personajes tan sobradamente carcelarios como los tres apandados de esta novela? Si acaso la libertad, pero los habitantes de esta ficción no esperan la libertad, ni como mal ni como bien. Y aunque sí esperen algo que habrán de introducirles sus visitas, la desesperación no aparece como producto de la tardanza de ese algo, la droga, un bien para ellos, sino como otro algo, un algo consustancial a la vida, tanto de ellos como de sus carceleros.
¿Pero la desesperación sólo es propia de esas vidas o involucra a cualquier vida de cualquier ser humano? A la vida, a cualquier vida, a la vida que sea, siempre y cuando sea dentro de este doble juego metafórico: la cárcel como una metáfora de la vida y la vida como una metáfora de la cárcel. Lo que conduce a plantear la vida desde una perspectiva específica, histórica, carente de libertad, enajenada: la perspectiva marxista que considera a la libertad como trascendencia del reino de la necesidad. En el reino de la necesidad todos los seres humanos somos cautivos de alguna o algunas enajenaciones. Somos prisioneros de la realidad (realidad histórica, agregamos con sospechosa prisa, porque si dejáramos a la realidad sin adjetivos podríamos incurrir en paradojas inquietantes o, peor, en el pecado de la heterodoxia, en ese derroche de plusvalía anímica que se llama pesimismo). El fin de la humanidad, diría un marxista, es pasar de la necesidad al reino de la libertad, y mientras ello no ocurra la vida será un problema, una potencia impotente, una virtualidad viciosa, enajenada. Y todo va de lo mejor… Lo malo es que no estamos seguros de que el planteamiento de Revueltas en El apando fuera acorde con esas convicciones.
Enmendemos el camino. Digamos que con una culpa metafísica a lo Jaspers, José Revueltas estaba convencido de que ningún ser humano podía permanecer ajeno a las grandes infamias, a los grandes envilecimientos. En consecuencia, el que hubiera cárceles y monos y apandos nos afectaba a todos por igual y de diversas maneras, la metáfora del apando y la situación paradójica de la desesperación consustancial que está sin haber llegado debía revelarnos nuestra situación de confinados a los que, misericordiosamente, se nos adiestraba en el arte (o en la maña) de extender nuestra visión utilizando un ojo, uno solo, el ojo derecho del zurdo que apunta "un arma cargada de futuro", que restira la esperanza y con ello genera la inminencia de la desesperanza.
Ahora bien, ¿cuál sería la correspondencia del apando en este contrapunteo de metáforas? El apando, como sabemos, es la cárcel dentro de la cárcel, es la celda de confinamiento con que se castiga a quienes transgreden la disciplina en un penal. En la novela, el apando es el aquí y ahora de tres prisioneros, la situación a la que han llegado por traficar con droga en la cárcel, el sitio al que las respectivas compañeras de Albino y Polonio, al igual que la mamá de El Carajo, deben acceder para dotarlos de droga. El apando constituye un grado todavía mayor de sujeción, cuanto menor espacio abarque en la "geometría enajenada" de la realidad mayor castigo infligirá a los prisioneros. El apando, pues, representa y constituye la degradación, deja sin grado al sujeto, al exacerbarle la sujeción lo desujeta, pero más que despersonalizarlo le abre una vía de fuga, le permite una liberación, no del yo sino de lo que sujeta al yo en una situación determinada aquí, el apando; en el otro lado de la metáfora, la conciencia, le da la posibilidad de asomarse a los otros desde una situación distinta y al hacerlo sorprende a esos otros en su esencial desesperación.
