Es más fácil hacer que una mujer apoye la igualdad de derechos y la legalización del aborto que convencerla de salir de su casa sin maquillaje Susan Brownmiller, autora del primer libro sobre la cultura de la violación
El lunes pasado sintonicé el primer debate presidencial con la esperanza de que Hillary Clinton pusiera en su lugar a Donald Trump. Con todo, asentí cuando el republicano le conectó un par de buenos golpes a la secretaria de Estado (el servidor privado que Clinton usó para enviar correos oficiales y su promoción inicial del Tratado de Asociación Transpacífico son asuntos que deben ventilarse). Pero me alegré cuando, montado en rabieta como un niño, Trump demostró que es incapaz de permanecer en silencio mientras su oponente formula un argumento en su contra. Celebré que Trump perdiera no solo la calma, sino algo de la imagen presidencial que ganó con su visita a México. Sin embargo, el debate transcurrió más o menos conforme a lo esperado. La acartonada Clinton y el chauvinista Trump eran personajes predecibles. Incluso podía anticiparse que la demócrata sacaría a relucir la misoginia del republicano:
Este hombre ha comparado a las mujeres con cerdos y con perros. Ha dicho que los embarazos son un inconveniente para los patrones y que las mujeres no se merecen el mismo salario a menos de que hagan un trabajo tan bueno como el de los hombres. Sin embargo, una de las peores cosas que ha dicho fue sobre una mujer durante un concurso de belleza. Él adora los concursos de belleza. Los apoya y pasa su tiempo libre en ellos. Pues bien, él llamó a esta mujer Miss Piggy. Luego le dijo Miss Housekeeping porque es latina. Donald, esta mujer tiene nombre. Su nombre es Alicia Machado. Ya es ciudadana estadunidense y puedes apostar que votará en las elecciones presidenciales de noviembre.
¿Alicia Machado?, pensé en medio de un flashback a la década de los 90 que me hizo recordar aquel escándalo de la Miss Universo que tuvo problemas con los ejecutivos del concurso (entre ellos, Donald Trump) por subir de peso durante su reinado. Aunque el feminismo tenga una larguísima tradición crítica en contra de la belleza comercial, nadie –ni ahora ni en los 60– podría haber previsto que este sería un tema relevante para la presente contienda presidencial de Estados Unidos.
Esta noticia habría sido una sorpresa para las 400 mujeres que se reunieron fuera del Centro de Convenciones de Atlantic City en septiembre de 1968 para protestar contra el concurso Miss America. Robin Morgan redactó la crónica más leída de aquella “gran manifestación de militantes que contó con el apoyo de mujeres de Florida, Washington, Detroit, Boston, Philadelphia, Iowa, New Jersey, Nueva York […] y con mensajes de solidaridad provenientes de Chicago, California, etcétera”. Vale la pena reproducir esta lista de ciudades para demostrar que la protesta fue producto de la coordinación eficiente de varias organizaciones feministas, y no el desplante de unas cuantas mujeres gritonas y peligrosas. Gracias a la revisión historiográfica de las fuentes primarias sabemos que las manifestantes arrojaron rizadores de pestañas, zapatos de tacón, sostenes y ejemplares de las revistas Ladies Home Journal y Playboy, así como libretas de notas (en alusión al trabajo secretarial) a un bote de basura (llamado Freedom Trash Can) que nunca ardió en llamas, aunque así lo hayan reportado los periódicos de la época. Entre pancartas, canciones y lemas, las feministas señalaron que el concurso de belleza también era un pastiche de valores anticuados, “de racismo, capitalismo y militarismo (pues la ganadora debía viajar a Vietnam para entretener a las tropas)”.
Durante esa década y la siguiente, las artistas de la Segunda Ola se resistieron a las convenciones de belleza, sexualidad y feminidad imperantes. Pauline Boty fue una de las primeras en denunciar la división entre el así llamado “mundo de las mujeres” –caracterizado por imágenes mediáticas de “chicas” delgadas y desnudas– y el mundo de los hombres –que incluye el respetable éxito de “íconos como Einstein, Lenin y Elvis Prestley”.[1] Un díptico le sirvió a la artista para evidenciar que el género divide al mundo en dos.
A Boty le siguieron Valie Export (quien usó sus senos para confrontar a los transeúntes de Viena), Marina Abramovic y Yoko Ono (quienes evidenciaron la agresión de los espectadores contra el cuerpo de las mujeres por medio del performance), Hanna Wilke (quien, en un inteligente paralelismo entre los piropos y las excoriaciones, se pegó en el torso los chicles que mascaban los hombres que coqueteaban con ella), Karen LeCocq (quien hizo de la rutina del maquillaje un performance que reveló el cuerpo de disciplinado y dócil de las mujeres que intentan ajustarse a los estándares de belleza que se difunden en los medios de comunicación), Cindy Sherman (que se autorretrató emulando e ironizando a los personajes femeninos, pasivos, hipersexualizados y bobalicones del cine hollywoodense). Entre protestas y expresiones artísticas, las feministas de los 60 y los 70 fijaron una postura de resistencia frente a la belleza comercial.
