De todas las actividades domésticas no existe una que entrañe tales posibilidades filosóficas como el arte de tender bien la ropa o de “colgarla”, sinónimo o más bien eufemismo que contiene una carga semántica profundamente distinta. A la ropa se le cuelga, a los muertos se les tiende…, aunque tal vez la ropa al sol semeja un montón de personas muertas; ropa al aire como lo mostraban las imágenes del churro reciente de La guerra de los mundos cuando la gente era alcanzada por el rayo desintegrador.
Menciono las profundas posibilidades filosóficas de colgar la ropa por varias razones. La primera es que, al igual que los grandes pensadores griegos, se está al aire libre. Salvo para quienes viven en departamentos y utilizan la parte exterior de sus ventanas para colgar sus tendederos, guindar la ropa en los patios de las casas es un punto a su favor y uno en contra de las jaulas metálicas en la azotea donde algunos extienden sus prendas como animalillos indefensos. Quién sabe cuánta ropa tendida observó Aristóteles en sus andares por la antigua Grecia.
La segunda posibilidad filosófica radica en el hecho de que toda actividad mecánica permite que quien la ejecute simplemente se aleje a los confines de la ensoñación. No hay nada más estimulante para crear que repetir una acción por “n” cantidad de veces como bien lo dice Sheldon Cooper, uno de los apóstoles de nuestro tiempo cuando, para poder resolver una ecuación de la física, tuvo que ponerse a recoger la loza del restaurante donde trabajaba Penny en la serie The Big Bang Theory.
En caso distinto, supongo que Renoir acompañaba a su empleada doméstica a lavar la ropa sólo para encontrar en su trabajo la inspiración para su célebre cuadro Las Lavanderas. Por otro lado, no creo que Renoir haya lavado alguna vez sus calcetines.
Existe una tercera posibilidad: para todo hay un mecanismo secreto: colgar la ropa no se salva de eso. Por ejemplo, primero hay que pasar un trapo húmedo sobre el cordón, nunca se sabe qué insectos han hecho nido entre los tendederos o si han servido de cama para los gorriones de la zona. También hay que medir el aire, calcular la intensidad del sol, porque como los adjetivos, un buen sol seca, uno demasiado fuerte, mata.
En tiempos de mi abuela no existían las pinzas para colgar la ropa, así que se procedía a apresarlas entre el cordón de ixtle o de plástico, pero esto también lleva una exigencia: las camisas nunca se cuelgan de los hombros, sino de las puntas de sus faldas. Si se omite este punto es muy probable que uno ande con hombreras mallugadas por la vida, como seguramente salió la familia Simpson cuando en la apertura de uno de sus capítulos, Marge los cuelga a secar frente a la televisión. No, Marge, así no se hace: debiste colgarlos por la punta de los pies.
Ni un pantalón o una toalla deben ir simplemente aventados sobre los cordones. ¡Dios nos libre! Es invitar a la humedad a que habite por horas y deje un olor penetrante en los bolsillos de la prenda. Como se sabe, nada ofrece mayor resistencia a ser contabilizado como los calcetines. Huyen a la mejor provocación, al momento de tenderlos se deben aparear para evitar que se den a la ley fuga.
Por lo general la mayoría de las personas deja que la ropa sucia se amontone, así que esta actividad puede durar horas y ahí está la última de las posibilidades filosóficas de la actividad: el tiempo. Se sabe que en los hospitales y hoteles, en la antigüedad, la labor de poner tender la ropa al sol llevaba días aunque para esto también hay que hacerlo con ciencia: nunca extender las mantas porque se arrastran, solo doblarlas una vez. Por lo general la gente no lava demasiado sus sábanas. Siempre me he preguntado cuántas veces colaron la manta en la que las hosteleras mantearon al buen Sancho Panza, pero supongo que no tanto.
Lavar, sacar, extender, una pinza más otra en la mano, otra en los dientes, primero calcetines, después camisas, pantalones y al final la ropa interior —siempre bien escondida entre las sábanas porque se sabe, hay mirones de calzones o pantis, como les dicen ahora—, tender la ropa nos llevará así al nirvana… Claro, esto depende de sus posibilidades de imaginación. Puede ser el rey de los tendederos, no confundir esto con algún título de películas de ficheras del siglo pasado (qué rápido lo dejamos atrás) y escribir, parafraseando a Neruda, los versos más limpios de esta tarde y filosofar sobre el kilo de tomates y su alza en los mercados o el camino que las hormigas hacen de nuevo al interior de su casa.
Una cosa es fundamental aunque obvia: tender al sol, aunque a veces sacar la ropa y ponerla bajo los ganchos en medio de un aguacero es sinónimo de carácter.
Es escritor y forma parte del Programa Nacional de Salas de Lectura del Conaculta como formador de mediadores. El cantante de muertos (Almadía, 2011) es su más reciente novela.