Porque no sólo el apando es la cárcel dentro de la cárcel. Los celadores de guardia también padecen encierro, están en algo con aspecto "de una cárcel aparte, una cárcel para los carceleros, una cárcel dentro de la cárcel". Cárceles dentro de la cárcel, todas por motivos de seguridad, una para seguridad de los carceleros, otra para seguridad en contra de los apandados, otra más que las comprende a ambas, todas para seguridad del Estado. Y esta última dentro de un universo también carcelario, constelado de opresiones concretas, diferenciadas. Así pareciera sentenciarlo desde la primera página el ojo derecho de Polonio cuando juzga a los carceleros, "crueles y sin memoria, mona y mono dentro del Paraíso", pues los ubica en la prisión ancestral de la raza humana, carentes todavía de la diferenciación sexual que confiere el deseo del otro, carentes no sólo de pasado sino de futuro, no sólo de memoria sino de deseo, de conciencia de la libertad. Más todavía: páginas adelante estos mismos monos adquirirán categoría de "monos universales". El Carajo se ve como si no terminara de salir del todo "del claustro materno, metido en el saco placentario, en la celda, rodeado de rejas, de monos, él también otro mono". E incluso los espermatozoides que se enfrentan al anticonceptivo son "multitud infinita de monos golpeando las puertas cerradas".
En consecuencia cada ser, por ser, padece una cárcel, una sujeción que le impide ser libre. Las compañeras de Albino y Polonio entran de visita en el penal bajo vigilancia estrecha y deben pasar por revisiones en las que la degradación adquiere barnices eróticos. La madre, por ser madre de El Carajo, aparte de estar entrampada en la maternidad se halla en el acto interminable de parir un engendro, y en el tiempo de la novela deberá también parir droga, porque su vagina, por decrépita, resulta el recurso insospechable para introducir esa suerte de líquido amniótico para un hijo que no acaba de nacer, un hijo cíclope, un hijo que ella tuvo con la culpa, con Nadie (con "naiden"), con el Dios iracundo y rencoroso de Dios en la tierra, el Dios que presta su dedo a los celadores para que inspeccionen vaginas juveniles en busca de droga y de algo más. Pero no sólo los seres humanos están bajo la sentencia, no. La celda es una matriz, la vida es una cárcel y viceversa(s).
Esta novela ya no resulta producto de un típico plan predeterminado de José Revueltas, no porque no se lo haya propuesto el autor (en este sentido resultaría interesante indagar a dónde puede llevarnos una confrontación entre el esquema previo del cuento "Dormir en tierra" y su realización final) sino porque dice más y dice menos de lo que el autor hubiera querido decir, dice otra cosa, trasciende y transgrede una ideología, expone la llaga de un mundo sin remedio, problema más desesperante cuanto más comprometido con la transformación revolucionaria estaba el planificador en cuestión. El apando sugiere los distintos grados de esclavitud de la vida, no por discretos u ocultos menos absolutos y terribles; pues si a falta de libertad física vamos, el apando está en un extremo de la falta de libertad, la cárcel normal está en un grado menor y así, sucesivamente, los estadios irían pasando por la enajenación social de la vida cotidiana, léase rutina, hasta el extremo contrario, las vacaciones y su consigna consiguiente, vacacionistas del mundo, uníos. Lo que deja fuera a la sacrosanta clase trabajadora.
Reduccionismos de escalera telescópica aparte, estamos no sólo ante la representación de un mundo sin libertad, también estamos ante la exposición de un mundo sin remedio. Pero entonces qué sentido tendría el ser revolucionario en un mundo sin remedio. La revolución no sería más que otra cárcel y la conciencia revolucionaria apenas constituiría otro modo de desesperación, otra sujeción. Lo cual no es novedad, ya un personaje anterior, Gregorio, pésimo publicista de la revolución (socialista y con mayúsculas) y "héroe" de Los días terrenales (1949), decía que ésta tenía por fin que "arrebatarles toda esperanza" a los humanos, entregarlos a la "verdadera desesperanza". Una revolución sin fe, diría Cioran. Sin fe, en el dossier Revueltas, no sólo por ausencia de un dios sino ante todo por la ausencia de los hombres, de las almas de los hombres. Y, por más que Marx hablara del alma en su famosa frase del opio del pueblo, la autocensura se echa una machincuepa: "¿qué quiero decir con este lenguaje?"
