Tienen los ojos grandes y almendrados, la nariz chata, formas redondeadas y se desenvuelven con torpeza. Los bebés son criaturas vulnerables que tendrían muy difícil sobrevivir si no nos resultaran adorables. Una estrategia evolutiva permite que interpretemos con ternura los rasgos neoténicos, lo que despierta una respuesta empática y un instinto protector. Así, somos capaces de identificarnos con ellos, de compartir sus sentimientos y de apenarnos ante su sufrimiento.
No sucede solo con las crías humanas. Tendemos a trasponer ese reconocimiento facial a otras especies, sobre todo a las de mamíferos. Un cachorro de perro, un elefantito paticorto o un osezno suave y regordete nos darán ganas de abrazarlos y cuidarlos. Y las personas no tenemos la exclusiva de ese instinto: las redes sociales están pobladas de fotografías y vídeos enternecedores, en los que animales adultos adoptan y toman bajo su cuidado a crías de otra especie.
Prueba de esta empatía instintiva hacia los cachorros capaz de traspasar la barrera de la especie es que muchas marcas han empleado en su publicidad imágenes de mamíferos jóvenes. No sabemos qué tiene que ver una camada de labradores diminutos con el papel higiénico, pero el caso es que, como reclamo comercial, funciona.
Sin embargo, esta reacción empática no se da en todo el mundo. A algunas personas, los bebés no les inspiran ninguna ternura. Del mismo modo, hay gente que no encuentra nada encantador en el bostezo de un león recién nacido. O en los ojos desvalidos de un becerro que, aún sin destetar, busca asustado a su madre, caminando con pasitos torpes, en una plaza de toros.
En la última semana, ha causado mucho revuelo un vídeo difundido por el partido animalista PACMA de las becerradas que aún se celebran en muchos pueblos de España. Es un vídeo atroz, que uno no puede terminar de ver sin que se le caiga el corazón al suelo. En estos festejos, una serie de mozos inmisericordes alancea a una cría de vaca, indefensa, hasta la muerte. Es una tortura larga y agónica, en la que al cachorro, todavía vivo, le cortan las orejas sobre la plaza, entre alaridos de dolor que no consiguen ahogar los aplausos de un público entregado.
A lo largo del macabro espectáculo es imposible eludir esos ojos enormes y asustados, que lo persiguen a uno ya durante todo el día. Es inevitable verse doblegado por el sufrimiento, que se hace propio, porque compadecer es sentir juntos. Para disfrutar y participar de esta fiesta tétrica y degradante se ha de ser incapaz para la piedad. Si las personas hemos evolucionado para mostrar compasión y empatía hacia los bebés, alguien que encuentra placer en infligir padecimiento a una cría “presenta anomalías o desviaciones respecto a su especie”. Esta es, exactamente, la definición que la RAE hace de monstruo.
Sin embargo, cabe el optimismo. Esta página negra de la historia española pasará pronto. En pocos años, ningún animal morirá sobre el albero. Los festejos de la vergüenza vivirán solo en las fotografías viejas y en los libros de antropología, y nuestros hijos se escandalizarán al descubrirlos, conmovidos ante la brutalidad de un pasado tan cercano. Es imparable. Los defensores de estos festejos son los reaccionarios contra el cambio que ya está en marcha. Es un clamor social, pero también debería ser político. Los partidos tienen la capacidad de catalizar y liderar cambios en la sociedad. Lo hemos visto con la aprobación del matrimonio homosexual o con la ley antitabaco, medidas que despertaron polémica en su momento y que hoy ya no se cuestionan.
No esperen más: en poco tiempo nadie las echará de menos. Prohíban las becerradas. Y prohíban las corridas de toros.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.