Mesa redonda con Todd Gitlin. El imperio de la cultura feliz

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Letras Libres invitó a Todd Gitlin, el autor de The Twilight of Common Dreams: why America Is Wracked by Culture Wars y The Sixties: Years of Hope, Days of Rage, y otros títulos sobre la cultura popular estadounidense, a sostener un diálogo en México con Carlos Monsiváis, el escritor nacional que, quizá, mejor ha entendido la idiosincrasia estadounidense. El encuentro tuvo lugar en las oficinas de la revista y, al calor de la charla, se sumaron a este diálogo el director de cine Hank Heifetz, el dramaturgo Hugo Hiriart y el historiador Enrique Krauze.
     Todd Gitlin. Iniciaré con una explicación tal vez muy esquemática de por qué la cultura popular estadounidense ha sido tan exitosa. Durante muchos años se ha creído que Estados Unidos pudo exportar su cultura al resto del mundo por las mismas razones por las que se impuso en otros campos, es decir, por el uso de lo que podríamos llamar un mecanismo imperialista.
     Luego la gente se habría acostumbrado a consumir objetos culturales estadounidenses y hoy no puede vivir sin ellos. Yo opino que el éxito de la cultura estadounidense no está sólo en función del poderío económico del país, sino también de la oferta cultural misma. Veamos. El inglés es una gran ventaja: es el idioma más hablado en el mundo como segunda lengua. Luego, la sociedad estadounidense es tan diversa que, cuando algo tiene éxito en el país, significa que ha sido probado por diversos públicos, tan distintos como el mundo mismo. Además, la cultura popular estadounidense ha sido popular desde sus orígenes. Las descripciones de Alexis de Tocqueville en el segundo tomo de La democracia en América son impresionantes. Uno reconoce allí la cultura estadounidense contemporánea. Tocqueville dice que los estadounidenses son buenos produciendo muchos bienes imperfectos, a diferencia de la cultura aristocrática europea, que privilegia los objetos refinados, producidos por artesanos que se han transmitido los secretos de su oficio por generaciones. Los estadounidenses, al contrario, producen más cosas y más rápido, objetos imperfectos que no provocan una reacción refinada sino que tienen un efecto instintivo. La cultura estadounidense es melodramática, sensacionalista. Incita las emociones antes que la contemplación. Además, ha sido muy exitosa porque no ha tenido verdaderos competidores en el mundo. Los ingleses no tienen una verdadera cultura popular, la suya es alta cultura filtrada a las clases medias a través de la BBC. Se puede decir lo mismo de los franceses. ¿Los rusos? La cultura rusa es ideológica. No hay competencia. ¿India? India es un caso interesante. Tienen una verdadera industria cinematográfica que, sin embargo, no puede salir del país. La cultura estadounidense, además, es una cultura feliz. Disney, por ejemplo, transmite sensaciones e imágenes de inocencia, dulzura, y esto no es trivial para explicar su popularidad. Estamos hablando de una cultura que apela al infante que todos llevamos dentro. Pero la cultura estadounidense es también volcánica, como los niños. Parte de su atractivo es el incesante movimiento de las películas de acción, que tienen una cualidad casi narcótica. Otro aspecto sumamente atractivo es el hecho de que la cultura estadounidense se especializa en dignificar a la gente ordinaria. El ideal fundador de la cultura estadounidense es que el pueblo es sincero y las autoridades corruptas o tontas; es una ideología que apela al deseo de la gente de liberarse de sus circunstancias.
      
     Carlos Monsiváis. Creo que Todd tocó muchos puntos interesantes. En efecto, es casi instantáneo el éxito mundial de la cultura popular estadounidense. Y sus productos más notorios admiten varias lecturas, salvo por Star Wars, que es la infantilización del planeta, y por el anticomunismo, que se convierte con rapidez en ideología de masas en países pobres. Aparte de esto, ya se reconoce la necesidad de visiones más complejas de esta industria cultural. Por ejemplo, Walt Disney no sólo tiene obras maestras (Pinocho, Blanca Nieves y los siete enanos, Bambi): también promueve una mirada distinta sobre los animales, y son muchísimos los que desde niños, al ver Bambi, renuncian a la cacería y a los ideales de Charlton Heston al frente de la National Rifle Association.Y desde luego es abrumadora la influencia de Hollywood en su conjunto. Para empezar, modifica numerosas prácticas de la vida cotidiana.