Después de la década de los 80 (que varias cronologías feministas consideran perdida por la embestida del conservadurismo político y del liberalismo económico que, entre otras cosas, puso a Ronald Reagan en la presidencia de Estados Unidos y contribuyó a desarticular al movimiento feminista de izquierda, tanto en Estados Unidos como en México) no fue sino hasta 1990 que Naomi Wolf retomó el frente. En The Beauty Myth, Wolf advierte que a pesar de las victorias en las trincheras laboral, educativa y democrática, se ha hecho muy poco para desmontar la expectativa de belleza que pesa sobre las mujeres. Además de trabajar y de ocuparse –casi exclusivamente– del quehacer doméstico, las mujeres están sometidas a una tercera jornada, es decir, al trabajo de verse y presentarse bellas. El segundo capítulo de este best seller es una compilación razonada de casos que las cortes estadunidenses resolvieron a favor de los patrones y en contra de las empleadas, estas últimas despedidas por ganar cinco kilos de más, envejecer un par de años o rehusarse a vestir uniformes sexualmente provocadores. En cada uno de estos litigios, los jueces decidieron que los empleadores tenían el derecho de descartar a las mujeres que por su edad o “falta de belleza” fueran contraproducentes para el negocio. De acuerdo con las sentencias, lo anterior no califica como discriminación, sino meramente como una “selección por aptitudes”. El criterio terminó por afectar no solo a las concursantes de Miss America o Miss Universo, sino a meseras, aeromozas, secretarias, asistentes y mecanógrafas; la encargada de una librería, por ejemplo, fue despedida por vestir pantalones, y no falda, en su horario laboral.
Naomi Wolf también hizo énfasis en el carácter billonario de la industria de la belleza; quizás lo hizo inspirándose en la estrategia de Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, quienes señalaron a la industria de la pornografía como un fraude multimillonario de explotación sexual de las mujeres en la década de los 80. Sin embargo, y a pesar de que el libro de Wolf supuso una fuerte embestida contra la belleza comercial, lo cierto es que las ganancias de este sector se han mantenido a la alza desde el 2002 y se pronostica que para 2017 alcanzarán los 265 mil millones de dólares. Al respecto, falta considerar que las mujeres, además de recibir un salario inferior al de los hombres (en términos agregados), deben gastar en tintes, visitas al salón, tratamientos para el cabello, labiales (en plural), sombras, rímel, barnices (también en plural), pestañas y uñas postizas, depilaciones, productos dietéticos y una variedad de cremas para la piel y la cara. Solo así podremos apreciar el verdadero costo que supone la belleza comercial. Me pregunto qué asesor financiero o contador aconsejaría derrochar buena parte del ingreso personal en este ritual de feminidad.
Con toda esta tradición crítica a cuestas, sorprende que el incidente Machado-Clinton-Trump casi no fuera discutido en las redes sociales mexicanas. Tengo para mí que la nueva generación de feministas en México debe revisitar el debate sobre la belleza. Y es que todavía hay quien piensa que “la decisión de ser bonita” es cosa de cada una, como si no existiera una industria multimillonaria que constantemente define a la belleza en términos de consumo, como si las expectativas de los empleadores fueran nimiedades por las que ninguna de nosotras ha perdido el trabajo, como si la belleza no fuera un pretexto para acosar a las mujeres, como si la publicidad del siglo XX no hubiera ideado el combo entre el desnudo femenino (por lo demás, un género problemático para la historia feminista del arte) y la promoción de mercancías. Al respecto, hace apenas una semana la Galería Yautepec clausuró la muestra Miss Universe en la que Chelsea Culprit presentó –además de una serie de esculturas– tres pinturas que hacen patente la relación que hay entre la belleza comercial (que sexualiza y cosifica el cuerpo de la mujer) y el mercado de comida chatarra.
Por si fuera poco (y no recuerdo quién lo dijo, quizás fue Naomi Wolf), la belleza rompe las alianzas entre las mujeres. En vez de crear redes de sororidad, competimos por ser La Más Guapa, La Más Sexy, La Que Tiene Más Pegue, La Que Sí Puede Comprar Ropa de Marca –sí, la belleza comercial también divide a las mujeres en razón de su ingreso: las dinámicas sociales que acompañan al mercado dejan muy en claro que las mujeres que compran cosas “patito” no alcanzan el nivel ni el estatus de belleza de las que sí pueden derrochar miles de pesos en su apariencia.
“Le dijo Miss Piggy” no es un chisme de farándula ni la cabeza de la primera plana de un tabloide, cosa que se vuelve evidente cuando recuperamos las dimensiones económicas, sociales, políticas, artísticas y militantes que deberían ocuparnos. Cómo no pensar en esta larga historia de resistencia cuando el lunes pasado Hillary Clinton hizo de la crítica feminista de la belleza un tema legítimo en la discusión electoral más importante de 2016.
Adenda
No puedo desaprovechar la oportunidad de transcribir la canción que las feministas adecuaron para la protesta contra Miss America en 1968.
Para ser cantada con la melodía de Ain’t She Sweet:
Ain’t she sweet
makin’ profit off her meat.
Beauty sells, she’s told, so she’s out pluggin’ it,
ain’t she sweet.
Ain’t she cute
walking in her bathing suit.
Selling products for the corporation, now
ain’t she cute.
Just cast an eye
in her direction.
She has to buy–
It’s her oppression.
(Coro)
Ain’t she quaint
with her face all full of paint.
After all, how can she face reality,
ain’t she quaint.
Ain’t she nice.
Maybe they’ll give her a slice
of the profits that she’s bringin’ in for them,
ain’t she nice.
(Coro)
Ain’t she fine.
On her face there’s not a line.
Just a packaged doll, a prize commodity,
ain’t she fine.
[1] Ver Peggy Phelan y Helena Reckitt, Arte y feminismo, Phaidon Press Limited, Barcelona, 2005, p. 54.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.