Ginebra. La enfermedad de las vacas locas ha traspasado las fronteras de la realidad mundana para adentrarse en los meandros de la ficción. Omisiones, intereses creados, protocolos utilitaristas y medidas erráticas en un ambiente totalmente mediatizado no han hecho más que opacar la necesidad de una mayor y mejor investigación científica. De hecho, lo que se requiere, incluso en la orgullosa Europa, es una verdadera cultura científica. La aparición de organismos transgénicos animales y vegetales; los problemas recurrentes con seres patógenos supuestamente mejor conocidos, como el que provoca la listeriosis, y que parecen agudizarse, al igual que el envenenamiento por nitratos; las secuelas por la ingestión voluptuosa de hormonas; el refinamiento de los mecanismos de defensa de las salmonellas; la presencia de dioxinas, son todos casos que parecen confabularse para acabar con la civilización. ¿Quiénes son los responsables de esta crisis sanitaria? ¿Es algo nuevo, síntoma de una sociedad compleja? ¿O se trata de una especie de catarsis periódica en el riesgoso negocio de vivir? Apenas hace cien años, la denuncia novelada sobre la vida de una familia inmigrante lituana que se gana la vida en los mataderos de reses de Chicago, del escritor Upton Sinclair (The Jungle, 1905), se vendía por miles y horrorizaba a las buenas familias. Pero, como nos lo recuerda Jean-Paul Gaudilière en La Recherche, las primeras medidas efectivas contra la posible contaminación de alimentos no fueron tomadas por los gobiernos, quienes hasta la fecha consideran a los científicos una especie de ciudadanos de segunda, sino por los industriales. En efecto, la consolidación de la ciencia pasteuriana impactó más profundamente a los empresarios de ramo en ese entonces (1870-1880) que a los gobiernos, hasta que finalmente todos entendieron la necesidad de establecer medidas sanitarias eficaces. Sin embargo, solemos olvidar que la vida es movimiento y las condiciones cambian. Las buenas rutinas de ayer se convierten a veces en pesadillas.
Además, es injusto creer que los científicos están coludidos con los empresarios y las autoridades. No ha sido así. Es el escepticismo propio de la ciencia lo que ha sido manipulado por quienes toman las decisiones, al menos en el caso concreto de las vacas locas. Cuando un científico dice: "La explicación de esto podría ser X, aunque existe la posibilidad de que sea Y", lo mueve por lo general su espíritu abierto y no su inseguridad atávica ni sus intereses políticos. Cuando el comité científico que examinó los primeros casos de encefalopatitis espongiforme bovina (EEB) advirtió que, aunque remota, existía la posibilidad de que esta enfermedad diera otro brinco inusual a una nueva especie, la humana por ejemplo, y que esto la haría aún más letal, las autoridades ignoraron esta advertencia. Además, la rigidez y miopía con que muchas instituciones educan a sus alumnos provocó que algunos médicos negaran, incluso hasta fecha reciente, las posibles conexiones de este mal y su forma humana. De cualquier manera, ni los reportes de control ni los métodos de análisis y rastreo de agentes patógenos podrían haber detectado la enfermedad antes de que apareciese el primer caso en vacas. En cambio, fue también un científico el que abrió la puerta. El bioquímico de la U. de California en San Francisco Stanley Prusiner propuso que no se trataba de ninguna forma virulenta conocida hasta ahora, sino de una proteína, llamada prión, la cual siempre actúa en grupo y en condiciones normales vive en la membrana de las células nerviosas e interviene en el proceso de transmisión neuronal. Una vez cumplida su misión el prión benigno es descompuesto por una enzima, la proteasa, y desaparece. Pero en su forma maligna estos priones inducen a los otros a transformarse. Entonces la proteasa deja de tener efecto y los priones se acumulan en las fibras nerviosas, provocando trastornos fatales.
La serie de eventos desastrosos que condujeron a la crisis actual en Europa y que afecta a las especies (incluidas gallinas, puercos y peces) durante décadas alimentadas con harinas de carne, huesos y restos de otros animales, entre ellos sesos de ovejas enfermas con encefalopatitis espongiforme (ES), amenaza con extenderse por todo el mundo. Y aunque ya se sospechaba que la ES no sólo afectaba a ovejas y que podía brincar a otra especie, ni algunos científicos ni las autoridades gubernamentales estuvieron dispuestos a aceptarlo sino después de varios años. Hoy sabemos que, en efecto, otros mamíferos podemos encontrar nuestra "versión" de esta enfermedad. La crisis tuvo su punto culminante en 1995, cuando surgió una variante humana, muy parecida a una rarísima enfermedad que afectaba a los seres humanos tiempo atrás, probablemente causada por la canibalización de la cadena alimenticia de los animales que constituye la base de nuestra nutrición. La ola de histeria y su contraparte estoica no se han hecho esperar. En una conferencia internacional científica en Ginebra sirvieron arroz con un guisado de carne de res. Ninguno de los doscientos participantes rechazó el plato. No obstante, los riesgos son reales. Nadie sabe el número de decesos que causará esta nueva forma del mal de Creutzfeldt-Jakob (VECJ) durante los próximos diez años (el tiempo que tardan en incubar los priones), aunque los más optimistas piensan que llegará a trescientas mil almas. Comparada con las verdaderas epidemias que azotan a la humanidad, esta cifra es insignificante. Sin embargo, sólo basta enterarse un poco sobre la manera en que mueren estas personas, la mayoría jóvenes, para comprender que el panorama puede ser aterrador. Se comienza con trastornos serios de la conducta, luego se pierden el control del movimiento y la vista, y finalmente llega la muerte, todo en semanas. Las autopsias realizadas en personas fallecidas muestran un tejido neuronal literalmente reventado por esta proliferación desenfrenada de proteínas.
Las cosas tampoco parecen ser como pregonan los milenaristas y freaks del vegetarianismo. En 1905 se culpaba a la carne de res del envenenamiento de las masas. El animal que hace para nosotros magia cuando come pasto, pues transforma la energía del sol en proteínas, era el enemigo en casa. Hoy vuelve a ser objeto de todas nuestras culpas y excesos. Darle de comer a los que puedan pagar el precio, cumplir sus exigencias, incluso sus caprichos, e inducir su apetito bajo razones comerciales, tiene consecuencias, tarde o temprano. Tal vez lo que necesitamos no sea una legión de superhéroes biónicos sino priónicos. O simplemente tener la cabeza fría y los ojos bien abiertos frente al productivismo a ultranza. –
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).