“No me importa si alguien es de derecha o de izquierda. Lo único que me importa es que sea demócrata”, dijo Felipe González a un grupo de amigos, a propósito de la connivencia de Podemos y Rodríguez Zapatero con el régimen de Maduro. Tiene razón: la convicción democrática se mide en las reacciones frente a fenómenos dictatoriales.
Ese fue el criterio de Octavio Paz en las revistas que dirigió. Cuando Pinochet asestó el golpe de Estado al régimen de Allende, Plural repudió inmediatamente el acto. Cuando la revolución sandinista derrocó a la dictadura de Somoza, Vuelta puso su esperanza en la pronta celebración de elecciones (que tardaron once años en llegar). Cuando Argentina cayó en las garras de unos militares genocidas, Vuelta lo denunció al grado de que su circulación fue prohibida en ese país.
Cuando el movimiento Solidaridad estalló en Polonia, lo saludamos con el mismo entusiasmo con que apoyamos y publicamos a los disidentes de la Europa secuestrada (Havel, Michnik) y a los héroes de la libertad en la propia URSS: Sájarov, Soljenitsin. Creímos en un desenlace democrático que llegó en unos casos y se desvirtuó en otros. Pero no nos equivocamos al interpretar el significado de la caída del Muro de Berlín. Incluso fallamos en percibir su alcance: hoy Alemania es la vanguardia del mundo libre.
En nuestro continente, criticamos de manera sistemática al régimen castrista, lo mismo que a los movimientos guerrilleros que buscaban emularlo en Colombia, Perú, Salvador, Nicaragua. No erramos: salvo excepciones, los principales países de América Latina no optaron por la vía revolucionaria sino por la democracia.
Nuestra premisa era clara: la única legitimidad para acceder al poder, y para ejercerlo, era la democracia. Respetando sus reglas (en particular la del respeto a las minorías), honrando las leyes, las instituciones y las libertades, la competencia ideológica podía ser despiadada. Pero la violación de esas reglas era absolutamente inadmisible. Con la democracia todo, contra la democracia nada.
Estas ideas no eran comunes en el México de los ochenta pero poco a poco se abrieron paso hasta convencer a un amplio sector de la opinión pública sobre la insostenible ilegitimidad democrática del régimen que nos gobernaba desde 1929. El que en México no hubiese militares en el poder o golpes de Estado no atenuaba ese hecho. La no reelección seguía siendo un legado invaluable del maderismo, pero el sufragio no era efectivo y las libertades políticas eran muy limitadas. Por fortuna, el país optó por la transición pacífica a la democracia.
Llevamos casi veinte años en esa experiencia inédita para nosotros. Es obvio que nuestra democracia –lo he repetido muchas veces– es una casa en obra negra pero no por ello es menos sustancial. Sus defectos son de quienes la ejercen, no de ella, ni como doctrina ni como sistema. Sería terrible destruirla. Para calibrar el riesgo, basta ver lo que ha ocurrido en Venezuela.
Venezuela nos abre la oportunidad de aplicar el test de la democracia a la política mexicana. Un partido puede ser de derecha o de izquierda, pero la forma de medir si es demócrata es cotejar su postura ante Venezuela.
La diplomacia mexicana ha modificado su política. Enhorabuena: no hay doctrina que justifique la pasividad frente a un tirano. El resto de las fuerzas ha condenado (con tibieza) al régimen de Maduro, cuya deriva totalitaria ocurre ante nuestros ojos, día con día. Estamos viendo la rebelión masiva y pacífica de un pueblo hambriento empeñado en una lucha solitaria por su libertad. Pero dos partidos (mejor dicho, uno y medio) no sólo se han resistido a llamar por su nombre al régimen asesino de Maduro, sino que lo apoyan.
En el caso del medio partido se entiende: los dirigentes del PT son admiradores confesos y huéspedes frecuentes del régimen de Norcorea. Pero en el caso de Morena, las declaraciones son en verdad preocupantes. Según su jefe máximo, la democracia venezolana es superior a la de México. Y uno de los miembros de su Dirección Nacional se refirió al “importantísimo papel que puede hacer Morena en el gobierno de México, que es el de integrarse con los países de América Latina que están haciendo los cambios como Venezuela. Digámoslo directo, la integración de México en la revolución bolivariana”.
Queda claro. Un amplio sector de la izquierda mexicana no pasa el test de la democracia. No cree que México sea una democracia, pero la utilizará para buscar el poder y, desde ahí, acabar con ella.
Publicado en Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.