     Ilya Ehrenburg sostuvo célebremente que el cine es una fábrica de sueños. Es distinta mi impresión al observar las consecuencias del cine, y en particular del estadounidense en América Latina: más bien es una escuela de comportamientos. Se aprende no tanto de sueños como de costumbres y paisajes y nuevas actitudes. El cine es el primer boceto de la globalización. Por delirante que sea Hollywood, se asume no como la verdad sino como aquello que quisiéramos verdadero. Es una invitación al viaje, a abandonar la sensación de que el pueblo, la ciudad o el país en que se vive es una cárcel. En este sentido, Hollywood es liberador. El escritor argentino Manuel Puig solía referir la experiencia de su pueblo, Coronel Vallejos, y las consecuencias muy positivas del close up femenino y de los papeles de mujeres independientes, como Katherine Hepburn y Barbara Stanwyck, porque daban la sensación de que la vida femenina podía ser de una manera distinta. Se cambia a las vírgenes y las santas por las diosas paganas de la pantalla.
     Ahora bien, con la Segunda Guerra Mundial el cine mexicano tiene la oportunidad de competir en América Latina con un cine estadounidense involucrado en el esfuerzo bélico. El momento es extraordinario y las películas mexicanas se incorporan al imaginario colectivo como un recurso válido de la fantasía y el aprendizaje de la familia (el melodrama es, si algo, un gran training familiar en la primera mitad del siglo XX). Y el cine es el primer gran espejo colectivo o, si la metáfora está muy gastada, el primer retrato ideal no de las comunidades sino de los escenarios que las comunidades encuentran divertidos o entretenidos. Por fin, la comunidad puede verse de conjunto, a modo de un vértigo estacionario, por así decirlo. Nunca antes el mexicano se había contemplado como algo distinto a un confuso paisaje de masas en la historia. La Revolución Mexicana incorpora a los excluidos (casi todos) a escenarios de prestigio (el Pueblo, la República) y los representa a través del panning de rostros y actitudes, pero hasta allí llega. Y ya que “la Historia” sólo ocurre sentimentalmente unos cuantos días al año, al cine le deben los mexicanos la oportunidad de observarse en el plano de todos los días, oportunidad compartida por otras sociedades latinoamericanas.
     Los espectadores exigen voces, situaciones, paisajes, chistes, en donde se reconozcan. Por eso, el cine nacional toma lo que puede de Hollywood, lo asimila, lo recrea, lo dispersa. Y en el camino, la cultura popular urbana de México descubre su estrategia predilecta: imitar y olvidarse muy pronto del modelo original. Así, el melodrama del cine mexicano usa en principio de los modelos español y francés para verterlos en estructuras de Hollywood, pero pronto desdeña arquetipos y estereotipos y se decide por los suyos, más efectistas, llorosos, autodestructivos, desbordados. El melodrama desdeña cualquier contención y es tan delirante que es al mismo tiempo comedia, pesadilla, sueño, gran guiñol. Se independiza de Hollywood y se convierte en un producto propio. Uno de nuestros magnos símbolos nacionales, Jorge Negrete, en su primer momento es una traducción de Roy Rogers. En su primera película, filmada en Hollywood, se llama George Negrete. Ya luego se convierte en el charro cantor, algo realmente original; lamentable pero original.