Por algo más que por costumbre, supongo yo, Revueltas llega a desenvolverse mejor, literariamente hablando, en el mundo de los signos de la cárcel. Antecedentes directos de El apando dentro de la obra revueltiana se encuentran en la novela Los muros de agua y en cuentos como "El quebranto" y "La conjetura". Pero amén de estos antecedentes penales hay un antecedente mucho más sugestivo: la evolución que va de Los días terrenales a Los errores (1964), donde la crítica a la opresión, la autocrítica de la crítica militante contra la opresión y la representación literaria del movimiento de lo real ganan en profundidad, en eficacia y en extensión. Y digo que antecede porque ese desenvolvimiento, ese progreso, alcanza su culminación en una novela de apenas cincuenta páginas. Esa novela se llama El apando.
Durante una charla con José Agustín en Casa del Lago, por ahí de 1971, José Revueltas definió a la literatura como el arte de expresar la mayor cantidad de cosas con el menor número posible de palabras. Y bien, aquí todo ocurre en el espacio de una crujía y transcurre en unos minutos, quizá en menos de media hora. Pero el perfeccionamiento de El apando va más allá de la síntesis lograda, en tanto que tal síntesis no sacrifica extensión ni intensidad ni minuciosidad. Síntesis dialéctica, ¿qué no?
El ojo de El Carajo, la entonación con que Polonio insulta a los celadores, la actitud de los tinterillos en el juzgado y los celos de Polonio por su compañera La Chata, al igual que la epifanía de ésta a partir de los manoseos a que la somete una celadora y que derivan en "la parte móvil de cierta desesperanzada eternidad", son apenas unos de muchos ejemplos de morosa y precisa descripción que contrastan con la posibilidad de enunciar la anécdota en una línea (intento de introducir droga en la cárcel, que se dificulta porque los destinatarios están en confinamiento), anécdota sencilla, tan universal aunque tan inverosímil como la de "La conjetura" (inverosimilitud en la novela, porque los capos del trafique carcelario en la realidad real no tienen ningún problema para hacer su trabajo, inverosimilitud en el cuento porque la tentativa de fuga de las Islas Marías se frustra debido al fútil estorbo del cólera en una piltrafa humana recurrente en los tinglados de José Revueltas, siendo que en la realidad real el cólera no se contagia con el simple contacto y mucho menos con la proximidad de un enfermo). Empero la verosimilitud es un asunto de táctica, no de estrategia. Esto es verdad más en éste que en ningún otro escritor mexicano.
Dicho sea con todo respeto, Revueltas no busca que le crean, si acaso busca convencernos de que la suya es una "representación novelística lo más completa posible de lo real", del movimiento de lo real, de la dirección de ese movimiento de lo real. Su ideal (materialista, y dialéctico, para más señas), sería explicarse y explicarnos qué quiere decir. Al margen de cuestiones ideológicas, todo creador está en lo mismo: el creador en principio busca crear, aunque para ello deba buscar cuestión de estilo que le crean, que crean en él. Cuando el Verbo se hizo carne, cierto creador que reclama para sí los derechos de autoría de todo lo visible y lo invisible debe haberse preguntado qué estaba queriendo decir con ese lenguaje, aunque tal vez su pregunta fuera ociosa pues se supone que Él, al igual que muchos narradores, es omnisciente.
En otras palabras, seguirá errando quien pretenda ponerse a discernir si la crítica de Revueltas a la realidad y a la humanidad en El apando se refiere a un momento histórico determinado o a la ahistórica eternidad y a la no menos ahistórica condición humana. Se equivocarán tanto quienes opten por asestarle el calificativo de pesimista como quienes pongan su flujo deseante al servicio de la defensa de tan malévola malinterpretación, porque ambas posturas se niegan a leer de manera creativa una propuesta literaria que si de alguna virtud puede preciarse es de ser precisamente eso, una propuesta. Propuesta que alcanza en El apando su máxima decantación, la mayor tensión ante las disyuntivas extraliterarias (¿optimista, ortodoxa, revolucionaria, científica?), propuesta que consigue negarse de la manera más redonda a proporcionar una respuesta que satisfaga los patrones de calidad de los guardianes de la moda y del orden establecido o que disculpe las molestias que ocasiona la obra (revolucionaria) de los guardianes de ortodoxias más o menos inteligentes.
