Stefan Zweig: el retrato, el diagnóstico y el vaticinio

Hoy se cumplen setenta y cinco años del suicidio de Stefan Zweig y Lotte Altmann en Brasil.
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El retrato

Stefan Zweig fue un coleccionista ambicioso. Fascinado por el enigma de la creación artística, que era, de acuerdo con él mismo, “entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable”, dedicó gran parte de su tiempo y fortuna a recopilar primeros borradores. Consideraba que los tratamientos preliminares de las grandes obras podían ofrecerle una idea, aunque vaga, del proceso creativo de los autores que eran objeto de su admiración. “Aparte de mí —escribió Zweig—, había muy pocas personas que coleccionasen las piezas más importantes con tanto conocimiento de la materia”. Antes de perder su colección por culpa del nazismo llegó a poseer primeras versiones de El origen de la tragedia de Nietzsche, de las Canciones gitanas de Brahms, un cuaderno de trabajo de Leonardo e incluso un folio de dos caras del Fausto de Goethe.

Zweig no tuvo la misma suerte para hallar los primeros borradores de las partituras de Beethoven, “el más venerado de todos”, ya que debía competir en las subastas con un millonario suizo. Obsesionado por conseguir lo que fuera del compositor alemán, Zweig extendió su ambición de coleccionista, se olvidó de los manuscritos, y compró todas las cosas que había en la habitación donde había muerto Beethoven —retratos, monedas, un pupitre, hasta un bucle— y, de manera posterior, tres retratos de la misma cámara mortuoria hechos por el pintor Josef Teltscher mientras que Beethoven agonizaba. Zweig había conseguido “reunir todos los objetos que conservaban la imagen de aquel último momento, momento memorable y verdaderamente inmortal”, objetos de los cuales no se consideraba un propietario, sino más bien una especie de guardia transitorio más motivado por el ímpetu de reunirlos que de poseerlos.

El 22 de febrero de 1942, Stefan Zweig y su segunda esposa, Lotte Altmann, decidieron quitarse la vida en la ciudad de Petrópolis, Brasil, donde se encontraban exiliados y lejos de sus posesiones. Él tenía 60 años y ella 30. En los días previos el escritor austriaco, ayudado por su pareja, había hechos los arreglos que consideró pertinentes para la ocasión: escribió cartas de despedida, regresó algunos libros que le habían prestado, pagó la renta de la casa donde vivía, decidió el destino de su perro Bluchy.

Seis días antes Zweig y Lotte habían acudido al Carnaval de Río de Janeiro, en donde se enteraron de la noticia que estremecía al mundo: Singapur había caído a manos del ejército japonés y parecía que Asia sucumbiría, como Europa, ante las Potencias del Eje; pronto sería el turno de América, decidió Zweig, de herencia judía, uno de los escritores más grandes del siglo XX, que vio en la muerte el camino más seguro hacia el futuro.

Existe un retrato de Stefan Zweig y Lotte Altmann en su lecho de muerte, un retrato, sobra decirlo, tan expresivo como doloroso. La fotografía fue publicada en los periódicos de Brasil poco después del suicidio, y en ella aparece la pareja recostada en la cama. Ella, que lleva un kimono, se encuentra de costado, con la barbilla sobre el hombro de él para que su cabeza encuentre reposo sobre la misma almohada. Él, que está boca arriba, con los labios separados, lleva una camisa cerrada hasta el cuello y una corbata negra. La mano izquierda de Lotte sujeta la mano derecha de Stefan. El dedo índice de ella se encuentra doblado, evidenciando la imperfección de una pose impecable. Es como si en realidad durmieran; el retrato, además de muerte, destila amor.

Junto a la cama hay un buró, y en las cosas que se encuentran encima del buró —no en la pareja— centra su atención la ensayista Marina Azahua cuando describe el retrato, de la misma forma en la que Stefan Zweig observó, alguna vez, el dibujo del lecho mortuorio de Beethoven, o las cosas que reunió para su colección. “Se siente extraño —asegura Azahua— este acto de escudriñar los instantes finales de la vida de una pareja por medio de los últimos objetos que tocaron”. Además de una lámpara, el vaso que debieron utilizar para ingerir el veneno y una botella, sobre el buró se encuentran un pañuelo, una caja de cerillos y unas monedas: “A través de estos objetos uno imagina el gesto del hombre que mete la mano al pantalón para sacarlos y depositarlos ahí, antes de meterse en la cama”.

