Todos los políticos sueñan con el poder absoluto. Padecen la tentación autoritaria, que es el camino más fácil y directo para obtenerlo y ejercerlo. Por ello, el juego entre los distintos órdenes de gobierno (abierto en una democracia, o tras bambalinas, en los regímenes que transitan de la tentación autoritaria a la dictatorial), entre los partidos y entre la sociedad civil y el poder, y las leyes que lo apuntalan, son indispensables para contener el afán de acumular poder que está en la naturaleza del quehacer político.
Abundan los ejemplos de la búsqueda del poder absoluto en el mundo de hoy. De Rusia a China, pasando por Turquía e Irán, hasta Venezuela y la dictadura fósil de Castro en Cuba. Pero ninguno de estos países es democrático. Algunos arrastran tradiciones políticas dictatoriales centenarias; otros sufren “crisis” y amenazas externas –reales o imaginarias– ; alguno más se valida bajo el imperativo de mantener el crecimiento económico que se detendría si se viera obligado a rendir cuentas de sus acciones a los ciudadanos, y otros practican usos y costumbres que apuntalan su legitimidad en la voz divina.
Por eso, es mucho más elocuente y significativo para sustentar la necesidad de poner límites claros al poder político, encontrar ejemplos de gobernantes que sucumben a la tentación autoritaria en naciones con una larga tradición democrática. Más aún, si el país en cuestión presume de su excepcionalidad libertaria. Como los Estados Unidos.
La crisis que desató una revolución conservadora en Washington (incluyendo sus consecuencias imprevisibles), fue el llamado 9/11. Sin embargo, de hecho, los atentados fueron tan sólo una afortunada oportunidad para el político que había colocado ya a sus peones en las oficinas claves del gobierno, había transformado su oficina en un centro de poder paralelo al ejecutivo y acumulado una larga experiencia política para darle la vuelta al sistema legal del país y concentrar todo el poder en las manos del presidente en turno.
Hoy pocos se acuerdan de su nombre, pero vale la pena tenerlo presente, porque su legado sigue vivo. Dick Cheney, el poderoso vicepresidente norteamericano durante el gobierno de George W. Bush, fue el motor de la contra-revolución conservadora que los Estados Unidos siguen padeciendo. El 9/11 no tendría por qué haber derivado en las políticas que aplicó Bush. La Casa Blanca optó por una estrategia calculada, cómo podría haber adoptado cualquier otra[1]. Stellar Wind no era inevitable. Fue Cheney el que empujó al presidente a aplicar ese programa que, entre otras cosas, daba a la Agencia de Seguridad Nacional el poder de acumular, en las márgenes de la ley, información que incluía los correos electrónicos y las llamadas telefónicas, no sólo de ciudadanos estadounidenses, sino de líderes extranjeros.
Una estrategia que abrió las puertas a las organizaciones de inteligencia para espiar dentro y fuera de los Estados Unidos y detener y torturar a posibles terroristas en centros como Guantánamo, privándolos de cualquier derecho legal de apelación o defensa. La desastrosa guerra en Iraq (la única medida del programa de Cheney que Obama ha podido revertir), y el uso de drones, fueron uno de los desenlaces naturales de la estrategia de Cheney. El otro ha sido la radicalización a la derecha de su partido, el republicano , y la polarización de la política norteamericana.
A juzgar por los libros que han aparecido sobre el tema, Dick Cheney estuvo siempre dispuesto a pagar cualquier precio para defender su tentación autoritaria. De lo que no ha hablado, al parecer, es de las terribles consecuencias de sus decisiones: del desgaste de la democracia norteamericana, de la parálisis gubernamental producto de la polarización política que alimentó y del paradójico retraimiento en el exterior que ha vulnerado precisamente el poderío de los Estados Unidos en el mundo que pretendió fortalecer. La estrategia de Cheney podía funcionar con un presidente republicano en la Casa Blanca y una mayoría republicana en Capitol Hill, pero no con un presidente demócrata y un congreso dividido.
México ha pagado un alto precio por la revolución conservadora de Dick Cheney.Una de sus consecuencias imprevisibles ha sido la política de deportaciones de indocumentados que ha afectado a millones de mexicanos y la imposibilidad de una reforma migratoria.
[1] Mark Danner, “He remade our World”, The New York Review of Books, abril 3-23,2014.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.