Con esta entrada comienza nuestra serie: Escritor underdog: preguntas frecuentes.
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Había una crisis financiera, la peor desde 1929, eso decía la pantalla del elevador en el edificio corporativo de Polanco donde yo trabajaba como editor y redactor de una enciclopedia sobre México, posiblemente la última que se editó en físico, no solo en el país, sino en el mundo. Nunca prestaba demasiada atención a las noticias del elevador, y no podía sospechar que meses después me quedaría sin empleo y, apoyado por mi mujer, decidiría convertirme en escritor.
Me gustaba mi trabajo, se trataba de actualizar y reformar una enciclopedia publicada durante los años sesenta, en la época dorada del priísmo, en donde la biografía de Gustavo Díaz Ordaz ocupaba dos o tres páginas a doble columna, mientras que la de Emiliano Zapata era de apenas tres mil golpes. De cierta manera el trabajo en la enciclopedia era una forma de revisionismo histórico, y yo me sentía como un justiciero. Había también que “matar” a un montón de personajes que durante la década de 1960 seguían vivos, pero ya no, e incluir a otros tantos que no habían nacido, como un taekwondista que ganó una medalla olímpica, o aquellos que, si bien ya estaban entre nosotros, no habían figurado en la historia, como Vicente Fox o Felipe Calderón. Era un trabajo sencillo, laborioso, y me gustaba tanto que muchas veces me quedaba en la oficina después de la salida, especialmente para evitar la hora pico y otras situaciones, como aquella vez que me quedé varado a oscuras en un vagón de metro atestado entre la estación Polanco y Auditorio porque, tal y como me lo contó mi mujer por el teléfono celular, un secretario de Gobernación se había estrellado con su avión justo encima de nosotros. Al día siguiente, apenas llegué a la oficina, le puse a la entrada que llevaba su nombre la fecha de muerte: 4 de noviembre de 2008.
Pero en diciembre de ese año me quedé sin trabajo. ¿No era el peor momento de ponerse a escribir? Aunque había publicado un libro tres años antes, con un tiraje de 500 ejemplares, y ganado un “premio de prestigio”, no me sentía merecedor del mote al que había aspirado siempre. Recuerdo mandar imprimir mis recibos con la leyenda “escritor” no para reafirmarme sino para obligarme a ello. Mi mujer y yo acabábamos de mudarnos a un departamento nuevo y como ambos éramos austeros, teníamos algo de dinero ahorrado en la cuenta del banco. Ella estaba cursando una segunda maestría, sin beca, en la UNAM, y yo quería levantarme temprano todos los días para teclear algo en mi computadora, y concebir todas clase de argumentos que nunca pude escribir.
Uno lee con pasmo sobre aquellos escritores que se levantan cada día a las seis de la mañana, desayunan todos los grupos alimenticios y corren diez kilómetros, se dan un baño con agua fría, se ponen ropa cómoda y se sientan frente a sus computadoras de diseño a escribir veinte páginas cada día. Yo intenté durante meses tener una rutina similar, pero a lo más que llegué fue a correr cinco kilómetros y me resfríe después de un baño frío con la insalubre agua de la ciudad de México; mejor no hablar de la dieta balanceada. Durante el mes de enero, como no estaba en la campiña suiza ni en algún lugar paradisiaco del Japón rural, tuve que guardarme de hacer ejercicio debido a la inversión térmica y la alerta ambiental. Algunas semanas llegué a escribir todos los días, otras me dediqué a hojear libros, incapaz de producir una sola línea, en medio de la frustración, pero sobre todo de la culpa por ser un tipo desempleado que pasaba de los treinta, sentado en un sofá en la penumbra, aburrido. Y tenía un sueño recurrente: llegaba a la casa de interés social donde había crecido y mi madre me esperaba:
—Hijo, tu padre y yo hemos decido regresar. Viene a vivir con nosotros otra vez.
“Oh, no”, yo pensaba. La separación de mis padres fue un evento traumático por el que no quería volver a pasar.
Mi padre aparecía de ninguna parte con una sonrisa benigna y me decía paternalmente, por supuesto:
—Hijo, has hecho todo mal. Es necesario que regreses a la escuela secundaria.
Como ocurre en los sueños, estábamos de golpe en la entrada de la escuela secundaria a donde yo fui (y que odio con todo mi páncreas) y mi padre me llevaba hasta uno de los pupitres, la clase era de Ciencias Naturales. Yo, un hombre de treinta años, sentado en un pupitre que me quedaba pequeño, rodeado de niños.