     TG. Es cierto, la cultura estadounidense es de una gran adaptabilidad. Hay algo que no es específico en la cultura popular estadounidense, en el sentido de que no viene de ningún lado. Tal vez no sea un accidente que una de las películas de mayor éxito, Titanic, en realidad no ocurre en un lugar específico. Y esto me lleva a subrayar algo de lo que ya hablé. En los Estados Unidos nadie habla ya de cultura de masas y existe una buena razón: la cultura se ha diversificado. La cultura de masas en Estados Unidos tiene ya una fecha de inicio y de final. Comienza con las canciones de la Guerra Civil, a mediados del siglo pasado, pasa por los primeros años del auge de Hollywood, luego por las grandes orquestas —Frank Sinatra, Tommy Dorsey, Ella Fitzgerald—, de allí a Lo que el viento se llevó, Humphrey Bogart, las grandes producciones, y entonces se rompe. Los grandes estudios cinematográficos, que produjeron la cultura popular global, la cultura que todo el mundo conocía, se colapsan. Bueno, la década de los sesenta rompió todo esto, con el surgimiento de un nuevo fenómeno, que es distinto al de la cultura de masas: la cultura de la juventud. Elvis Presley es uno de los primeros ejemplos de esta segmentación por edades. Mis padres pensaban que eso no era música, sino puro ruido. En los sesenta, la cultura de la juventud se convirtió en una nueva cultura casi universal (teníamos Motown, intelectuales negros a los que les gustaba Bob Dylan, intelectuales blancos a los que les gustaba James Brown y Otis Redding), pero a partir de entonces no hay más una cultura unificada. Ahora todo está segmentado. A este fenómeno hay que agregarle otro: las universidades empiezan a apropiarse de la cultura popular. La gente comenzó a usar un vocabulario crítico que importó de los departamentos de literatura inglesa de las universidades para describir, por ejemplo, la manera que alguien tiene de tocar la guitarra eléctrica, como si estuvieran hablando de Beethoven o de Charles Ives. Ahora tenemos culturas segmentadas que importan elementos de la alta cultura; de ahí, por ejemplo, las referencias de Bob Dylan a Ezra Pound.
     CM. En América Latina ha sido distinta la relación con la llamada “alta cultura”. Hasta fechas recientes, no ha sido tanto una imposición elitista como un reconocimiento de los grandes logros de las artes y las humanidades en un medio reacio a admitirlos, y ha sido un dique a la barbarie del antiintelectualismo. En el ámbito de gobernantes felices en su analfabetismo, de caciques que en cuanto oyen la palabra cultura ocultan su diccionario, y de clérigos intolerantes con la diversidad, insistir en la cultura y la erudición es una tarea civilizadora. Durante mucho tiempo la “alta cultura” es la única concebible. Al surgir como idea y descripción, la cultura popular urbana se define en la práctica como el proceso de selección estricta de ofertas de la industria cultural, incorporadas a los hábitos de vecindario y familia. Esto explica a Pedro Infante y Pérez Prado, al bolero y la canción ranchera, al melodrama y el cine de rumberas, al regocijo ante las “malas palabras” y el estilo del dandy del arrabal, a Daniel Santos y Chelo Silva. Esto termina en los años sesenta. Ya para la década siguiente, sin previo acuerdo académico o comunitario, la cultura popular se distingue de la cultura de masas. Esto es lo que hoy domina, y la inmensa mayoría de sus productos es tan efímera que olvidarla es una exigencia del consumo.
     TG. En Estados Unidos hemos leído sobre estudiantes latinoamericanos, gente común, que tiene gustos literarios que admiramos, como Neruda y García Márquez. ¿Qué ha pasado con esa cultura seria que es, al mismo tiempo, popular?
     CM. Se ha perdido casi por completo. Ya no hay hábito de oír poesía, ni de leer, y el único vínculo tenue o difamatorio con la poesía son las letras de las canciones.
     TG. ¿Por la televisión?
     CM. Simplemente porque se han extraviado o desvanecido los rudimentos de la cultura literaria. Quedan residuos, intuiciones, entusiasmos casi heredados históricamente, pero no hay la mínima capacidad formal de gozar un poema. Por otra parte, el proceso se da en casi todas las partes del mundo. En las escuelas desapareció la obligación de memorizar poesía, y como la lectura de grandes poemas requiere por lo común de una capacitación literaria, pocos se acercan.
      
     Hugo Hiriart. Tal vez lo encuentres extraño, pero ahora un muchacho puede pasar la primaria, la secundaria y la preparatoria sin leer un poema en la escuela.
     TG. ¿Cómo pasó?
     CM. Cambiaron el currículum.
     TG. ¿Se considera esto como una reforma progresista, antielitista?

;CM. Al principio se consideró algo parecido a un método de avanzada. Se cambió el currículum para adaptarlo a los nuevos tiempos. Memorizar era una pérdidad de tiempo y, además, lo urgente es la tecnología, no la literatura. Sólo quedaron unos cuantos exponentes del gran pacto social de otras épocas. En 1973, en Santiago, los asistentes al entierro de Pablo Neruda, en actitud de reto a los golpistas, decían en voz muy alta sus poemas. Fue un episodio conmovedor, un ejemplo de la especie al borde de la extinción, los amantes de la poesía.
