No soy muy afecto a las películas de espías.
Conozco otros cinéfilos que son devotos de James Bond, de Harry Palmer, etcétera. Lo mismo me pasa con los libros; puedo admirar (y lo hago) el trabajo de John LeCarré – especialmente en su saga de George Smiley – pero siempre me queda algo de inquietud. Al menos en las novelas de horror gótico o de suspenso, el mal y sus manifestaciones son principalmente imaginarios; en cambio, en obras de intriga política o espionaje, siempre hay un subtexto (o contexto) anclado en la realidad. Y esta, como sabemos, suele superar a la ficción.
Un amigo mío muy cercano, homosexual como yo, está en Sochi, como parte de la delegación de periodistas extranjeros que cubren los Juegos Olímpicos de invierno. Desde que le anunciaron su viaje, comenzamos a bromear (no sin un dejo de alarma) que tendría que adoptar ciertas actitudes toda vez pisara suelo ruso, por aquello de la ley promovida por la administración – uno vacila a llamarla “dictadura”, si bien el término ostensiblemente no está tan lejos de la verdad – de Vladimir Putin y anexas, que ha vuelto, para todos usos y razones, ilegal la “propaganda homosexual” (whatever that means), ergo, borrando de un plumazo los derechos más elementales de los miembros de la comunidad Lésbico-Gay del país –y que hace que la vida de figuras como Piotr Tchaikovsky, Nikolai Gogol, Sergei Daghilev, Vaslav Nijinsky, Sergei Eiseinstein, Rudolf Nureyev y el mismísimo Iván “el terrible”, sean despojadas abruptamente de un elemento intrínseco en ellas, reduciéndolas a blandas monografías en libros polvosos.
Antes de irse mi amigo, en broma, le envié un mensaje vía Whatsapp: “Cuídate mucho. Aléjate de las Viudas Negras, no comas nada que te de un extraño y por vida tuya, por lo que más quieras, no jotées, no sea que acabes en el bote, nena.” Era un mensaje como decenas que hemos compartido a lo largo de nuestros años de amistad, no exento de dobles significados, una juguetona flexibilidad de género en la que solemos ser indulgentes con quienes nos son de mayor confianza; es decir, una nadería, un mensaje cariñoso como los que se mandan incontables veces al día en todos los países e idiomas.
La respuesta a este mensaje, la recibí al día siguiente – la fecha inaugural de los juegos — por interpósita persona (el compañero de mi amigo, tan preocupado como yo): “Por favor no mandes mensajes como el anterior. Por seguridad, todo mensaje que entre y salga en estos momentos está siendo monitoreado.” (Entre líneas: no te comuniques)
How Orwellian!, diría uno. Y qué aterrador ver que la censura rusa tiene dedos tan largos. Por otra parte, esto coincide con una investigación publicada por The Guardian en octubre pasado, que señalaba que un sofisticado sistema de seguridad implementado en la sede olímpica, tendría la capacidad técnica de interceptar todas las comunicaciones técnicas y binarias y podrá detectar palabras o frases de su interés (escritas o habladas) en correos electrónicos, mensajes de texto o redes sociales, principalmente con la intención de evitar protestas contra la ley anti-gay.
Al principio, me sentí espantado y, claro, muy molesto. No obstante, el sábado mi amigo se puso en contacto. Todos los periodistas y visitantes habían sido advertidos de esta medida de seguridad al llegar, pero esto no fue limitante, pese a sus intenciones, para que pudieran contar lo que se veía y vivía en la Villa Olímpica y alrededores de Sochi. “Hasta le mando saludos a mi espía,” bromeó mi amigo.
Por lo demás, el clima ha sido armonioso y la presencia de la vigilancia ha sido tomada con indiferencia por los visitantes, que no han dejado que los intimide. Los, corresponsales extranjeros y enviados especiales (aún pese al “monitoreo”) han revelado, no obstante el dispendio para “renovar” esta ciudad, el estado deplorable de las instalaciones y los hospedajes. No faltó quien en Twitter bromeara: “¿En Sochi no hay homosexuales? Se nota. No hay quien decore adecuadamente los hoteles.”. Que esta sede (“¡donde no tenemos homosexuales!”) esté muy por debajo en niveles de calidad, confort y servicio comparada con otras capitales olímpicas de invierno como Sapporo o Lillehammer, de hecho, añade un toque aún más absurdo a este mamotreto. Lo que uno asume, es que una sede tan deficiente sucede básicamente porque el COI (y también la FIFA) son working girls y se van con el mejor postor, no necesariamente con el más guapo.
La violación a la intimidad de los visitantes, si bien no deja de parecerme escalofriante, tampoco me sorprende: finalmente se trata de Rusia y la KGB no murió nunca del todo con el glasnost. Tampoco me sorprende la negación de la historia que han hecho al respecto de sus figuras históricas homosexuales – negar la historia es el deporte du jour en todas partes, empezando por México mal que nos pese – . Ya Stalin había hecho algo parecido durante su régimen, sembrando con sus purgas legendarias, la semilla de lo que Putin hace hoy, de un modo más rastrero.
Ahora bien, siempre dio visos de sus verdaderas intenciones. Viene a la memoria la tragedia del Kursk y cómo la madre del teniente Dimitri Kolesnikov fue silenciada en público, al atreverse a cuestionar a Putin por haber demorado más de cinco días para emprender labores de rescate (¡porque estaba de vacaciones, precisamente en Sochi!), mediante una fulminante inyección, haciendo que la mujer se desplomara ante el presidente ruso como en película del 007.
El horror no obstante, por mucho que busquemos reírnos de él, existe. La persecución de homosexuales en Rusia continúa, sistemática y estimulada por el gobierno. Pandillas de adolescentes homófobos (¡Anthony Burgess, fuiste profeta!) atacan a manifestantes (o a civiles sobre los que no tienen más que una sospecha) en la vía pública y las “fuerzas del orden” convenientemente intervienen demasiado tarde. Aunque ONGs de todo el mundo protestan, lo cierto es que a la opinión pública parece más interesada en mirar hacia otro lado. En reírse de las fotos de las mediocres y feas instalaciones de Sochi, pero no ver el subtexto monstruoso en lo que las rodea. Supongo que en cierto modo, es más fácil no mirar. Y no es un reproche, es una afirmación sostenida por la historia: hace setenta y cinco años, los judíos. Hace sesenta, los negros. Hoy, nosotros. ¿Y mañana, quién?
Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".