Despertaba empapado de sudor, mi mujer a un lado, sumergida en el sueño de los justos antropólogos que creen que su tesis sobre el racismo ayudará a cambiar al mundo. Finalmente descubrí que intentar hacerse una rutina sin éxito, con muchos altibajos, era, de cierta manera, una forma de rutina. Y como los argumentos de novelas que intentaba escribir me aburrían a la semana, decidí ponerme a trabajar en algunos relatos. Comencé por las historias que yo consideraba necesarias —es decir: aquellas personales e irrepetibles—, partiendo de que toda vida humana, incluyendo la mía, es digna de contarse. No me interesaba formular historias con sorprendentes y repentinos giros, consciente tal vez de que el producto de ese esfuerzo bien podría no interesarle a nadie. Aprendí que uno siempre apunta desde la incertidumbre, disparando intuitivamente hacía un blanco borroso, y pensaba, con ingenuidad, que algún día podría hacerlo desde la certeza.
Pero los meses transcurrieron, nuestros ahorros se acabaron, y cuando comenzamos a echar mano de las tarjetas de crédito la deuda creció al grado de que ya no tuvimos ni para el pago mínimo. Y aquí, parafraseando a Pushkin en su gran relato “El jefe de posta”, me gustaría decir: “¿Quién no ha odiado a un empleado de banco que te llama a las siete de la mañana los domingos? ¿Quién no lo ha colmado de improperios?”
La redacción donde yo había trabajado compartía el piso con el centro de cobranzas de la misma editorial, ya que se vendían a crédito las enciclopedias y otros productos, como libros de lujo. Entre los más temibles cobradores del departamento estaba un hombre llamado Demóstenes (quien por cierto no tartamudeaba a la hora de tomar el teléfono). Podías oírlo gritar al otro lado de la oficina tras los muros de un metro y medio de cristal esmerilado de su cubículo. Había dos Demóstenes en el mismo cuerpo: el hombre apocado que te encontrabas en el pasillo: bajo de estatura, gordo y malnutrido —alimentado con el aceite reutilizado de las fondas de Polanco, donde la clase más baja de la zona come: los oficinistas—, un traje raído y gris con el culo roto, la camisa sin planchar, el que ganaba una mierda y le debía dinero a todo el mundo; y estaba también el Demóstenes implacable, sarcástico y cruel, el que descargaba todas su humillaciones y frustraciones con los morosos al otro lado de la línea telefónica; hombres y mujeres que alguna vez creyeron que comprar una enciclopedia era una buena opción para la educación de sus hijos, mismos que ya no pudieron seguir pagándola por culpa de la especulación financiera global.
—Sí, señora, yo sé que su esposo acaba de morir luego de una larga y dolorosa enfermedad crónico degenerativa que la dejó en la calle, y que ahora sus niños rubios trabajan como empacadores en un Walmart, pero dígame, ¿a nosotros qué nos importa? Si no paga no nos queda más remedio que embargarla…
Sí, Demóstenes era un personaje que parecía salido de las páginas más negras de la literatura rusa. Y ese era un poco el estilo de los empleados bancarios (claro que sin la genialidad de Demóstenes, quien hacía honor a su nombre): jóvenes veinteañeros egresados de una escuela patito (cuyas colegiaturas endeudaron a sus padres), que cuando salieron al mercado laboral se dieron cuenta de que las únicas puertas que se les abrían eran las de los Call Centers (el nuevo Moloch), y que descargaban su odio y frustración hacia el sistema que los había engendrado contra aquellos que no podíamos pagar las tarjetas de crédito. En el tono de voz de estos muchachos se notaba la férrea convicción de que pasar ocho horas (o más) intentando recuperar la migajas que pertenecían a sus patrones era una causa tan justa como combatir al hambre, al VIH y a la malaria en África. Y nada me angustiaba más que ver la deuda de mi tarjetas crecer. La razón estaba en que no podía evitar compararme con una amiga, a quién se le conoce como “la reina de las tarjetas” por su manera tan hábil de manejarlas. El otro día sacó una tarjeta de color dorado de su billetera y me la puso en la cara:
—Si yo quisiera podría llegar ahí —señaló una agencia de BMW— y comprarme una camioneta nueva.
