Hace un par de semanas, causó cierto revuelo un artículo de Cas Mudde, profesor de la Universidad de Georgia, en el que cuestionaba la tesis, ampliamente aceptada, de que el auge de los partidos populistas de extrema derecha en todo el mundo estuviera relacionado con el enfado de los “perdedores de la globalización”.
Mudde sostenía que, en términos objetivos, en los países occidentales no hay tantos perdedores de la globalización como se presume, que casi todo el mundo se ha beneficiado de algún modo de ella y que los verdaderos perdedores no son la clase trabajadora blanca, sino los negros, para el caso de Estados Unidos, y los inmigrantes, para el caso de Europa, de estratificación social más baja.
La tesis que relaciona el auge del populismo con las consecuencias de la globalización cobra más sentido cuando hablamos en términos relativos. Es probable que, objetivamente, los simpatizantes de Trump o quienes votaron por el Brexit no sean los perdedores absolutos de la globalización. Sin embargo, lo relevante es que ellos sí se sienten perdedores. Perciben que no se han beneficiado de ella, o que no lo han hecho tanto como otros, muchas veces de forma justificada.
Por eso, el discurso socioeconómico antiglobalización tiene éxito en los países que han experimentado crisis severas o han visto crecer la brecha de la desigualdad. Los trabajadores han visto frustradas sus expectativas de bienestar material, y eso se traduce en una indignación que el populismo rentabiliza.
Así, del artículo de Mudde se puede colegir una conclusión ya clásica: que las expectativas desempeñan un papel muy importante en la toma de decisiones. En los países occidentales, el impacto de la frustración de expectativas se observa muy claramente. En Estados Unidos y buena parte de Europa, años de crecimiento económico sostenido habían alimentado unas expectativas materiales que se ven frustradas con la recesión económica. En términos objetivos, los trabajadores que nutren de votos a las opciones populistas no son los perdedores de la globalización, pero el origen de su indignación se encuentra en la creciente brecha que separa su renta disponible de sus expectativas económicas.
En España, Pepe Fernández-Albertos y Pau Marí-Klose han sostenido un debate muy interesante sobre si los electores de Podemos son o no los perdedores de la crisis. Como ha señalado Fernández-Albertos, la formación de Iglesias obtiene mejores resultados en las mesas electorales de los distritos más desfavorecidos o golpeados por la recesión. No obstante, Pau Marí-Klose ha apuntado que el votante de Podemos es el que cuenta en mayor medida con estudios superiores y proviene de los hogares con ingresos más altos.
Ambas cosas son ciertas: es probable que el populismo en España no se haya nutrido de los perdedores económicos absolutos, pero sí de quienes se sienten defraudados en sus expectativas materiales.
La relación entre expectativas materiales y la toma de decisiones políticas no es en absoluto nueva. Hace unos años estuvo muy de moda la teoría de la “J curve” para explicar comportamientos políticos. Según esta tesis, las revoluciones sociales no tienen lugar en la parte más baja del ciclo económico, sino que se producen después de años de crecimiento económico sostenido, a los que sucede un bache económico, propiciando un efecto de “jota invertida”. En términos comparativos, los individuos todavía gozan de unos niveles de bienestar superiores a los que disfrutaban pocos años atrás, pero el progreso reciente configuró unas expectativas sobre el futuro que se han visto frustradas. Según esta teoría, cuando la brecha entre la realidad económica y las expectativas alcanza un tamaño crítico, se producen las revoluciones.
El efecto de jota invertida se ha usado para explicar las revoluciones clásicas, pero seguramente también tiene un papel en nuestras sociedades pacificadas y posmodernas. En el Occidente del siglo XXI, donde contamos con instituciones democráticas que los ciudadanos perciben como legítimas, es improbable que la frustración de expectativas se traduzca en una verdadera revolución. Pero ello no significa que sus efectos no sean visibles.
En España, Podemos canalizó la indignación social después de que el 15M llenara las calles de jóvenes de clase media defraudados. Y esa misma frustración de expectativas es la que ha desembocado en el Brexit y la que ha llevado al auge de partidos populistas, de Trump a Le Pen y de Grillo a Tsipras, a lo largo y ancho de Occidente. Seguramente, en el año 2016, ese uso expresivo del voto contra el sistema sea lo más revolucionario que podemos permitirnos. Y eso se llama progreso.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.