Foto: Jane Rosenberg/EFE/EFEVISUAL

La verdad jurídica y sus consecuencias

La culpabilidad de Genaro García Luna es una verdad jurídica que difícilmente se modificará. Pero el veredicto tendrá consecuencias negativas para la cooperación entre México y E.U. en materia de seguridad.
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Analizar el juicio de Genaro García Luna y sus implicaciones políticas y para la seguridad no es fácil cuando el veredicto de culpabilidad ha sido utilizado para hacer política partidista (de la peor y más burda, como afirmar que la marcha ciudadana del 26 de febrero era para defenderlo) y ha creado un ambiente de linchamiento por el cual se ha expulsado la razón y cualquier atisbo de mesura.

Genaro García Luna fue declarado culpable de los cinco delitos que se le imputaron. De esa manera se generó una verdad jurídica sólida: de acuerdo con el sistema de justicia de Estados Unidos, el exsecretario de Seguridad Pública conspiró para poseer, traficar y distribuir cocaína, participó en una empresa criminal continua y mintió en su declaración para solicitar la residencia en ese país.

También es cierto que la única evidencia presentada por la fiscalía fueron los 26 testimonios del mismo número de testigos llevados al estrado por los fiscales, quienes reconocieron que no presentaron ninguna otra prueba: fotografías, grabaciones, cuentas bancarias, propiedades, documentos, dinero en efectivo; nada. En la medida en que la ley de ese país da validez jurídica a las declaraciones bajo juramento de decir la verdad, los miembros del jurado llegaron a la conclusión de que la historia que les contaron a lo largo de cuatro semanas es cierta más allá de toda duda razonable.

Sin embargo, como se ha documentado en la prensa a lo largo del juicio, existen elementos para cuestionar las afirmaciones de los dos testigos principales. No pretendemos revisar testigo por testigo ni cuestionar todas y cada una de las mismas. Hay varios textos publicados que dan cuenta de las contradicciones y mentiras de los testigos (véanse los textos de Jorge Fernández Menéndez, Raymundo Riva Palacio y la relatoría del juicio hecha por Arturo Ángel, entre otros textos). Esas “inconsistencias” y la ausencia de evidencia dura que acompañe el resto de sus afirmaciones son suficientes para poner en duda que la verdad jurídica –García Luna culpable– corresponda con la verdad simple y dura de los hechos.

Además, hay otro aspecto del juicio, poco comentado, que consolida esa duda: la acusación de que Genaro García Luna continuó colaborando con el cartel de Sinaloa desde que abandonó su puesto en diciembre de 2012 hasta que fue detenido en 2019, no obstante que ya no tenía injerencia en el gobierno de Peña Nieto y ya no vivía en México. La única prueba de esa supuesta colaboración fue la siguiente afirmación de la fiscal Erin Reid: “La conspiración de García Luna tan sigue existiendo que el cartel de Sinaloa ahí está vivito y coleando”. De esa magnitud la falacia de la fiscalía. Valdría la pena preguntarles a los fiscales si el exsecretario de Seguridad aún colabora con ellos desde la cárcel, porque tres años después haber sido detenido, el cartel de Sinaloa aún goza de muy buena salud.

Pero se condenó a García Luna y su culpabilidad es una verdad jurídica que difícilmente se modificará. Por lo pronto, esa verdad jurídica tendrá severas consecuencias, mucho más negativas que lo que significan los años de cárcel que permanezca García Luna en la cárcel.

La fractura de la cooperación con EU

Con el desenlace del juicio contra Genaro García Luna aún en el aire, la administradora general de la DEA, Anne Milgram, pidió, en su comparecencia ante el Senado estadounidense, más cooperación de parte del gobierno mexicano en tres temas específicos: intercambio de información sobre decomisos de fentanilo y precursores químicos; operaciones conjuntas para desmantelar laboratorios clandestinos de fentanilo; y detenciones y extradiciones de presuntos narcotraficantes a Estados Unidos.

El tercer punto fue mencionado por Milgram en el contexto de una pregunta sobre el caso García Luna, el cual describió como “una investigación de la DEA”. Y no pareció reparar en la contradicción entre ese alarde y el reclamo a las autoridades mexicanas.