Ahora bien, si antes hablé de un “premio de prestigio”, en mi opinión prestigio y premio no son términos compatibles. Aunque yo he ganado varios, considero que estos son el último recurso al que debe apelar un escritor. Quien crea que un autor es bueno porque ha ganado un premio está pecando de ingenuidad. Conozco escritores que los presumen como los generales soviéticos presumían sus medallas en el pecho, y la prueba de que no valen mucho es que hay demasiados premios y demasiado escritores que los ganan y no precisamente en las condiciones más claras. Incluso hay escritores que han ganado cientos de premios y solo son leídos por sus parientes y sus novias. Pero para mí, con las tarjetas sobregiradas y bajo la espada de Damocles del casero (Dear landlord / Please don't put a price on my soul / My burden is heavy / My dreams are beyond control), meses después de comenzar a jugar a ser escritor, parecía que la única salida (la azarosa) era mandar los relatos aún en gestación a un premio cuya convocatoria cerraba en un mes cuando la vi en internet.
Hay un desgaste emocional en trabajar durante cierto tiempo en corregir y escribir un libro, en crearte expectativas (el dinero del premio te va a servir para autobecarte y trabajar en un nuevo libro, o en ponerle azulejos nuevos al baño, o bien, para pagar lar tarjetas de crédito, cada quien), y comerte las uñas cuando el cierre de la convocatoria está cada vez más cerca y no has avanzado lo suficiente. Cuando logras terminar, generalmente el día del cierre, estás en piyama a las dos de la tarde, aturdido, sin dormir, con los nervios alterados por la cafeína, la nicotina u otras sustancias, intentando encontrar erratas en un manuscrito cada vez más incomprensible. Luego debes de salir de prisa para sacar copias al original, engargolar los tres juegos, preparar la pleca, pensar en un seudónimo pretencioso como La Maga u Oliveira que convenza al jurado de que eres un hombre letrado; no te puedes poner Juan de los Palotes, por Dios, se trata de que te tomen en serio. Finalmente llegas a la mensajería cuando está apunto de cerrar y el envío no es nada barato. ¿Todo ese dinero, esfuerzo y tiempo, y la mitad de tu hígado necrosado, lo valen? Cómo diría mi padre:
—Mejor cómprate un cachito de lotería, mijo.
Sin embargo decidí tomar el riesgo, ¿después de todo qué podía perder? No creía que a ninguno de los jurados fueran a interesarles mis historias ya que no tenían giros sorprendentes y repentinos. ¿Realmente mi libro merecería ganarse un premio? ¿Cómo tener la certeza de que lo escrito por uno merece ser leído o no? Como lo describí arriba, las dos últimas semanas fueron de desgaste total, pero las sobrellevé pensando que al menos, aunque no ganara, tendría en mis manos el producto de varios meses de incertidumbre y trabajo. Había reservado incluso algo de dinero para las fotocopias, el engargolado de los tres ejemplares, y el envío por paquetería. Y el día del cierre, a las cuatro de la tarde, sin bañarme, despeinado y apestando a tabaco, cuando fui a retirar la cantidad al banco me encontré conque la cuenta estaba en ceros, pues la respetable institución bancaria había dispuesto de esa ridícula cantidad para cobrarse una deuda que tenía dos ceros más. Fue un momento de paz y resignación. Cuando ya pensaba que después de todo lo mejor era no concursar y no someterse al escrutinio de extraños, sonó el teléfono celular y era mi amiga, “la reina de las tarjetas”. ¿Un giro sorprendente e inesperado? ¿Deus ex machina?
—¿Qué pasó? ¿Ya enviaste al concurso?
—No, banco Longoria me quitó los últimos centavos que me quedaban.
—Pero qué te falta.
Le expliqué el engorroso procedimiento de impresión, engargolado y envío.
—Mándame el archivo —me dijo—, yo aquí tengo una máquina de engargolar, y una impresora. Y vamos a enviarlo, yo te presto.
Quise preguntarle por qué demonios tenía una máquina engargoladora en su casa, pero quedaba muy poco tiempo para gastarlo en sutilezas. Le envíe el archivo por correo y cuando llegué a su casa me encontré con los tres juegos empastados.
—Vámonos —me dijo, y tomó las llaves su camioneta.
Fuimos a la paquetería más cercana, faltaba media hora para el cierre, a las siete de la noche. Había una fila considerable de clientes que no parecía avanzar.
—¿Qué pasa? —le preguntó mi amiga al empleado.
—No hay sistema —dijo.
Después de gastar una buena dosis de estoicismo, me dio por ponerme trágico. Quería regresar a casa y olvidarme de todo; tomarme una cerveza, algo que me relajara.
—Olvídalo —dije—. El destino no quiere que yo gane ningún premio.
—Busquemos otra paquetería —dijo mi amiga, que no solo era “la reina de las tarjetas de credito” sino además una de esas mujeres que nunca se dan por vencidas.
