El martes 23 de marzo a eso de las seis de la tarde me encaminé manejando mi coche rumbo al Palacio de Bellas Artes. Llegué, cosa rara, muy aprisa, y hallé cajón vacío sin dificultad en el estacionamiento Plaza Bellas Artes (trece pesos la hora). No hay amenidad ni goce de vivir en un estacionamiento, ¿por qué serán tan lóbregos y antiestéticos? Salí a la luz, pero no me dirigí al Palacio, sino a la Librería Porrúa, que queda enfrente. Es librería de abogados y quería comprar el Código Penal del DF, no porque ande metido en líos, sino porque pocas cosas me gustan más que leer códigos: no sólo plantean problemas de formulación interesantes, de configuración de delitos, por ejemplo, sino son espejo fiel de las conductas del animalito humano, y su precisión y claridad verbal constituyen para mí un ideal estético. Así pues, adquirí el tradicional volumen amarillo (módicos veinte pesos) y contento regresé mi camino hacia el Palacio.
Ahí me esperaba la sorpresa de hallar una compacta multitud. ¿Es posible, me dije, que tanta gente venga a oír el recital poético de Haroldo de Campos?, ¿tanto ha progresado la cultura en México que ya se agolpan masas anhelantes de oír a un refinado y exquisito poeta brasileño? “La conferencia va a ser en la sala grande”, me informó un empleado, “a las ocho”. Tenía tiempo y resolví tomarme un café. Caminé meditante hacia el café: “algo no funciona aquí”, pensaba, “¿el recital en la inmensa sala grande?, no, imposible”. Entonces vi a mi viejo amigo Felipe Leal llegar muy sonriente, como es él, caminando, y mis sospechas se redoblaron: Leal es notable arquitecto, impresor y serígrafo inventivo, pero no tiene nada que ver con Haroldo de Campos. Por su parte, él se sorprendió a su vez de verme a mí: “¿viniste a oír a Salmona?” me preguntó; “qué raro”. “¿A quién?”, pregunté a mi vez. “A Salmona”. “No, no sé ni quién es”, confesé. “Salmona, Salmona”, respondió con esa habla rápida suya, “el mejor arquitecto de Colombia, habla a las ocho en la sala grande”.
Y así cayó el velo del misterio. Ya decía yo que era imposible. El recital de Haroldo de Campos, Premio Octavio Paz de este año, se realizó en la sala Manuel M. Ponce, es decir, la pequeña, ante escaso público. Es una lástima, porque fue maravilla: leyeron él, y sus traductores Ulacia y Milán, deliciosamente.
Cómo pasa el tiempo, hace ya un año que en esa misma sala leyó Gonzalo Rojas, el gran poeta chileno, que recibió el mismo premio, también ante escaso, pero eso sí, ferviente público. –
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.