El José Revueltas de El apando llega al límite ideológico de su exposición de la realidad y lo transgrede. Ahora quizá no tenga chiste verlo, pero en realidad toda su obra literaria apuntaba a este sentido. Revueltas siempre estuvo en la desesperanza pero sin desesperarse del todo. Más que situaciones atroces con consigna a un futuro providencial, Revueltas fraguaba situaciones límite para las que los personajes se mostraran tal cual eran, en su máxima desesperación, en su plenitud, en su hartazgo de lo real, hartados por lo real. Esa cabeza del Bautista por la que ya en obras anteriores había expresado fascinación se le aparece de pronto en eso real, en Lecumberri, en el ser del ser más prisionero, en un apandado. Una suerte de profecía personal se le cumple a quien está condenado a ser profeta desde que su propósito último es "representar literariamente el movimiento de lo real". Todo está dicho.
Sin forzar nada, con sólo doblarse las orejas para dejar de oír sonidos accesorios, adoptando la posición de un Bautista ya sacrificado por anunciar la redención, el peor prisionero, el francotirador zurdo, puede evadir su situación de apando y apuntar hacia afuera. Aunque al mismo tiempo observar el exterior desde dentro del apando requiera un esfuerzo igual al de nacer, sacar la cabeza "de la misma manera en que se extrae el feto de las entrañas maternas". Y también, por lo tanto, introducir la cabeza es un coito, un engendramiento, un penetrar la realidad de más allá. Y así, hasta el infinito. Pero el caso es que al volver a su confinamiento, el apandado rompe el cordón umbilical lumínico que le daba la visión de afuera, de otra situación, de una realidad donde había una libertad mayor, ni completa ni mucho menos absoluta, pero sí mayor… Y resulta que el arma no estaba cargada de futuro, y/o peor aún, ese futuro no estaba preñado de una ilustre humanidad exenta de esperanza, entregada a la "verdadera desesperanza", sino de simples monos, de suplicantes cachondas, de madres en un parto ciclópeo y de hades artificiales. Resulta que el movimiento de lo real se orientaba a continuar en movimiento real, a seguirse presentando más bien risueño e infeliz, más bien frutal y con gusanos (hartos), más bien trivial e indecible.
Reitero, José Revueltas se trasciende, traduce a la literatura su desesperación y engendra El apando en febrero y marzo de 1969. Y ya para el 5 de abril, de regreso de la literatura pero todavía con lenguaje poco científico, anota en su diario: "Ya estamos apostando a la Nada en el mundo contemporáneo. Una red invisible de ficciones nos rodea y luchamos prisioneros de ella como quien trata de desembarazarse de una tela de araña de la que no puede escapar. Todo comienza a ser desesperación pura y de todos se adueña de los mejores y de quienes mejor luchan una inconsciente conciencia suicida". Sin ironía, sin duda, él puede considerarse entre los mejores, entre quienes mejor luchaban, para constatarlo ese mismo 5 de abril, en una carta a los troskistas, el Revueltas traduttore/traditore traduce a la militancia su desesperación y saluda la aparición, "para el futuro más inmediato", de un "estado mayor revolucionario que agrupe a todos los marxistas leninistas independientes del mundo entero…"
Con El apando José Revueltas muestra, por si hiciera falta, que no sólo Whitman es infinito y contiene multitudes, que hay otros lenguajes, otros planos de conciencia, de hecho otra conciencia y, por qué no, otras razones. Y que introducirse en ello, aun a costa de una decapitación virtual, de un perder la cabeza, no conduce al irracionalismo cuando se posee la lucidez suficiente para dudar y cuando, ¡qué mejor!, no se halla respuesta satisfactoria a la formulación rutinaria de los auténticos creadores: "¿Qué quiero decir con este lenguaje…?" –