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Hace unos días una conocida comentaba en Facebook que se sentía “abrumada de Whatsapp”. Hablaba de una “cultura de chatear para pasar el tiempo como si fuera lo mismo que jugar al Candy Crush”, de la que no podía escapar sin angustiarse por caer en una actitud de “destrato y descortesía”.
Parece ser que, de alguna manera, Whatsapp ha logrado inmiscuirse en todas las grietas de nuestras vidas. Quizá sea un permiso que le damos cuando le decimos que sí, que hemos entendido y aceptamos sus condiciones, pese a que nunca las leímos ni las hemos de leer. Las esperas, las colas, los viajes en transporte público, incluso minutos contrabandeados al trabajo o a cualquier actividad que desarrollemos: da la sensación de que cualquier momento es bueno para estar en contacto con los demás. Esto, en principio, parece algo bueno, o al menos no perjudicial. Hasta que alguien se reconoce abrumado y advierte que chatea como si superara niveles en un videojuego.
En su libro Nunca más solo, del que ya hemos hablado en alguna ocasión, Miguel Benasayag y Angélique del Rey aludían al hecho de que, si bien los teléfonos celulares son muy útiles en ciertas ocasiones, la mayor parte del tiempo no son necesarios. Pero como todos tenemos todo el tiempo el teléfono con nosotros, surge “el desafío de fabricar la función: millones de horas de un blablablá inmundo se vuelve posible gracias a un bosque de antenas”. Una década después de la publicación de ese libro, ese blablablá acústico ha sido sustituido, en buena medida, por un blablablá que se escribe en cualquier momento y en todo lugar.
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La chica abrumada de Whatsapp terminaba su comentario preguntándose si hay alguna manera de tener teléfono inteligente sin hartarse en el intento. Me quedé pensando en esta pregunta y me acordé de Medianeras, una linda película argentina de 2011 que se puede ver completa en YouTube. Comienza con decenas de imágenes de edificios de Buenos Aires, mientras escuchamos en off la voz del protagonista, Martín, que suelta un largo monólogo sobre la desquiciada arquitectura porteña. Nos explica que esos edificios, “que se suceden sin ninguna lógica, demuestran una falta total de planificación. Exactamente igual a nuestra vida: la vamos haciendo sin tener la más mínima idea de cómo queremos que nos quede”.
Martín enumera después una serie de problemas que, según él, son responsabilidad de los arquitectos y empresarios de la construcción. Uno de esos problemas es la incomunicación. Cuando por fin vemos al narrador, sentado frente a una computadora en su pequeño y oscuro monoambiente, lo primero que hace es seleccionar su estado en una sala de chat: “super available”. Por supuesto, si uno necesita aclarar que está “súper-disponible”, es porque no podría estar más solo. El problema no es tener un teléfono inteligente o cuentas abiertas en todos los servicios de mensajería que hay. El problema está en otro lado.
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Una de las crónicas nominadas a los premios Pulitzer de este año se titula “Morir solo en Nueva York”, publicada por The New York Times. Es la historia de una de esas tantas personas que mueren solas, cuyos cuerpos son descubiertos cuando los vecinos denuncian el mal olor que proviene de sus casas. El artículo describe el engranaje estatal que se pone en marcha para liquidar los bienes del fallecido y para encontrar a sus herederos. ¿Cómo puede alguien estar tan solo como para que su muerte no afecte la vida cotidiana de absolutamente nadie?
Entre los personajes de la crónica hay unos investigadores que se especializan en visitar las casas de los muertos en busca de pruebas de qué poseían o de quiénes eran sus familiares. “Este trabajo enseña mucho”, dice uno de ellos. “Aprendes que debes compartirte. La gente se muere sin tener con quién hablar”. El hombre tiene 52 años, está divorciado y no tiene hijos. Pero se preocupa por cuidar sus amistades. “Cuando me muera, alguien se va a dar cuenta el mismo día o al día siguiente. No quiero morir solo”.
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Según el Informe sobre la Felicidad Mundial que la ONU publica cada año desde 2012, Dinamarca es el país más feliz del mundo. Por eso, no es extraño que allí esté la sede del Happiness Research Institute (Instituto de Investigación de la Felicidad). Hace seis meses, esta institución publicó los resultados de un estudio sobre el uso de Facebook. Sus conclusiones fueron contundentes: sin la red social se vive mejor.
El experimento fue simple. Un millar de usuarios habituales de Facebook fueron divididos en dos grupos: una mitad continuó con su participación usual en la red, mientras que la otra se abstuvo de hacerlo durante una semana. Al cabo de ese lapso, todos ellos completaron una encuesta. Los que habían practicado el ayuno de Facebook manifestaron niveles más altos de entusiasmo, goce, capacidad de concentración, vida social y felicidad. Los que siguieron usando la red padecieron más preocupación, tristeza, ira, estrés, depresión y soledad, siempre la soledad.
Una de las principales causas de todo esto, según el estudio, es el hecho de que lo que compartimos en Facebook en general siempre es bueno: nos hace ver inteligentes, atractivos, afortunados, dichosos. Muchas personas, al ver tales derroches de bonanza en las vidas ajenas, tienden a sentirse mal por lo que les falta a las suyas. Y es algo que le pasa incluso a gente que, con sus propias publicaciones, genera en otros el mismo efecto.
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Hay otro riesgo inherente a Facebook y al resto de las redes sociales: confundir la vida virtual con la real. Creer que tus cientos de contactos son tus amigos. Para plantearlo de un modo brutal: si te murieras de repente, ¿cuántos de tus contactos de Facebook lo sabrían el mismo día o al día siguiente?
Como se ha dicho muchas veces, quizá las demasiadas herramientas para la comunicación solo contribuyen a crear una fantasía de mayor comunicación, y su efecto real es justo el opuesto: que estemos cada vez menos comunicados. Tal vez por eso hay veces que estamos super available y, pese a eso, ni uno de nuestros cientos de contactos nos dice “hola”. O nos dicen “hola” y respondemos “qué tal” y así seguimos, chateando como si jugáramos al Candy Crush.
Seguro que sí hay forma de tener un teléfono inteligente sin hartarse en el intento. Es cierto, como dice el protagonista de Medianeras, que vamos haciendo nuestra vida sin tener la más mínima idea de cómo queremos que nos quede. Pero hay algo que sí sabemos. Igual que aquel investigador que visita las casas de los muertos, a quien su trabajo le enseñó a compartirse y a preocuparse por cuidar sus amistades (no las de Facebook), no queremos morirnos —ni sentirnos—solos. Intuyo que la clave pasa por dar a los dispositivos electrónicos y sus aplicaciones el lugar correcto. Y en saber apagarlos en los momentos oportunos. Como se ha dicho muchas veces, la vida está en otra parte.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.