A través del uso original e irónico de objetos cotidianos, Gabriel Orozco critica el trabajo del artista contemporáneo y su percepción pública. Ahora, después de su éxito internacional, el Museo Tamayo presenta una retrospectiva de su polémica obra.
Gabriel Orozco (1965), uno de los artistas mexicanos con mayor proyección internacional, expone hasta febrero de 2001 en el Museo Rufino Tamayo. Inserto en la cultura estética actual caracterizada por recoger y reformular las propuestas artísticas de todo el siglo XX, Orozco hace de esa reformulación una ajustada precisión visual. La ironía, la broma y la sutileza son algunas de las pautas que atraviesan su obra. También la repetición de un acto: recorrer las calles de París (donde vive gran parte del año) en una motocicleta Schwalbe, hasta encontrar otra idéntica y fotografiarlas juntas en una serie que ocupa todo un amplio muro. El resultado: imágenes casi iguales que son consecuencia de una acción capaz de producir un único punto narrativo, el ya descrito: circular en la Schwalbe hasta encontrar otra Schwalbe. ¿Recuerda el lector la película Corre, Lola, corre? La traducción al español de este título alude al mecanismo repetitivo que se cierra en círculo. Pero en dicho filme también hay apertura anecdótica y hay drama. En la producción de Orozco, por el contrario, no hay dramatización, hay una bien dosificada reflexión. La herencia de Andy Warhol y de la ya consolidada estética del performance es evidente en este y otros periplos por distintas geografías hechos por el artista mexicano.
Warhol, Duchamp y Joseph Beuys conforman los paradigmas de un sustrato cultural que está presente en Gabriel Orozco. Los dos primeros mediante reprocesadas y deliberadas citas; el tercero de una manera mucho más in-termediada. En lugar de la Coca-Cola warholiana está la mexicanísima cerveza Sol ocupando una gigantesca pared para cuestionar, o simplemente datar, la masiva profusión urbana de la publicidad. La obra se titula Mural del sol (2000), recordando al muralismo en una adecuación desenfadada y desacralizadora de dicho movimiento nacional, empleando un motivo de esta época. La glosa de Marcel Duchamp se hace presente en las cuatro bicicletas que, por la manera en que están unidas, pierden su uso y, metafóricamente, su rumbo, en alusión a las ideas que hablan de la falta de caminos en el arte actual.
Orozco rebate tales ideas titulando a ese ensamble Siempre hay una dirección.
Y en tal contexto, este autor pendula entre la cultura de masas y lo que siempre fue considerado alta cultura, pero ejecuta una torsión sobre la segunda porque la procesa desde códigos comunes y utilitarios. Por ejemplo, Tonos de marcar (1992) es un largo y angosto rollo de papel blanco, sobre el que pegó pequeñas tiras arrancadas de un directorio telefónico. El resultado: una finísima evocación del papiro que emparenta a esta obra con el minimalismo abstracto. De análogo modo: un Instrumento de viento (1990) hecho con toscos trozos de madera se convierte en una escultura, que guarda cierta relación con la nueva escultura inglesa. El Mural del sol toca también lo espectacular, otra pauta estética de esta época masmediática en la que el industrializado futbol soccer y el americano exaltan a las multitudes desde televisores de gran tamaño. Gabriel Orozco traslada ambos depor-tes a sus impresiones computarizadas. Reproduce y altera suavemente lo representado mediante esferas planas que crean cierto efecto distanciador pero no rompe la seducción provocada por la velocidad de los cuerpos, el pase rápido, la pelota en el aire entrando a la portería, el juego y el fuera de juego. Similar magnetismo producen sus mesas de ping pong para ser usadas por el público, su elevador acortado y su flamante Citröen angostado, cuya visión convoca otro de los iconos del mundo contemporáneo: el automóvil como una prolongación de la libido. Aun con sus alteraciones, estos objetos tienden a suprimir los bordes entre artificio y realidad, crean un empalme de realidades que reúne gozosamente a ambas categorías. Pero a veces le pone trampas a esa indiferenciación; tal es el caso de los "ventiladores toilet" (1997-2000), en los que colocó, sobre las astas de estos aparatos, rollos de papel higiénico colgantes que cuando se activan comienzan a girar y ni ventila-dores ni papel se distinguen a primera vista.
Gabriel Orozco no se limita a lo impactante (léase las mesas de ping pong, el coche, el elevador), incluye también al objeto nimio, como una caja de zapatos vacía: otra humorada que puede desconcertar al observador desprevenido. Además, vuelve a vincularse con la abstracción minimal con sus esferas volumétricas. Todo ello surcado por un acentuado esteticismo. –