     HH. Quisiera preguntarle a Todd qué piensa de los gossip shows. En México tenemos Ventaneando, que ha llegado a tener una audiencia realmente grande. Monsiváis y yo, que hemos hablado de esto, pensamos que la televisión es un misterio. ¿Cómo es posible que la gente vea una cosa tan idiota? También quiero preguntarle a Todd sobre los psicological talk shows, como Cristina.
     CM. Creo que la serie de Cristina es a la vez deleznable e importante. Fomenta industrialmente el morbo y es fatídica en este sentido, pero también normaliza la experiencia de los actos considerados “aberrantes”.
     TG. Sí, uno de mis ex alumnos ha presentado ese mismo argumento. Los talk shows tienen un lado progresista. Yo estoy de acuerdo con lo que dicen los sociólogos sobre el chisme: que es el cemento que une a los individuos en las sociedades urbanas. En los pueblos la gente habla de la gente que conoce. Pero hoy, la mayoría de las personas vive en la ciudad, y sus puntos de referencia son las cosas conocidas por todos, y éstas, en las ciudades, son las estrellas del mundo del espectáculo, o los deportistas. Tocqueville dijo que la envidia era el sentimiento democrático por excelencia. Nuestra sociedad es formalmente igualitaria pero de hecho desigual, y parte de esa desigualdad es necesaria. ¿Cómo lidiala gente con esta igualdad formal, pero desigualdad de hecho? La relación que tiene con las celebridades nos da una respuesta. Por un lado, las admira, le producen placer estético. Por otro lado, las envidia. El chisme alrededor de las grandes estrellas sirve para bajarlas a nuestro nivel, tal vez a un nivel incluso más bajo. Las estrellas aparecen como drogadictos, son infieles, tienen sida. Encontramos placer en elevarlas a las alturas y luego verlas caer. Creo que esto no es exclusivo de los Estados Unidos, pero hay una especie de patrón en la biografía de las celebridades. Ascienden meteóricamente, se meten en problemas, sus carreras se desintegran y luego se rescatan y vuelven a nacer. Scott Fitzgerald dijo que no hay segundos actos en los Estados Unidos. Estaba completamente equivocado. Todo lo que tenemos es en realidad un segundo acto.
     Pero déjenme hablar de la nueva etapa en este asunto: el strip-tease de la personalidad, el drama de la confesión y la autorrevelación, la historia tipo “mi esposa durmió con mi hermana”. Todo comenzó con Phil Donahue, un hombre bien parecido, inteligente, de izquierda, interesado en cuestiones políticas. Luego salió al aire Oprah Winfrey. Ella hizo que la gente llorara, que revelara sus secretos. Donahue se asqueó por lo que estaba pasando, perdió audiencia y dejó el programa. Ahora Oprah está asediada por la proliferación de estos espectáculos de autorrevelación, y es ella la que está hablando de abandonar sus programas, porque no quiere competir con esta nueva generación de programas que tratan asuntos aún más personales como “yo era gay pero me di cuenta a tiempo de que era heterosexual…”
     CM. O qué tal: “Yo era gay pero encontré a un obispo…”
     TG. Sí, una gran cantidad de estos programas trata sobre ilusiones sexuales. Uno de mis estudiantes, Joshua Gamson, escribió un libro sobre estos talk shows, llamado Freaks talk back (Los raros responden). Dice que es verdad que estos espectáculos son degradantes; pero los espectáculos de esta naturaleza ayudaron a la población gay de los Estados Unidos a hacer visibles muchos de sus problemas y la gente los tomó en serio.
     CM. A esto me refería. En la población hispanohablante de los Estados Unidos, y en América Latina, Cristina Saralegui logró algo considerable: transformar el escándalo en chisme. Intento explicarme: el escándalo ha quedado reservado casi exclusivamente para la política en su versión más saqueadora y fraudulenta, y en el capítulo de la moral la energía denunciatoria se ha gastado, salvo en el caso de las respuestas a violaciones, violencia familiar y abuso de menores que, en rigor, se escapan del escándalo para entrar en el territorio de las exigencias justas. Y por eso el espionaje parroquial de vecinos, amigos y familiares, gracias a la explosión demográfica y programas como Cristina, ha ido del escándalo al chisme, más volátil y, en el caso de las grandes ciudades, insignificante en extremo.
