Infierno grande

Implacable polemista, la muerte de Kierkegaard, el 11 de noviembre de 1855, fue un verdadero alivio para sus paralizados enemigos, a los cuales no les quedó sino el infundio, el libelo, la difamación.
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Paso el domingo leyendo a Kierkegaard en el mero día de su aniversario de natalicio, el número 200, lo cual me produce una emoción banal. Él la llamaría estética, es decir, ni ética ni religiosa. He leído mucho al danés y nunca me ha parecido que lo entiendo. Intentándolo, he escrito varias veces sobre él y en esta ocasión, como en las anteriores, acabará por borrarse lo que piense y escriba. Por ello no me jacto de releerlo: con él empiezo balbuceando y termino balbuceando. Es de mis escritores favoritos –él prefería ser llamado escritor o si acaso pensador antes que filósofo– pero reprobaría yo cualquier exposición de su doctrina aun ante el menos exigente de los públicos.

Pero busco la compañía de Soren Kierkegaard (1813–1855), que me alegra. Me llevo al sillón sus libros y no sé bien por donde volver a empezar. Decido, en principio, no ceder a la facilidad o a la cortesía de reproducir algunos de sus aforismos o proverbios y lamento, en el camino, no tener la nueva edición aparecida en España de El pensamiento vivo de Kierkegaard, que hiciera W.H. Auden y cuya selección, me imagino proviene, copiosa, de una antología que hiciera el poeta inglés junto con Louis Kronenberger, en 1962, The Faber Book of Aphorisms. Decido releer el último año en la vida de Kierkegaard según la biografía del máximo erudito danés, Joakim Garff (2000 y 2005) y me doy cuenta —mi huella es harto visible en los libros— que abandoné esa lectura, a la mitad, en Copenhague hace un lustro: nunca llegué a leer lo concerniente a su muerte. Considero ser más humilde y leer al fin el ameritado resumen de James Collins, un breviario del FCE del año 1958, uno de los pocos libros citados por Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Descubro entonces que el de Collins lo he leído no una sino dos veces.

Acabo por terminar lo de Garff y encuentro que será poco atractivo para quienes no hayan contraído previamente el gusto por Kierkegaard, pero insisto, ateniendo a la observación del filósofo de que a veces es más difícil ir cuesta abajo que cuesta arriba. Kierkegaard pasó el último año de su vida en combate frontal contra la iglesia danesa, una vez muerto el obispo Mynster, un viejo amigo de su padre, que fue exaltado en su epitafio más allá de toda proporción, por su sucesor, Martensen. Infierno grande el que se arma en ese pueblo chico que fue y es Copenhague. Una y otra vez, Kierkegaard asegura que el cristianismo y la Cristiandad ya nada tiene en común y exige a los cristianos que lo confiesen, funcionarios de un Estado y no creyentes. Van y vienen réplicas y contrarréplicas en un periódico llamado Faedrelandet. Implacable polemista era Kierkegaard y esta vez su muerte, el 11 de noviembre de 1855, fue un verdadero alivio para sus paralizados enemigos, a los cuales no les quedó sino el infundio, el libelo, la difamación. No era una perita en dulce el filósofo, sin duda. Muere de una enfermedad rara, tras más de un mes de hospital y en su sepelio un intruso se atreve a dudar, encendido, de su derecho a ser enterrado en tierra santa. Pese a la virulencia del escándalo, las cosas no se desmadran. Ya entonces, es notorio, gracias a la forzosa pluralidad protestante, aquello era un país tolerante. Me dirijo hacia el final de la biografía de Garff, donde se dice que Kierkegaard fue enterrado muy cerca de su rival, quien desposó a Regina Olsen, siendo imposible que ella, una de las amadas insignes de la historia, no mirase, al menos de reojo, la tumba de su arrepentido seductor cuando iba al camposanto de Assistens en calidad de viuda de dos hombres, probablemente, el estético y el ético.

Me entero, chismoso, de que en su testamento, Kierkegaard le deja todo a su antigua prometida —el noviazgo duró trece meses entre 1840 y 1841 y lo rompió él—, pero esta y su marido, rehusaron la herencia. A Regina le bastó con recuperar algunas cartas y chucherías que fueron suyas alguna vez. Leído todo esto decido, ya muy tarde, invertir lunes y martes en “La validez estética del matrimonio”, parte de O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida (1843), donde se encuentran las razones filosóficas que llevaron a Kierkegaard a no casarse, a no engendrar y a escribir, resueltamente paradójico, la más sistemática de las apologías del matrimonio.

Uno de los heterónimos de Kierkegaard, Victor Eremita se dirige a su otro yo en “La validez estética del matrimonio” para refutar aquella sentencia de lord Byron de que el amor es el cielo y el infierno es el matrimonio; la refutación incluye, sin nombrarla, a buena parte de los románticos, creyentes en la estética del primer amor y no en la ética de la duración. Por “primer amor”, el puritano Kierkegaard entiende más al amor platónico que al amor pasión, a aquello que él sintió por Regina y rechazó sentir. Contra la supuesta superioridad estética de ese “primer amor” el filósofo arremete contra sí mismo a través de Victor Eremita, quien argumenta (Kierkegaard contra Kierkegaard: un pequeñoburgués le habla a otro) contra los románticos deseosos de encarnar nada menos que al destino. Se goza de manera masculina o femenina el matrimonio que no provoca la pasión amorosa sino la presupone.

No debe creerse en la primacía de lo primero, en el “primer amor”, si no en lo adquirido y solo el matrimonio, a diferencia del amor romántico, está condenado a devenir histórico, por ser la esencia capaz de unir a lo particular con lo universal. El primer beso, dice este teólogo del amor y perturbador de los cristianos, solo vale cuando incluye todos los siguientes. En los hijos, dice el escritor que se rehusó a tenerlos, se revive la propia vida. Romantizado por quien lo rechazó en la vida real, el matrimonio, para Kierkegaard, “en su duplicidad de hermafrodita, es el más singular engendro de la naturaleza. Todo lo demás, o bien es deber, o bien es amor.”

Eso concluye Soren Kierkegaard en esta apología, primero empalagosa y luego amarga, tan ejemplar en su escritura, parábola y paradoja.

 

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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