Mucho se ha dicho sobre el Gran Colisionador de Hadrones (LHC): que si es la máquina para romper átomos más poderosa jamás construida; que nos va a llevar a otro paradigma, mostrándonos, literalmente, un nuevo territorio de la realidad. Que sin ella, la vida sería aburrida y sólo nos restaría admirar cada mañana, al levantarnos, una caja de zapatos. En septiembre de 2008 se echó a andar el acelerador anhelado por los cazadores de partículas durante décadas. Gente alrededor de este prodigio de la física de altas energías envejeció, se casó y se divorció, pasó a mejor vida o se fue a buscar acción en la iniciativa privada.
Algunos años antes del primer arrancón, en 2002, el director era Luciano Maiani, a quien lo que menos le interesaba era precipitar las cosas. Pero la realpolitik alcanzó a la dirección del CERN y la Unión Europea designó a Robert Aymar para sucederlo a principios de 2004. Cuando hablé con este último me expuso su preferencia por investigar en la fusión del átomo y, si tenía que escoger entre aceleradores circulares o lineales, él se quedaba con los segundos.
Estábamos en la oficina del director, la misma que he visitado a lo largo de los años para conversar con el legendario Carlo Rubbia, el generoso Christopher Llewellyn Smith, el hedonista Luciano Maiani y finalmente el dinámico Rolf Heuer. En ese momento le tocaba al suavecito Robert Aymar. En efecto, la enjundia y autoridad de Rubbia influyó para que los aceleradores circulares continuaran haciendo de las suyas. Por su parte, Llewellyn Smith comprendió muy bien las necesidades de la comunidad del CERN y apoyó su crecimiento sin cortapisas. Maiani, quien también fue un descubridor (predijo la existencia del quark encantado, junto con Glashow e Iliopoulos), optó por consentir la creatividad, quizá buscando una segunda etapa de oro para esta física de altas energías, como sucedió entre 1960 y 1980. Hoy en día Heuer mantiene una dinámica armoniosa con los deseos de la comunidad, pues es partidario de construir un archigigantesco anillo de 100 km de diámetro (el actual mide 27 km), que rodearía la ciudad entera de Ginebra y donde se instalaría una bestia equivalente a cuatro veces el LHC.
Ajustar cuentas e inaugurar cuanto antes el acelerador era como decirle no a la sociedad lúdica. No obstante, el doctor Aymar cortó el listón justo antes de terminar su administración. Pocas semanas más tarde la soldadura entre dos segmentos no soportó el paso de energía, se calentó y contaminó la criogenia que mantiene al LHC como el refrigerador más frío del Universo, formando una costra alrededor de algunos cilindros. Varios miles de euros y horas de trabajo fueron tirados a la basura. Finalmente arrancó, se descubrió el Higgs y volvió a cerrar, pues una parte de los detectores resultó obsoleta, o bien lo será a mediano plazo.
Pero no hay mal que por bien no venga. En los próximos meses el LHC terminará de rediseñarse y se espera que alcance una nueva marca en cuanto a aceleración y luminosidad (es decir, la precisión de choque entre partículas). Debe entenderse que estos artefactos mantienen la atención neurótico-obsesiva de miles de físicos, ingenieros y obreros que están en la frontera del conocimiento. Si se tratara de física newtoniana, como la que se requiere para construir un sistema de ferrocarril urbano, el fallo hubiera sido realmente triste y escandaloso. Pero aquí las cosas se toman con humor porque esto es ciencia extrema.
Uno de los segmentos contaminados se limpió y se exhibió en el jardin del restaurante principal del CERN durante un tiempo, recordatorio de que, en efecto, nadie es bruja o brujo como para saber qué sucederá cuando se llega a situaciones donde ninguno ha llegado antes. Entre quienes están en el frente de batalla está Luis Hervas, ingeniero que tiene a su cargo la endemoniada tarea de pensar en un diseño distinto y de largo alcance del sistema de conteo y detección de los miles de millones de colisiones en ATLAS. Para templar el nervio, lee. Como el de muchos ingenieros y cazadores de partículas, uno de los favoritos de Luis es el genial aforista Georg F. Lichtenberg (hay afiches de su estatua en Gotinga en varios cubículos), de quien Juan Villoro escribió un magistral ensayo y de cuya obra tradujo al español una imprescindible selección (FCE, Colección Popular).
Otro muy cercano es Atlas occidental, novela publicada en 1985 por un alumno de Ítalo Calvino, Daniele del Giudice. En ella se da el encuentro de un viejo novelista ginebrino y un joven investigador del CERN debido a una pasión compartida: volar aviones. Los personajes se conocen en el aeropuerto de Cointrin, en aquel entonces más pequeño y doméstico de lo que es ahora, y traban amistad, cruzan la frontera, adquieren velocidad y, de alguna manera chocan, hacen colisionar sus ideas mientras platican sobre sus quehaceres tan dispares. Hablan de la producción de partículas elementales, de sentimientos y palabras, como si se tratara de la última ventana a la realidad.
Con el paso de los días el físico le confiesa al escritor que, en realidad, él se ocupa de objetos geométricos, de una geometría avanzada y muy especial. “Mi trabajo”, afirma, “es simetría, tiene que ver con la simetría en su sentido más profundo. Que con esto se llegue a entender algo de la fluidez, la velocidad y la inaferrabilidad siempre es sorprendente. Pero desde este punto de vista también la luz es una simetría…”.
Poco más tarde en esa misma conversación, el escritor replica: “… a mí me gustaría hablar de un sentimiento y de la forma de producirlo del mismo modo que usted habla del anillo kilométrico. Pero, ¿cómo invitarlo a visitar los tiempos verbales, los nexos para enlazar las frases de forma que se sostengan una contra otra, presionándose en forma mutua? ¿Cómo hacer que vea el punto exacto en el que se genera una imagen, un gesto, la articulación de una historia, la trama de un sentimiento, indicándole la diferencia entre el producto y lo que lo produce? ¿Cómo decirle: una historia está hecha de acontecimientos, un acontecimiento está hecho de frases, una frase está compuesta de palabras, una palabra, de letras. ¿Y la letra es irreductible? ¿Es lo “último”? No, detrás de la letra hay una energía, una tensión que aún no es forma y ya no es sentimiento, pero quién sabe cuánta potencia haría falta para desconectar ese sentimiento de la palabra que lo hace visible, del pensamiento que lo piensa de manera instantánea, y comprender el misterio por el que las letras se disponen de un modo y no de otro, y se llega a decir: “usted me cae bien”, y el milagro por el que esto corresponde a algo”.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).