      
     Enrique Krauze. Quiero agregar una cosa. Aunque, en efecto, programas como Cristina (que no es mexicano) o Ventaneando están teniendo cierto éxito, no se han desarrollado más en México, probablemente por las mismas razones por las que no tenemos una tradición de estudios biográficos. El interés de la gente en la vida personal de los demás es algo que por alguna razón no es importante en nuestra cultura. Se ve como algo incorrecto, no adecuado. México se está abriendo apenas a este interés. Por su puesto que la gente es muy chismosa, pero hay una suerte de hipocresía a este respecto.
     CM. No nos olvidemos de la censura. La serie de Cristina ha sido censurada en México. Así como la ven, hay quienes la juzgan peligrosa en el alto clero y en la baja derecha. Se transmite en televisión por cable desde la ocasión, tal vez memorable, en que el obispo Cervantes Reynoso de Cuernavaca fue al programa a discutir. A partir de la derrota ostensible del obispo, el programa salió de la televisión regular.
     EK. Me gustaría que habláramos de la lengua, de las influencias del inglés sobre el español y viceversa.
      
     Hank Heifetz. Yo creo que hay que tener cuidado con eso, porque ese énfasis en que el español no se debe contaminar me parece sumamente reaccionario.
     EK. Ésa no es mi posición. He notado, por ejemplo, que algunos adolescentes están creando cosas estupendas, no sólo música, sino también literatura, por su familiaridad con el inglés.
     CM. La influencia omnímoda del inglés en los nuevos vocablos es inevitable y enriquecedora. Se incorporan las voces, y al rato uno escucha comentarios del tipo de: “Nunca mandes un e-mail depués de comer” o “¿Cómo se dice look en inglés?” El problema para mí no es ése sino la confusión babélica al destruirse o corroerse la estructura sintáctica del español. Esto sí es serio. Cuando oigo a funcionarios o empresarios hablar en la televisión, para entenderlos debo imaginarme lo que dicen en inglés y luego traducirlo al español. Así al menos me doy una idea. La incomunicación actual se origina en buena medida en la ignorancia del inglés y del español que padece la clase dirigente.
     EK. Las personas de origen hispano van a tener una gran influencia demográfica en los Estados Unidos. Es obvio que los estadounidenses no han reconocido lo que esto significa en el no tan largo plazo. ¿Qué es lo que puede hacerse para despertar la conciencia crítica en la opinión pública?
     TG. Esto abre un área de discusión enorme. Primero que nada, hay una cultura hispana que es muy importante en los Estados Unidos, pero que tiene poco contacto con el resto de la cultura del norte de Estados Unidos. Hay un culto a Selena que es mucho más amplio que el culto a Elvis Presley en ciertos sectores, pero la mayoría de los estadounidenses blancos o negros no saben quién es. Luego, vamos a hablar de ciertas realidades demográficas. El porcentaje de hispanos en los Estados Unidos es de un poco más del diez. El de negros es del doce. Debido a la tasa de natalidad, parece claro que el número de hispanos excederá el número de negros en los próximos años. Pero la pregunta es difícil de contestar, porque a pesar de que hay un reconocimiento en los Estados Unidos de que el porcentaje de los blancos está declinando, la mayoría de la gente en realidad piensa que el número de negros es mucho mayor. En una encuesta de hace unos años sobre cómo pensaba la gente que estaba conformado demográficamente el país, blancos, negros, asiáticos e hispanos contestaron con sorprendente congruencia que el 50% de los estadounidenses eran blancos, el 25% eran negros, el 15% hispanos y el 10% asiáticos. ¿Por qué? Creo que los blancos están temerosos de que la raza blanca esté declinando. Para los negros, esta distorsión tiene que ver con el deseo de que haya más negros. El país tiene todavía una mayoría blanca, y anticipar cómo o con qué los estadounidenses se van a identificar en cien años es algo realmente presuntuoso. Hay un demógrafo que dice que si tomamos a cualquier familia blanca en Estados Unidos, alguien de esa familia es producto de una relación que hace dos generaciones hubiera sido impensable, como irlandés y judío. Así que no sabemos cómo va a ser la población hispana en el 2050. El crisol americano sigue fundiendo las razas. Creo que el problema de integración estadounidense es fundamentalmente entre blancos y negros. –

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