¿De quién es Europa?

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No hace mucho participé en Helsinki en un encuentro acerca del futuro de Europa. O para ser más exactos, su propiedad: Europa ¿de quién? (Whose Europe?) Cuando recibí la invitación, les pregunté a los organizadores, de la universidad de Helsinki, si estaban seguros de a quién invitaban, pues de entrada yo nunca reconozco la propiedad de ningún sitio, ni siquiera la de quienes figuran como dueños oficiales, que suelen ser quienes allí nacieron. Como con paciencia escandinava y arrojo finlandés me dijeran que sí (es notorio que son un pueblo peculiar, históricamente empeñado en hacer las cosas a su modo), allí fui, pues, a decirlo: Europa de nadie.
     Pese a que al encuentro habíamos sido convocadas personas sin más título que el de pensadores independientes, sí había, para empezar, una significativa dependencia: Historiadores, novelistas, sociólogos, cristianos, protestantes, judíos o musulmanes, hombres, mujeres u otros, los allí reunidos lo hacíamos en representación de los cuarenta países que más o menos intentan cohabitar hoy en el continente, si no más viejo de los conocidos, con toda probabilidad el más baqueteado.
     Y esa fue una de las dificultades más sobresalientes de cinco días de debate, como es de imaginar, irresumibles: encontrar la lengua común en la que, a comienzos del siglo XXI, sigue siendo babélica Europa.
     No hay que imaginar que andábamos con intérpretes y diccionarios: todos hablábamos en inglés, y la rusa, la berlinesa y el eslovaco, como si lo hubiesen inventado ellos. La dificultad, aunque cueste entenderlo, era precisamente esa: el inglés, un filósofo que hablaba como un terrateniente expropiado, acertó a expresarlo al señalar que se sentía desnudo pues todo el mundo hablaba inglés y, además, tenía una lengua propia en la que refugiarse. Un lenguaje bélico e inquietante que se neutralizaba un tanto cuando dijo que el puerto es el símbolo de Europa.
     Quizá. Pero allí los del sur, que es donde más puertos hay, apenas pintábamos gran cosa. Aunque sólo fuera por número, el peso de la reunión recaía sobre antiguos comunistas y representantes de los Balcanes, seriamente afectados, dijo uno de ellos, porque Europa tiene una "mentalidad de club" y no les permite entrar. Pero entrar… ¿dónde? Ya que ¿cómo se puede entrar en un sitio al que ya se pertenece?
     Y al que no todos quieren entrar. Según el estonio, es discutible que su país quiera pertenecer realmente a Europa. A donde realmente le gustaría unirse es a Estados Unidos, un sentimiento compartido de forma explícita por más de un antiguo comunista —la sofisticada rusa llegó al extremismo radical de no querer bajo ningún concepto encontrar nada discutible en la estética de McDonald's—, con lo cual sobre la reunión planeó la sombra (como dicen los cronistas) de una posibilidad que hasta el momento sólo se había contado en La balsa de piedra, una novela de Saramago: ¿Qué ocurriría si estos secesionistas llegaran al poder y una parte del centro de Europa se desprendiera como un iceberg recalentado y fuese navegando por el Atlántico hacia Estados Unidos?
     Hubo más cosas, por supuesto, pero no muchas más ni muy distintas que las que surgirían en una reunión de africanos o americanos, esencialmente resumidas en la pregunta: Qué somos. O casi mejor: quiénes somos… quiénes somos realmente pues, aunque parezca mentira, en los albores del siglo XXI no sólo no está claro sino que la cosa se complica.
     No estoy seguro de que esa hubiese sido la discusión en Asia, pues, como no se le escapa a nadie, Asia es, sigue siendo, enigmática y oscura. Por eso precisamente —y porque a los del sur nos miraban como algo más bien pintoresco—, por eso yo opté por hablar de China.
     En China —le conté en la sesión de clausura a un público exhausto—, en China tuve hace dos años una experiencia que nadie debería perderse: la de ir, a ser posible solo, a un lugar en verdad alejado de donde uno ha nacido, y convivir un tiempo con gente realmente distinta, y que es la misma buena gente que hay en todas partes. Se termina por comprender —o por recordar— una idea sencilla y esencial para vivir, y que por un lamentable equívoco hemos extraviado en algún sitio: y es que el mundo nos pertenece. Somos de todo el mundo y por consiguiente el mundo, por mucho que se agiten los de las banderas, nunca es propiedad de nadie. Europa tampoco. –
     — Pedro Sorela

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(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).


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