Valga el cliché que a lo mejor el escritor portugués José Cardoso Pires hubiera rechazado en vida con una sabrosa majadería local, pero el hecho es que con su muerte reciente pierde la ciudad de Lisboa, quizás después del clásico Eça de Queiroz, su más fervoroso –y no por eso menos crítico– conocedor, admirador y amante.
Y la literatura portuguesa de estos tiempos modernos queda, y aquí no hay ningún estereotipo, sin uno de sus grandes maestros que, modesto y franco, se codeaba, vital y obstinado, con otros ilustres nombres contemporáneos da terrinha –José Saramago, Antonio Lobo Antunes, Fernando
Namora, Agustina Bessa-Luis, Augusto Abelaira, toda una generación formada en la oscuridad y la represión de la dictadura salazarista.
Sobre ese periodo siniestro de la historia de su país, un patético fascismo a la portuguesa, José Cardoso Pires escribió, en tono alegórico, La balada de la playa de los perros, novela que le dio reconocimiento internacional. Y escribir sobre el salazarismo y sus miserias equivalía
a escribir sobre la siempre melancólica Lisboa, a la orilla del Tajo, donde vivía y reinaba el dictador con su cruel policía política, la Pide, que actuaba con asustadora impunidad. Cronista primoroso de esa época y de la sociedad que la habitaba, José Cardoso Pires, valiente espíritu libertario, describía todo sin tintes de tragedia o melodrama, más sustantivos que adjetivos.
Escritor de fina estirpe, con frecuencia comparado con Ernest Hemingway, José Cardoso
Pires tenía un estilo irónico, pero al mismo tiempo riguroso, exacto, practicante que era de una escritura seca, sin adornos pero también fluida y elegante, dentro de la mejor tradición de la lengua portuguesa literaria.
Como bien dice su amigo, el escritor italiano Antonio Tabucchi, el otro extranjero enamorado de Lisboa, como lo demuestra su libro Sostiene Pereira, ahora él, Tabucchi, y todos nosotros, sentiremos una enorme saudade del gran Zé Cardoso Pires. Que su último libro, Lisboa, diario de a bordo, paseo deslumbrante por la ciudad que tanto amó, nos pueda servir de tenue consuelo.
— Wladimir Dupont