Cualquiera que sea el destino de García Luna, un hecho es incontrovertible: el caso en su contra se construyó básicamente con los testimonios de presuntos narcotraficantes, detenidos en México y posteriormente extraditados a Estados Unidos. Y todos ellos (o casi todos) llegaron a un trato con las autoridades estadounidenses, convirtiéndose en testigos colaboradores a cambio de (considerables) beneficios jurídicos y migratorios. Es decir, un funcionario de un gobierno mexicano fue llevado a un proceso penal en Estados Unidos con los testimonios de personas detenidas y extraditadas por ese mismo gobierno.

Con toda probabilidad, los altos funcionarios del actual gobierno han tomado nota de ese hecho. No es de esperarse que tengan mucho entusiasmo para agilizar los procesos de extradición a Estados Unidos. Es de imaginarse que no meterán mucho empeño para, por ejemplo, garantizar la entrega expedita de Ovidio Guzmán al gobierno de Estados Unidos. O de Rafael Caro Quintero. O de Antonio Oseguera, hermano del líder del Cártel de Jalisco Nueva Generación. Máxime después de lo visto en el juicio en contra de García Luna: prácticamente no hay narcotraficante mexicano extraditado a Estados Unidos que no llegue a un arreglo con los fiscales y reduzca su tiempo en prisión a cambio de inculpar a otros, incluyendo a algunos de los funcionarios que los detuvieron.

Esto no necesariamente significa una ruptura o un conflicto abierto. El tortuguismo y la inatención a los procesos judiciales son más que suficientes para posponer el envío de un prisionero a Estados Unidos. Se pueden poner muchas trabas sin perder el tono amable con las contrapartes.

“¿Intercambio de información? Claro que sí, pero nada más que acabe la acuciosa revisión de nuestras bases de datos y la modernización de nuestros sistemas informáticos. Y no se preocupen, que ya pronto sale la licitación. Solo esperamos no tener que volver a declararla desierta.”

“¿Operaciones conjuntas? Por supuesto. Falta solo que nos organicemos un poco, nombremos un grupo de alto nivel para darle seguimiento al asunto, establezcamos un protocolo de actuación, lo pasemos por el Jurídico y luego empecemos con algunos cursos de capacitación para el personal ¿Va?”

Lo mismo vale para otras formas de cooperación que pide la DEA. Después de lo visto en estas semanas, difícilmente alguna institución mexicana la va a ver sin algún grado de sospecha.

Y no es probable que esa dinámica cambie cuando acabe la actual administración. Los nuevos funcionarios muy probablemente van a llegar a sus cargos con las mismas lecciones aprendidas. O con al menos una: es mal negocio confiar en la DEA. Y no es porque se pretenda solapar la corrupción: lo que molesta, además de las formas (la unilateralidad del caso Cienfuegos), es que haya una condena sin pruebas sólidas, los puros dichos de los criminales, ya que eso hace muy vulnerables a los agentes y funcionarios de seguridad mexicanos. ¿Se habrá dado cuenta el Departamento de Justicia de las consecuencias que tendrá el empoderamiento que significa permitir a los narcos incriminar a quien sea, con puras declaraciones, sin necesidad de aportar pruebas?

Más allá de las consecuencias individuales para García Luna y el impacto político en México, este caso ha lastimado las posibilidades de una cooperación fluida entre México y Estados Unidos en materia de seguridad. Si se añade el fiasco del caso Cienfuegos, el daño es considerable y difícil de revertir en el corto plazo.

El daño ha sido altamente visible en estos días. La narrativa que pinta a México como un narcoestado incapaz de enfrentar a bandas criminales que han asumido características de grupos terroristas se está normalizando en Estados Unidos. Durante su presidencia, Donald Trump caviló la posibilidad de usar a las fuerzas armadas estadounidenses en territorio mexicano para “cazar a los carteles”. Eventualmente sus asesores lo contuvieron, pero el tema estuvo en la mesa. Se puede alegar que Trump es una colección interminable de ideas raras. Pero el posible recurso unilateral a alternativas militares para atacar el narcotráfico en México no es una noción excéntrica entre la derecha estadounidense.

