No hay futbol en Paz. Al cerrar una carta de 1935 a su recién adquirida novia “Helena”, le envía un beso a su cuñadito Albano y agrega: “dile que si quiere ir al futbol conmigo el domingo. No se te pase eso. Quiero ir con él. Cuando yo era chico también me llevaban al futbol.” Buen enamorado, había contagiado el amor a su novia a su familia. En la carta del día siguiente –en una carta en que acusa a los Garro de quererlo separar de ella– vuelve al asunto: “Respecto a Albano: te suplico que consigas de tu familia y de él que me acompañe al futbol el domingo. No se te olvide. Sobre esto me tienes que contestar. ¿O también me van a arrebatar a un niño que quiero y al que no le hago nada?” No tarda en entenderse su insistencia: otra carta inquiere de nuevo si permitirán al niño ir al juego y, en tal caso, “¿A ti te dejarán ir?”
Acudir al futbol con la novia y el niño lo ostentaba con una familia vicaria, mostraba su orgullo ante los amigos y garantizaba el respeto a sus suegros. No se sabe el desenlace, pero habría que imaginarlos en el graderío, con Paz apoyando al Necaxa proletario y Garro apoyando al antipático Club España: otro motivo para reñir.
Paz jugó futbol de niño (en escuela marista era casi obligatorio), pero prefería jugar a las guerras púnicas. Le interesó de joven la camaradería en el estadio, pero muy poco el juego. En un artículo reciente, el poeta Charles Simic (“Confesiones de un adicto al soccer”) narra que tuvo la mala fortuna de ser citado por Paz el mismo día en que México jugaba contra Italia en la copa mundial de 1994. Bebieron vino y charlaron, pero “para mi sorpresa y abatimiento, a la hora del juego, en vez de prender la tele, Paz y su esposa me llevaron a un restaurante”. Eran los únicos comensales. Paz discutía a Heidegger y Simic fingía idas al baño para enterarse con los meseros cómo iba el juego. Dice haber olvidado todo lo que dijo Paz ese día, pero no el resultado del juego que no vio: empate a uno.
Huerta jugó futbol con dedicación y fue, como bien se sabe, un tenaz atlantista. Muy chamaco, entrenaba de las seis a las ocho de la mañana y se hizo de una fama de gambetero que le permitió presumirse “un idolillo de la cancha” y que las muchachas le inventasen porras particulares. Llegó incluso a calcular seriamente hacerse profesional. En una crónica de 1937 (“Plástica de la alegría”) que recogí en el libro Aurora roja hace esta crónica sabrosa protagonizada por el mítico Horacio Casarín:
En los parques de fútbol, cabe el inquietante murmullo de centenares de espectadores, se agita la alegría, se agiganta solemnemente, deslizándose sobre el regado césped, o volando, saltando de una tribuna a otra, igual que duendecillo enfermo de nomadismo agudo. Sin mencionar las procacidades, que a ratos manchan, entorpecen el colorido de la pelea, son los gritos de animación y esperanza los dominadores en los campos de fut. Por ejemplo: ‘¡Casarín, Casarín, tira!’ Y Casarín, aprovechando codiciosamente un pase de Ortega, incrusta en la meta de los vascos la esférica, como diría un cronista deportivo. Y más: ‘¡Azpiri, Azpiri, despeja!’ Y Azpiri no deja que se lo repitan, y despeja con fuerza y seguridad, a pesar del asedio peligroso del tremendo chuteador que es Lángara. Y todavía: un ensordecedor homenaje al portero de los visitantes, el efectivo y cachazudo Blasco, o los bien ensayados gritos de la porra –tribuna poniente del Parque Asturias–, bien dirigidos, siempre alentadores, sintetizando la alegría verdadera, efervescente, no la alegría amerengada y chulesca de ciertos espectáculos cuyo nombre preferimos olvidar. Sí, y toda la vida, la alegría ligera y linda, como una serie de seguidillas albertianas.
La referencia a Rafael Alberti no es de merengue. Apasionado del fut, el andaluz había publicado en 1928 su “Oda a Platko”, el legendario portero húngaro del Barcelona que una vez se rifó el físico contra un delantero descomunal. Platko perdió la rifa entre un bosque de rodillas y tachones. Y ahí quedó el “rubio Platko, tronchado”. Lo sacaron del campo sin sentido y una herida de seis centímetros que dejó un dramático río de hemoglobina en el césped. En la enfermería lo atendieron como se pudo y exigió volver a la batalla. Apareció como un héroe homérico y, en medio de la ovación, retomó su sitio en la portería. El turbante de maharaja que le cubría la herida no tardó en caerse y así, como “un oso rubio de sangre”, terminó el juego antes de desmayarse de nueva cuenta. Al parecer, la fanaticada lo paseó triunfalmente, dice Alberti, como una “desmayada bandera en hombros por el campo”…
Sí. Ganó el Barcelona.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.