Jean Meyer
Estrella y cruz. La conciliación judeo-cristiana. 1926-1965
Ciudad de México, Taurus, 2016, 230 pp.
Luego de hacer la arqueología del antisemitismo en La Civiltà Cattolica, una revista de la Compañía de Jesús que contribuyó protagónicamente a la difusión de las encíclicas de Pío IX y al Concilio Vaticano I, y de repasar la historia del antisemitismo europeo, entre 1880 y 1914, en La fábula del crimen ritual (2012), Jean Meyer se propuso contar la otra cara de la moneda: los innumerables y poco conocidos testimonios de diálogo con el judaísmo e, incluso, de filosemitismo en la cristiandad europea, entre 1926 y 1965. Una corriente que, sobre todo en Alemania y Francia, arranca con el rechazo al fascismo en el periodo de entreguerras y desemboca en el Concilio Vaticano II.
Todo buen historiador –incluso el más pretendidamente científico, que no es el caso– debe narrar una trama con sus personajes y conflictos. Meyer contó para ello con el conocimiento de primera mano que asegura la biografía: Marie-Francoise Payré (1899-1978), cercana colaboradora del historiador Jules Isaac (1877-1963), devoto del diálogo judeo-cristiano y referente intelectual del Concilio Vaticano II, y el propio Isaac, fueron amigos de André Meyer, el padre del historiador, en Aix-en-Provence, en los años posteriores a la Segunda Guerra. Jean Meyer conoció a esos héroes de la convivencia religiosa desde niño y ahora los hace protagonistas de su libro.
Madame Payré fue declarada “Justa entre las Naciones” por la institución oficial israelí Yad Vashem, en Jerusalén en 2009, por haber ayudado a cruzar los Pirineos a muchas víctimas potenciales del nazismo entre 1941 y 1946. Jules Isaac dedicó la parte central de su obra historiográfica a refutar la supuesta esencia cristiana del antisemitismo y la influencia de sus escritos, especialmente de Jesús e Israel (1948), en la curia romana, durante los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, allanó el camino para la declaración conciliar Nostra aetate, en octubre de 1965, que defendía la “unión espiritual” entre el “Pueblo del Nuevo Testamento” y “la raza de Abraham” y llamaba a “fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos”.
Pero Meyer se detiene en otras figuras, más o menos conocidas, del catolicismo francés, que prepararon espiritualmente aquel diálogo. Charles Péguy, por ejemplo, que se enfrentó públicamente al antisemitismo desde el caso Dreyfus, que admiró a Henri Bergson como un “profeta judío del cristianismo” y que hasta su muerte, en 1914, se opuso firmemente a la inculpación de la comunidad hebrea por la crucifixión de Jesús. Pero a Péguy o a Léon Bloy, que murió en 1917 y que tampoco estuvo libre de antisemitismo, no les tocó el ascenso del fascismo y el nazismo en los años veinte y treinta.
Ese fue el contexto polarizador en que debieron actuar algunas figuras del clero francés, como el arzobispo de Toulouse, Jules Saliège, o los cardenales Verdier, de París, y Maurin, de Lyon, que condenaron la persecución religiosa contra los judíos. En más de una versión historiográfica de aquellos años se ha fijado la imagen de una complicidad de Roma con el nazismo, sobre todo durante el pontificado de Pío XII, que conduciría al silencio o la negación del Holocausto. Pero tanto su predecesor, el papa Pío XI, como el propio cardenal Pacelli, futuro pontífice, que celebraría el cumpleaños de Hitler, expresaron rechazo a la estigmatización de los judíos.
René Schwob, judío convertido al catolicismo, como Saulo de Tarso, resumirá aquella oposición al nazismo alemán en la recién creada revista Esprit: “lo que me hiere profundamente es pensar que un pueblo no tenga vergüenza de invocar a Cristo para hundirse más profundamente en su egoísmo nacional; es bajo el pretexto de Cristo que matan a los judíos”. La encíclica de Pío XI, Mit brennender Sorge, contra el Tercer Reich, en 1937, estuvo precedida por la poco conocida persuasión teológica de católicos europeos, como el suizo Oscar de Férenzy o el francés Joseph Bonsirven, que rastrearon en la escatología rabínica los orígenes de la tradición cristiana.
El gran teólogo del neotomismo católico a mediados del siglo XX, Jacques Maritain, sería, en buena medida, la desembocadura de aquel río subterráneo de la cristiandad filojudía. En las antípodas de Charles Maurras y otros ideólogos de Acción Francesa, Maritain llegará a formular el antisemitismo como un concepto “imposible” dentro del catolicismo moderno. Al fin y al cabo, como narra con maestría el agnóstico Emmanuel Carrère en su novela El Reino (2015), la estrella y la cruz están entrelazadas desde que San Pablo predicaba en sinagogas de Jerusalén.
Pero a Jean Meyer no le interesa únicamente la historia intelectual de la querella católica contra el antisemitismo a mediados del siglo XX. Su objetivo es continuar el camino abierto por el historiador de la Universidad de Berkeley John Connelly y documentar con mayor detalle los testimonios de aquellos samaritanos que llevaron a la práctica las ideas de Georges Bernanos y Johannes Oesterreicher y salvaron a judíos del exterminio nazi. El padre jesuita de Lyon Henri de Lubac, el pastor protestante Marc Boegner, el capuchino de Marsella Père Marie-Benoît, el jesuita Victor Dillard –muerto en el campo de Dachau– o la joven católica Germaine Ribiére son algunos de los cientos de religiosos franceses que se rebelaron contra el Holocausto.
Muchos de aquellos defensores de la esencia judeo-cristiana de la religiosidad occidental, como Isaac, Maritain y Oesterreicher, acabarían involucrados en los trabajos preliminares del posicionamiento del Concilio Vaticano II contra el antisemitismo en 1965. Un posicionamiento que, frente a la hostilidad de muchos, desde todas las religiones –cristianas o no–, moderó su formulación originaria, pero que, como reconoció Thomas Stransky, uno de los redactores de Nostra aetate, “empezaría a modificar integralmente 1,900 años de relaciones entre cristianos y judíos”. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.