cartas02 Desde que las vanguardias de principio de siglo proclamaron el derecho de la imaginación a pasar por encima de cualquier impedimento moral o social, la modernidad se enfrenta a un dilema difícil de resolver: ¿cómo se puede aplaudir la transgresión en todas sus formas y constreñirla a un plano imaginario? Si la práctica de la tortura horroriza a la mayoría de los intelectuales, ¿por qué leen con fruición y morbo al Marqués de Sade? ¿No es una cobardía aprobar el incesto en una película y condenarlo en la vida real? ¿La mayor conquista del mundo civilizado consiste en abrir un abismo cada vez más grande entre las palabras y los actos?
Los surrealistas no toleraban restricción alguna en el acto creador, ni siquiera las de su propia conciencia, pero evitaban divulgar sus principios más allá de un pequeño círculo de iniciados, pues creían que el público masivo no estaba capacitado para entender, por ejemplo, que el acto surrealista por excelencia era disparar a la multitud desde una azotea. En cuanto a la transgresión sexual, consideraban necesario mantenerla en un coto cerrado. En una entrevista con José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, Buñuel confesó que aprobaba la pornografía “siempre y cuando fuera en capilla secreta como sucedía antes”, pero detestaba en cambio la moda de la pornografía, porque trivializaba el erotismo. “¿Pero esto no es una idea elitista?”, le hizo ver De la Colina. “Es posible, lo acepto”, dijo Buñuel (Prohibido asomarse al interior, Imcine, 1996).
Como los nobles depravados del siglo xviii, pero con ideales más nobles, los surrealistas fueron una minoría transgresora que trató de ejercer una tutela paternalista sobre la masa. Vestigio de un elitismo agotado y caduco, esa tutela perdió su razón de ser cuando el movimiento contracultural convirtió la transgresión en industria. Desde entonces, millones de personas han querido abolir las fronteras entre la realidad y el deseo, entre lo vivido y lo imaginado, aun a costa de exponerse a una sanción social o de reventarse el cerebro. A grosso modo se podría dividir el siglo XX en dos grandes etapas: el periodo de la subversión imaginaria, en que los artistas desafiaron de palabra la moral burguesa y encontraron nuevos derroteros para el espíritu, y el periodo de la subversión activa, iniciada en la década de los cincuenta, cuando los jóvenes rebeldes transforman el credo estético de las vanguardias en experiencia vital.
Mientras los surrealistas escandalizaban a la sociedad con sus obras, sin pasar casi nunca del sueño a la acción, la generación beat liberó el inconsciente en la práctica. “En la imaginación yo puedo llegar al incesto -decía Buñuel-, pero como ser social y en frío, mi sentido moral me lo impide.” Los beats no se privaron de realizar ninguna fantasía sexual (si no cometieron incesto fue porque tuvieron madres horrendas), ni de experimentar con ninguna droga, aunque su avidez de experiencias muchas veces los condujo a la cárcel. Con esto no quiero decir, por supuesto, que los beats hayan sido superiores a los surrealistas, ni que la valía de un artista deba medirse por su desenfreno sexual o compulsión autodestructiva. Una imaginación poderosa no necesita llegar a experiencias límite para transgredir las normas convencionales del arte y del pensamiento. Si la figura del intelectual comprometido va cayendo en desuso, el mito del artista bohemio también está en crisis, al punto de que hoy día, los seguidores mexicanos de Charles Bukowski son los mejores publicistas de la sobriedad y la monogamia. Pero el público educado en la cultura de la subversión tiene derecho a sentirse decepcionado cuando descubre que un falso transgresor quiere darle gato por liebre.
La costumbre de explorar los ambientes sórdidos en busca de situaciones escabrosas, como un estudiante de sociología que hace práctica de campo en un burdel, pudo tener sentido en tiempos de Zola, cuando la moral dominante se negaba a reconocer la existencia de la marginalidad social y sexual. Pero en los umbrales del siglo XXI, la literatura y el cine ya no buscan rescatar del olvido a los personajes crapulescos, sino comprender su mundo interior. Sin compenetración emotiva, el retrato distanciado de la sordidez puede llegar a ser un fraude voyeurista, como sucede a menudo en las películas de Arturo Ripstein. La fascinación por la turbiedad es una fuente de inspiración tan legítima como cualquier otra, siempre que el artista logre interiorizar la experiencia ajena. Pero cuando un transgresor virtual como Ripstein observa con telescopio a los pederastas, a los asesinos o a los fanáticos religiosos, involuntariamente queda en una posición de inferioridad respecto a sus personajes, por más que su lejanía irónica trate de sugerir lo contrario. Desde la perspectiva de un intelectual acomodado, los travestis, los homicidas pasionales y otros monstruos del subsuelo pueden resultar grotescos. Pero si ellos pudieran tomar la cámara o la pluma, retratarían con el mismo desprecio a la gente culta y sofisticada que en lugar de vivir con intensidad observa con aséptica lejanía los dramas del inframundo.
Aunque la transgresión no es una panacea estética, nadie puede negar su efecto vitalizador en todos los campos de la cultura moderna. Pero todo recurso corre el riesgo de convertirse en un gesto vacío. En los sótanos de la cultura marginal o alternativa hay una tendencia a creer que el artista más transgresor es el más valioso. Si así fuera, los mayores genios del arte contemporáneo serían los rockeros que han muerto de sobredosis. Para que el deseo de transgredir siga estimulando la creatividad, la crítica debería denunciar a los transgresores de oficio, pero también a quienes utilizan la subversión como una pantalla para disimular sus miedos y represiones. En el inconsciente no existe la noción de pecado. Sólo cuando la imaginación flaquea, el artista contempla con una mezcla de envidia y horror las transgresiones que no se atreve a cometer en la vida real. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.