No pagué más de cincuenta pesos en la taquilla cuando uno de los guardias me pegó una calcomanía con el título de la exposición –Los modernos– en la solapa.
Detrás de las puertas de vidrio, están las obras maestras, pensé, que serían inaccesibles para nosotros si no fuera por los museos. Nosotros que no somos un banco, una corporación rentable o un heredero al que le dio por coleccionar algo de arte. Tengo el hábito de hacer referencias –románticas, lo admito, pero no gratuitas– a la Revolución francesa. Esta vez me alegré por esos hombres perspicaces que, a los tres años de haber tomado la Bastilla, se dieron cuenta de que las pinturas estaban en manos de unos cuantos. El mismo año que la República decapitó a Luis XVI –a quien apodaron “El último”–, se abrieron las puertas de su palacio y los recién nacidos ciudadanos –los que hace poco no habían sido más que súbditos– pudieron visitar la colección real. Y desde entonces hasta nosotros que ahora estamos ante unas puertas de vidrio que amablemente se deslizan para que pasemos.
Los curadores suelen hacer sus promesas desde la primera sala. “Esta exposición presenta el modernismo francés y el mexicano”. Todo escrito sobre una pared blanca, en letras grandes y negras, con la contundencia que tienen los contratos. Unos cuantos pasos y la promesa empieza a cumplirse. Están ahí los cuadros que hicieron al siglo XX. La rebelión contra las figuras, el debut de los colores brillantes y las zancadas que se dieron rumbo a la abstracción. Los bodegones hechos de triángulos y rombos, y no de jarras ni perones. La pintura a la que no le interesa que el espectador reconozca al retratado. La manía de registrar la luz de los paisajes, esa que voluntariamente descuida la forma exacta de las arboledas y los ríos. En cada sala, los cuadros mexicanos hablan con los franceses. Aparece un Diego Rivera en un diálogo sobre el paisaje rural que tuvo con Albert Gleizes, y del que poco sabíamos.
Unos pasos más, unas pinturas más, otra vez Diego Rivera, que ahora es cubista. Más adelante están Siqueiros y José Clemente Orozco, porque no hay exposición que se atreva a no invocar la trinidad de Los Muralistas. Rivera, Siqueiros, Orozco, amén. Es como persignarse. Las paredes del museo pasan lista de otros indispensables. Ángel Zárraga, Saturnino Herrán, Rufino Tamayo, Gunther Gerzso, Carlos Mérida. Están todos los nombres que se necesitan para organizar una subasta que rompa el récord de venta en Sotheby’s. Uno asiente y se da por satisfecho.
Hay que encontrar un lugar apartado para descansar del recorrido. Uno se recarga contra la pared y busca algo en que fijar la vista. De uno de los muros menos importantes de la habitación cuelga un pequeño cuadro mal iluminado, que se puede apreciar cómodamente porque los visitantes no se agolpan para verlo. No es un óleo –cosa rara en esta exposición–, es un tapiz. Mejor aún. ¿De la década de 1920?, y el asombro se enrarece y se vuelve desconcierto. Se nos vienen las etapas de la historia del arte a la mente.
Pero si el Pattern & Design Movement fue cosa de los ochenta. Quién pudo haber hecho tejidos. En México. En esa época. Hay que acercarse a la ficha. “Lola Cueto”, y la sorpresa se duplica. No solo alguien trabajó los textiles de manera inédita, además, fue una mujer, que también pintó sobre platos. Si hubieran sabido de ella, Judith Chicago y Miriam Schapiro –el par de feministas más sobresalientes de la costa oeste de Estados Unidos en los 70– la habrían entendido como la confirmación irrefutable de que la historia ha menospreciado el arte de las mujeresy la habrían tomado como antecedente de sus propios esfuerzos, aunque Cueto tenga más que ver con el interés por el arte popular del modernismo hecho en México que con el feminismo.
Me gusta la frase en inglés porque no busca eufemismos ni compromete el mensaje de la denuncia con palabras decentes: Women have been written out of history. Los curadores no borran de las exposiciones a las mujeres artistas (como dice la traducción de la frase al español), no las sacan de las listas de los catálogos con maña y dolo. Los encargados de los discursos de los museos no son una de las legiones de la Misoginia. El problema es otro. No consideran a las artistas porque saben muy poco de ellas.
Desde el rincón hago un repaso de la muestra que, sobre todo, es un recuento de los nombres de los grandes hombres. De las 150 piezas, no más de 10 son de mujeres artistas. Una familia se detiene ante el Rivera cubista que casi los deslumbra con sus colores bien iluminados porque reciben la luz de unos focos estratégicamente colocados en el techo. Diego brilla. Lola está en la sombra. Padre, madre e hijos parecen un grupo obediente de pupilos que de buena gana le pondría mucha atención a un maestro. Asienten, se dan por satisfechos. Cómo no habrían de hacerlo si se les impone la autoridad del museo como recinto, sus muros altos, su vasto acervo, sus curadores con posgrado, sus guardias que vigilan que nadie se acerque demasiado a la valiosísima pintura que, para fortuna de los ciudadanos, no está en Sotheby’s, y que heroicamente forma parte del patrimonio nacional. Las idas al museo no son solo un paseo dominical. Uno asiste, como lo haría a un curso, convencido de que saldrá bien informado.
–La salida está a su derecha –me informa un guardia.
Miro por última vez la exposición que le dice a sus visitantes –aunque esa no sea su intención– que las mujeres casi no participaron en las conversaciones entre los modernistas franceses y los mexicanos. Entramos a los museos como espectadoras. Podemos ser guardias, curadoras, quizá directoras. Pero muy pocas ponen un pie en la historia del arte. Se admite que unas cuantas –tres, cuarto, tal vez diez– participaron en este y en otros estilos de los primeros tres cuartos del siglo XX. La curaduría insiste en que lo hicieron desde una posición inferior, mucho menos importante que la de los grandes maestros, y por eso pasan desapercibidas. Otra vez pienso en la Revolución francesa, en las cuentas pendientes de la democracia y el liberalismo. Para nosotras, la igualdad sigue arrojando un saldo negativo.
Una versión ampliada de este texto aparecerá en la revista huun, cuyo primer volumen se publicará en febrero de 2017 bajo el sello editorial de RM.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.