FotografĆ­a: HĆ©ctor GarcĆ­a

Conversaciones montaƱesas

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Durante las vacaciones europeas del aƱo pasado, hice un breve viaje a Chile, me enredĆ©, o me dejĆ© enredar, en interminables cuestiones ministeriales, pasĆ© frĆ­o, me mojĆ© con la lluvia y no lleguĆ© a ninguna conclusiĆ³n interesante. Ahora vine al pueblo cantĆ”brico de Comillas, lugar que conocĆ­ en Ć©pocas mejores, gracias a mi amigo y editor Antonio LĆ³pez Lamadrid, y he gozado de unas vacaciones insuperables: lectura, escritura, contemplaciĆ³n del mar desde mi habitaciĆ³n de hotel, reencuentros diversos, en lugares variados de la geografĆ­a montaƱesa, con viejos amigos y con algunos nuevos. TenĆ­a algunas nociones, pero ahora he descubierto, en pocos dĆ­as, aspectos extraordinarios de una regiĆ³n que se extiende entre Santander, Laredo, algunos pueblos de Asturias, OƱa y Burgos por el sur. Mucha gente pasa el verano por estos lados, en casas de campo, de playa, en mansiones santanderinas, que me recordaron hasta cierto punto, guardando algunas distancias, las buenas casas del ViƱa del Mar de mi juventud, del barrio de Chorrillos, de ReƱaca y sus alrededores. Me encontrĆ©, tambiĆ©n, con una forma de conversaciĆ³n, con apasionantes paĆ­ses de la memoria o, si quieren ustedes, de la historia privada.

Por ejemplo, me enterĆ© anoche de que hubo un curioso intento de canonizar a don Marcelino MenĆ©ndez y Pelayo, el autor de la enorme Historia de los heterodoxos espaƱoles. No hablo de un intento figurado, no empleo una metĆ”fora. Los admiradores de don Marcelino, entusiastas, fanĆ”ticos, incondicionales, llegaron al extremo de pedirle al papa, creo que PĆ­o XII, que iniciara el proceso de su canonizaciĆ³n. En su anĆ”lisis crĆ­tico de la heterodoxia, de la blasfemia, de la herejĆ­a, don Marcelino acumulaba mĆ©ritos indudables. Pero el examen de su vida privada arrojĆ³ resultados nefastos, que terminaron con el intento de canonizaciĆ³n sin rĆ©plica posible. Se comprobĆ³ que don Marcelino tenĆ­a la desgraciada costumbre de ir a casas de mala reputaciĆ³n, y su asistencia era imposible de ocultar. En esos tiempos, existĆ­a el hĆ”bito de formar cola, pero cuando los clientes divisaban a don Marcelino, le cedĆ­an los lugares, por respeto, y le pedĆ­an que pasara adelante. Se dice que el polĆ­grafo, a sus veintidĆ³s aƱos de edad, hizo oposiciones en contra de don Emilio Castelar, polĆ­tico y orador cĆ©lebre, citado con frecuencia por don Arturo Alessandri Palma, y le ganĆ³. Fue el catedrĆ”tico mĆ”s joven de EspaƱa. Pero ser santo del santoral catĆ³lico ya era otra cosa.

En la reuniĆ³n habĆ­a un gran experto en arte, coleccionista y economista, cosa que me permitiĆ³ conocer relaciones curiosas de los artistas con el dinero. VelĆ”zquez, el pintor de Las meninas, era, como ya se sabe, un notable anticuario, pero yo no habĆ­a escuchado nunca que Marcel Proust hiciera operaciones eficaces de Bolsa, en los aƱos mismos en que vivĆ­a encerrado y escribĆ­a su novela monumental. ExpresĆ© dudas, con abierta mala educaciĆ³n, y me dieron pruebas documentales y referencias que no conocĆ­a. Supe, sin ir mĆ”s lejos, que el abuelo materno del novelista, de apellido Weil, era corredor de la Bolsa de ParĆ­s. La gente que opera en la Bolsa habla del tema en las conversaciones familiares y los niƱos se impregnan desde sus primeros aƱos. Aprenden desde muy temprano a conocer un tĆ­tulo, a conocer el significado de la palabra “cotizaciĆ³n” y de la palabra “dividendo”. Eso me consta por experiencia. Y Marcel Proust, a quien llamaron durante aƱos “el pequeƱo Marcel”, tuvo que manejar con habilidad sus bienes hereditarios para dedicar doce o mĆ”s horas del dĆ­a a la elaboraciĆ³n de su manuscrito, o para poder contemplar sin la menor distracciĆ³n un cuadro de Vermeer, o para recuperar una sensaciĆ³n visual u olfativa que habĆ­a perdido en Venecia. SĆ­, seƱores. VisitĆ© la ciudad normanda de Illiers, el Combray de Marcel Proust, como dicen las seƱales del camino, y conversĆ© con el doctor encargado de la casa de veraneo de la familia, un antiguo amigo del hermano mĆ©dico de Proust. HabĆ­a convencido a Mario Vargas Llosa para que se uniera a la excursiĆ³n, a cambio de acompaƱarlo despuĆ©s a una visita flaubertiana de alguna clase. El doctor y curador de la casa “de tĆ­a LĆ©onie” nos dijo que Proust habĆ­a muerto en un departamento del Boulevard Haussman de ParĆ­s. Me permitĆ­ corregir el dato del amable doctor y presidente de la sociedad de amigos del escritor. Proust, en realidad, junto a su manuscrito de mĆ”s de un metro de altura y no terminado, en su habitaciĆ³n acolchada para amortiguar los ruidos de la calle, habĆ­a muerto en el nĆŗmero cincuenta y tantos de la rue Hamelin, a pocos metros de la avenida Kleber, no lejos del Hotel Raphael, que todavĆ­a existe. El simpĆ”tico doctor se golpeĆ³ la frente, reconociendo su error, y exclamĆ³: “Ces sudamĆ©ricains savent tout!” (¡estos sudamericanos lo saben todo!). Yo me abstuve de decir que vivĆ­a muy cerca y que pasaba frente a la placa del autor de la Recherche, que correspondĆ­a ahora a un hotel de barrio, casi todos los dĆ­as. La librerĆ­a Au Sans Pareil, uno de los templos del surrealismo de los aƱos veinte, editora de los manifiestos de Vicente Huidobro, hoy dĆ­a desaparecida, quedaba a la vuelta de la esquina. Y ya que he mencionado a don Arturo Alessandri, puedo informar, sin pedirle a nadie que me canonice, que durante su exilio de los aƱos veinte viviĆ³ en la rue BoissiĆØre, al otro lado de la avenida Kleber, a metros de la Plaza de Victor Hugo.

La conversaciĆ³n montaƱesa me sacĆ³ de las montaƱas, como advertirĆ”n ustedes, pero podrĆ­a regresar con facilidad a sus vericuetos, a sus desfiladeros geogrĆ”ficos y mentales. ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomƔtico.


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