Ideas alternativas para alimentar bebés felices

La capacidad de superar en la vida adulta el tránsito de una teta a otra está relacionada con el primer alimento que nos dieron de bebés cuando abandonamos la lactancia.
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El asunto es que soy tío desde el pasado lunes y yo, que desde los quince años he soñado con ser padre, no puedo evitar la cursilería de esta entrada. Alba y Aleix, se llaman. Nacieron en Barcelona para estrenar a mi hermana mayor como madre y ahora que hablo con ella y la escucho decir, con las mandíbulas aún dormidas por la morfina, que la lactancia es preciosa, me pregunto cuánto tardarán en sacar dientes para darles la primera lonja de jamón de pata negra. Ese es el tipo de tío –y de padre– que aspiro ser.

La capacidad de superar en la vida adulta el tránsito de una teta a otra está relacionada con el primer alimento que nos dieron de bebés cuando abandonamos la lactancia. No lo dice la ciencia, es apenas una variación freudiana. ¿Cómo nuestra conciencia infantil puede alojar felicidad cuando el calor del pecho es sustituido por una miserable papilla de manzana? Ni hablar de las compotas procesadas, que, según he leído, tienen la mitad del contenido nutricional de la leche materna pero las mismas calorías y azúcar.

La naturaleza es casi tan sabia como las tetas, por eso cada generación de padres corre una carrera ya perdida para resolver la incertidumbre de la crianza. No sé si en materia de azotes sigue de moda lo de no pegarle a los niños –ojala que sí–, o si los psicólogos infantiles aún aconsejan eso de no decirle no a los hijos para no truncar sus ánimos creativos, solo sé que en el terreno de la alimentación infantil las sugerencias son cada vez más desabridas.

En principio no estoy en desacuerdo con procurarle alimentos orgánicos a los niños. A mí también me daría miedo darles algo genéticamente modificado y lo último que he querido siempre es colaborar con la causa de Monsanto, pero puestos al activismo no hay que olvidar que un bebé estadounidense genera tantas emisiones de dióxido de carbono como 106 bebés haitianos, número que no debe ser muy distinto en México, considerando la tragedia de la obesidad. Además, antes del primer año, un bebé consume alrededor de 600 envases de compotas y papillas comerciales, que contaminan igual sean orgánicas o no.

Así que cocinar en casa es importante para que los hijos no se parezcan a un rastro contaminante obeso, mayor a cien niños famélicos después del temblor, aunque a mí, honestamente, me importa menos la lectura política que ahorrar en el psicoanalista del futuro.

Para que la pérdida de la teta sea más llevadera, hablaré con mi hermana sobre los beneficios de la dieta mediterránea y, aprovechando que ya están en Catalunya, me llevaré a Alba y Aleix a comer pan con tomate y aceite de oliva, anchoas de la Costa Brava, gambas y chipirones. Les explicaré que muy pronto sabrán lo que es el buen vino y la buena cerveza, que no todo tiene que ser trágico después de la teta, que en el jamón de Jabugo y en la butifarra negra existe una grasa sacrosanta y que todo aquel que sabe apreciar el encuentro en una mesa, amerita confianza y amor.

 

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Les recuerdo que sigo aceptando invitaciones para comer en México, ya sea a través de los comentarios del blog o directamente en Twitter. Quiero escribir sobre sus alimentos favoritos, conocer las recetas familiares y los mejores lugares para pasar resacas, pero sobre todo quiero que me acompañen. Entre el 26 y el 30 de noviembre en el DF, y del 1 al 6 de diciembre en Guadalajara.

 

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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