El diagnóstico

Cláudio de Aráujo Lima, médico y escritor brasileño, publicó el libro Ascensión y caída de Stefan Zweig tan sólo tres meses después del suicidio de Zweig, con el propósito de interpretar, desde una perspectiva psicológica, los motivos detrás de la muerte del escritor austriaco. Es un libro extraño, en cuanto a su objetivo y concepción. Bello, en cuanto a su estilo literario.

El suicidio, de acuerdo con de Aráujo Lima, no obedeció a razones simbólicas solamente. Es decir que Zweig no decidió quitarse la vida sólo porque estaba convencido de la inminente derrota de las democracias y, por lo mismo, nadie debía encontrar en semejante manera de proceder ni inspiración ni simbolismos. El libro no es una manifiesto en contra de los suicidas; es un estudio médico de las causas que pudieron alentar a Zweig, para que nadie se dedique a mitificar el acto de quitarse la vida.  Ascensión y caída, escrito con premura —y destreza—  es, en palabras de su autor, “una obra indirecta de higiene mental colectiva”.

Cláudio de Aráujo Lima, en alrededor de cien cuartillas, disecciona el temperamento de Zweig. Asegura que el escritor era muy vulnerable y que para darse cuenta de ello basta con leer sus libros. Que su forma de pensar, que era veloz e incontenible, y su tendencia a escribir biografías, ponían de manifiesto un temperamento ciclotímico. Que como viajero Zweig había buscado el anonimato para integrarse con los barrios oscuros, y que lograba tal penetración gracias a una “emotividad casi femenina”. Que resulta patente que el escritor austriaco atravesó  —a pesar de su prolífica producción literaria— por “abatimientos episódicos del humor” que mermaron el discurrir de su pluma. Que su europeísmo y su judaísmo —factores exógenos— fueron impedimentos para que Zweig pudiera acomodarse al nuevo orden de las cosas cuando comenzó su exilio en América. Que a los sesenta años, en el crepúsculos de su vida, sufrió “un desmoronamiento de energía moral”, porque el presente le resultaba incomprensible y el pasado fantasmagórico.

El alma ciclotímica de Zweig, según el médico brasileño, se vio arrojada al abismo de la melancolía: “No fue porque la guerra le llenase el alma de agitación y desespero. En condiciones de perfecto equilibrio psíquico, hubiera deseado vivir aún más… Tal gesto [el suicidio] fue efecto de un estado psíquico anormal, que era una posibilidad completamente concebible atendiéndose a su disposición temperamental”. La fuerza expansiva de su pesimismo arrastró a su cónyuge, Lotte Altmann, quien escuchó la argumentación apasionada de Zweig para ser inducida a esa muerte por “exceso de amor”, concluye de Aráujo Lima. La última tragedia del gran escritor fue no haber estado cerca de un médico que lo diagnosticara.

Extraño —extrañísimo— libro, escrito con la belleza del artista y con la moral del científico incapaz de mirar un suicidio entre signos de admiración.

El vaticinio

Transcribo el último párrafo de la declaración de Stefan Zweig:

Saludo a todos mis amigos. Que se les permita ver la aurora de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes.

Tomemos ese “antes” y jalémoslo hacia nosotros para recorrer, en sentido inverso, todo lo que escribió el autor austriaco en busca de un texto que pueda contener vaticinios. Detengámonos en La lucha contra el demonio, publicado en 1925, en donde Zweig exhibe “tres retratos de poetas —Hölderlin, Kleist y Nietzsche— unidos por una íntima afinidad”: los tres eran posesos del demonio, en cuanto a que sus grandes creaciones eran el resultado de una lucha interna, y en cuanto a que alrededor de sus vidas siempre sopló un viento tempestuoso.

Stefan Zweig consagra seis cuartillas de La lucha contra el demonio al suicidio de Heinrich Von Kleist, quien a los 34 años, y “en medio de una soledad espantosa”, escuchó la llamada de una muerte voluntaria. Kleist, no obstante, habría temido morir en soledad y habría deseado una muerte de “amor místico”, lo que lo habría llevado a buscar, primero entre sus conocidas, y luego entre otras más lejanas, a una compañera de suicidio, que finalmente halló en una cajera enferma de cáncer: “Esa mujer, que para su vida [la de Kleist] habría resultado pequeña, débil y enfermiza, será una magnífica compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta, un alba engañosa de amor y compañerismo”.

Me pregunto si Zweig se habrá sentido afortunado junto a Lotte, que ponía sobre sí mismo un alba auténtica de amor y compañerismo. O si, por el contrario, cansado de buscar los simbolismos que servían a su escritura, se habrá conformado con pensar, después de colocar sobre el buró las monedas que tenía en la bolsa del pantalón, que “para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa”.

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(ciudad de México 1984) Narrador. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y director de la revista Los suicidas.


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