En un artículo publicado recientemente en el Wall Street Journal, William Barr, dos veces fiscal general de Estados Unidos, afirma que “Estados Unidos ya no puede tolerar a carteles narcoterroristas” y que esas organizaciones criminales son responsables de más de 100 mil muertes por sobredosis al año. Esto sucede, según dice, porque los diversos gobiernos mexicanos no han querido confrontar a estos grupos (exceptúa de esa condena al gobierno de Felipe Calderón, algo irónico dado que Barr presidía el Departamento de Justicia al momento de la captura de Genaro García Luna). Sobre el actual gobierno mexicano, afirma que el presidente López Obrador es el “principal facilitador de los carteles”.

Además, según Barr, el problema no solo es de voluntad, sino de capacidades. Aun si existiera la voluntad de perseguir a los carteles, las instituciones mexicanas estarían imposibilitadas para hacerlo debido a la “corrupción masiva” y al hecho de que estos grupos se han convertido en “potentes fuerzas paramilitares”. La conclusión es que Estados Unidos debe confrontar con recursos militares a estos grupos en territorio mexicano, con o sin la anuencia del gobierno de México. Esto no es una simple opinión académica. Hace dos meses, los congresistas republicanos Dan Crenshaw (Texas) y Michael Waltz (Florida) presentaron una iniciativa de resolución para autorizar legalmente el uso de la fuerza militar estadounidense en México, en términos similares a los descritos por Barr.

Con toda probabilidad, esa resolución no va a ser aprobada, pero no es descabellado suponer que el gobierno de Estados Unidos finalmente dé el paso e incluya a algunos cárteles mexicanos en la lista de organizaciones terroristas extranjeras. Eso tendría implicaciones severas en términos de la cooperación con Estados Unidos y no solo en materia de seguridad. El impacto a la imagen internacional del país sería severísimo, justo en el momento en el que se ha abierto la posibilidad de atraer inversiones masivas como consecuencia del nearshoring.

En consecuencia, suponer que la condena a García Luna implica un triunfo notable para el gobierno de López Obrador es extraordinariamente cortoplacista. La cesión de soberanía que implicó el juicio, de la mano del deterioro de la imagen de México en Estados Unidos, nos puede cobrar la factura por un largo rato.

Incluso para Estados Unidos será contraproducente. Que en los círculos de poder y en los medios de ese país dominen, por un lado, la narrativa de México como un “narcoestado” sin matices ni acotaciones y, por el otro, la política de mano dura, sumada a la resistencia a cooperar de parte del gobierno mexicano, se traducirá, tarde o temprano, en mayores flujos de drogas a Estados Unidos. Ganarán los criminales, tanto por la ausencia de colaboración de ambos gobiernos, como por el poder que les ha concedido la DEA para enjuiciar sin evidencias a sus perseguidores.

Un pequeño epílogo. La irresponsabilidad del presidente

La ineficaz y trágica estrategia de seguridad del actual gobierno –que ya es vox populi no solo en México, también en la Casa Blanca y el Capitolio– ha contribuido de manera significativa a la frustración de las agencias de Estados Unidos. La terquedad presidencial para negarse a modificar sus políticas alimenta la desesperación de funcionarios y legisladores estadounidense y, en esa medida, alienta que se tomen medidas de mano dura en contra de México. Si eso ha sido perjudicial y puede serlo mucho más, lo que es absolutamente inconcebible es que el presidente de la república y jefe del Estado mexicano festinara todas las mañanas que duró el juicio, la degradación de la imagen del país con la finalidad de vengarse del expresidente Felipe Calderón. Es tal su miopía e irresponsabilidad que llegó a declarar que “México vivió un narcoestado, en el que el Poder Ejecutivo estaba tomado, secuestrado, era una república aparente, simulada. Ahora, ya no existe, porque nosotros no estamos involucrados con el narcotráfico, somos distintos”. La afirmación es muy fuerte proviniendo del mismo jefe del Estado. ¿Quién le va a creer que el narcoestado desapareció, por arte de magia, el día que él llegó a la presidencia? ~

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Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.

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es analista especializado en políticas de seguridad. Es socio consultor de GEA (Grupo de Economistas y Asociados)


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