No habrá renovación en el PSOE. No la habrá porque, el pasado domingo, los militantes socialistas debían decantarse entre dos opciones viejas: la del aparato, que gobierna desde hace cuatro años una Andalucía clientelar, o la restauración de un líder que ya había sido en dos ocasiones candidato a la presidencia, obteniendo, por cierto, los peores resultados de la historia de su partido en ambas citas.
Ganó Pedro Sánchez, apoyándose en un discurso marcadamente de izquierdas y en un relato de exilio y redención que renegaba de la estrategia seguida por el PSOE en las elecciones de 2015 y 2016, aquellas en las que, todavía, él abrazaba con entusiasmo la moderación.
La candidatura de Sánchez ha sabido aprovechar el momentum de rebeldía y contestación contra las élites tradicionales. Su victoria ha confirmado también que la democracia representativa ya no es una burocracia de partidos que selecciona líderes entre unas filas disciplinadas. O no solo. En el clímax de la democracia de audiencias, los liderazgos fabricados por los partidos pueden emanciparse de sus estructuras y desafiar a los aparatos, saliendo victoriosos en el desigual enfrentamiento.
Esta tendencia, favorecida por la progresiva democratización de los partidos, no está exenta de inconvenientes. Es cierto que permite la construcción de liderazgos alternativos por medio de la exposición pública, pero no es menos cierto que inaugura una fragmentación potencialmente conflictiva: ahora, Pedro Sánchez es el secretario general de un partido en el que los cuadros superiores y los mandos territoriales son, en el mejor de los casos, semileales a la nueva autoridad. Al PSOE le aguarda un tiempo de purgas y de borrado masivo de tuits.
Por otro lado, la estrategia que seguirá Sánchez es una incógnita. Su mensaje durante la campaña de las primarias sugería un marcado giro a la izquierda, pero, habida cuenta de sus acostumbrados virajes discursivos, este anuncio debe ser tomado con cautela. El PSOE debe elegir entre aproximar su discurso al de Podemos, sabiendo que nunca podrá extremarlo tanto como su competidor, ni hacia la izquierda ni hacia la periferia, o reconquistar el centro en el que se fraguan las mayorías políticas. La primera táctica se ha demostrado poco exitosa en líderes como Corbyn o Hamon; la segunda es una empresa quizá demasiado ambiciosa para Sánchez, si al recuerdo de voto nos atenemos.
En todo caso, la incógnita se resolverá pronto. El nuevo secretario general tendrá ocasión de disipar las dudas respondiendo al órdago que le ha lanzado Podemos a propósito de la moción de censura contra Rajoy: yo retiro mi moción si tú presentas la tuya. Una maniobra esclarecedora de la relación entre Podemos y el PSOE, mucho más cercana a la opa hostil que a la alianza natural.
Es posible que el mejor escenario para Sánchez pase por consolidar su segunda posición y esperar que el apoyo a Podemos se resienta. El último CIS muestra a un PSOE incapaz de arañar votos a los nuevos partidos (solo le rasca algo al PP, más distante en el eje ideológico), poniendo de manifiesto la importancia creciente del eje generacional. Es poco probable que Sánchez sea capaz de devolver a su partido el empuje necesario para competir de tú a tú con los populares, pero, con un sistema de partidos fragmentado como el actual, el juego de alianzas puede ser suficiente para elevar a la presidencia a candidatos que se muevan en el entorno del 20% de los sufragios.
Mientras tanto, en el resto de los partidos la victoria de Sánchez se ha saludado sin sobresaltos. Es cierto que Podemos prefería el triunfo de Susana Díaz, cuya imagen está más ligada al institucionalismo y cuyo discurso es menos competitivo entre las clases urbanas, jóvenes y formadas en las que la formación de Iglesias tiene su caladero de votos. Pero tampoco Sánchez demostró en su día una gran capacidad de arrastre electoral. Los problemas de Podemos tienen más que ver con sus dificultades para desenvolverse al margen de las campañas electorales, en la cotidianeidad parlamentaria, que con el líder del partido rival.
Para Ciudadanos, la victoria de un Sánchez escorado hacia el extremo abre una ventana de oportunidad en el centro-izquierda. El último CIS señalaba al partido liberal-progresista como el que más crece de los cuatro grandes, una progresión, sin embargo, en la que el PSOE es el partido menos damnificado. Ciudadanos recibe la mayoría de sus nuevos potenciales votantes del PP, seguido de Podemos. Una vez más, se observa la importancia del eje generacional en la lógica electoral. Ciudadanos puede rentabilizar la elección de Sánchez lanzándose a la conquista del espacio socialista, una ocupación necesaria para las aspiraciones de construcción del gran centro político. Y ello pasa por dedicar esfuerzos a la penetración en áreas rurales y enarbolar propuestas de corte social (también feministas, la gran asignatura pendiente del partido), que tienen, además, la virtud de no enajenar los votos arrebatados a la derecha.
Por último, para el PP tampoco es una mala noticia la victoria de un Sánchez que, por el momento, parece renegar del centro político. En todo caso, el interés de los populares radica en el mantenimiento de un Podemos fuerte que permita polarizar el voto llegadas las citas electorales y que continúe horadando la base de votantes de los socialistas, perpetuando, así, la fragmentación de la izquierda.
La restauración de Sánchez no nos anuncia una honda transformación del paisaje político. Las principales reacciones hay que buscarlas en las propias filas socialistas, donde la militancia celebra estos días la continuidad de un líder poco competitivo, como quien celebra la salvación de su equipo después de una mala temporada, aliviado de haber evitado ese descenso al infierno que muchos afiliados identifican con Susana Díaz.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.