Creo que fuimos a dos o tres paqueterías más en la zona, y todas cerraban una hora antes que la primera.
—¿Me puedes prestar para una cerveza? —le dije a mi amiga—, no, mejor para dos cervezas.
—Volvamos a la primera. A lo mejor ya volvió al sistema
—Que sean tres cervezas. No, mejor para una botella de whisky.
Faltaban cinco minutos para las siete de la tarde. Mi amiga dio vuelta en u en una avenida de cuatro carriles y muy transitada a esa hora. Atrás dejamos el humo de las llantas quemadas sobre el pavimento. Me puse el cinturón de seguridad. Jamás pensé que una de esas camionetas automáticas que sirven para llevar a los niños a la escuela, o al perro labrador a la estética canina, pudieran correr a tal velocidad. Me gusta callarle la boca a todos esos machos que dicen que las mujeres no saben manejar ni estacionarse. Cuando llegamos a la primera paquetería la fila ya no estaba y el empleado estaba por apagar el ordenador. El sistema había vuelto, pero ya era hora de cerrar. Si mi amiga hubiera tenido un revólver le hubiera apuntado con él para que nos dejara enviar el paquete, pero no hizo falta, el hombre accedió con una sonrisa a la primer solicitud.
Un mes más tarde me encontraba en una cafetería Sanborns bajo la mirada inquisitiva de una mesera, a quien yo no parecía caerle bien tan solo por pedir una miserable taza de café. Ya no podía trabajar en casa y ahora estaba intentado escribir en un café, o donde fuera, porque necesitaba disciplinarme, escribir a toda costa, lloviera o tronara, bajo cualquier circunstancia. Tecleaba con los audífonos puestos una escena que estaría en un improbable siguiente libro, cuando sonó en el bolsillo de mi pantalón el teléfono celular con un código regional desconocido. Dudé en contestar pues los únicos que me llamaban eran los empleados del banco, cada vez más exasperantes. Miré con estupefacción el número y dejé que sonara dos, tres, cuatro veces, hasta que mi pulgar, movido por la intuición, presionó el botón de recibir llamadas.
—¿Bueno?
—¿Hablo con Daniel Espartaco Sánchez?
—Sí.
—Felicidades, acabas de ganarte los Juegos Florales de San Juan de Los Palotes.
—¿Cómo?
Cuando colgué me quedé mirando la pantalla de la computadora, dispuesto a seguir con el trabajo porque había que disciplinarse bajo cualquier circunstancia, aún cuando esto significara ganar los Juegos Florales de San Juan de Los Palotes, un montón de dinero con el que podría pagar las tarjetas de crédito. Tecleé una palabra, dos, tres, cerré la computadora y pedí la cuenta. Supuse que bien podría tomarme ese día de descanso. Lo primero que hice fue llamarle a “la reina de las tarjetas”, a quién le debía en gran parte haber ganado el premio.
—¿Ves?, te lo dije. Tienes que tener más confianza en ti mismo —ella siempre tenía frases de superación personal a la mano.
—Yeah.
Yo me sentía algo así como vacío, ligeramente excitado, y no podía disfrutarlo. ¿Realmente mi libro merecía ganarse un premio? Todo me resultaba subjetivo. Lo que yo necesitaba era la certeza que ningún premio, ni el Nobel, te puede dar: la de que hay alguien ahí afuera para quien signifique algo lo que tú escribes.
Regresé a casa caminando y pasé por el mercado de las flores. Tenía unos billetes en la cartera. Miré algunos ramos, la mayoría de mal gusto, y mandé que me hicieran uno con las flores y colores que me gustan. Me lo envolvieron en celofán transparente y mientras abría la puerta de mi departamento comencé a sonreír, y pensé que, lo mereciera o no, mi mujer y yo estaríamos un poco más aliviados y se acabarían esas malditas llamadas los domingos a las siete de la mañana. Ella estaba sentada frente a la mesa del comedor, tomando notas en medio de varios juegos de fotocopias y libros abiertos. Sonrió al ver el ramo gigante. Yo muy pocas veces le regalaba flores.
—¿Qué estamos celebrando? —me preguntó.
P.S.
Mientras escribía este artículo recibí una llamada telefónica para avisarme que había ganado los Juegos Flores San Miguel del Río Ancho para Obra Publicada. Justo a tiempo. Y ahora me imagino a los empleados del banco Longoria bailando frente a sus escritorios como los ewoks festejan la caída del Imperio Galáctico en El regreso del Jedi.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).