Exaltado, sosteniendo un cuchillo y un hacha de cocina, con las manos llenas de sangre, Michael Adebolajo le habla a una persona que lo graba con su teléfono celular. Atrás de él, en la escena, se ve el cuerpo de Lee Rigby, un joven soldado británico a quien este hombre de origen nigeriano asesinó segundos atrás.
“La única razón por la que hemos matado a este hombre hoy es porque los musulmanes mueren todos los días a manos de los soldados británicos —dice— Ojo por ojo, diente por diente. Pedimos perdón si las mujeres han tenido que presenciar esto hoy, pero en nuestra tierra nuestras mujeres tienen que ver lo mismo. Su gente no estará segura nunca. Echen a su gobierno […] Exíjanles traer de regreso a las tropas; entonces todos podrán vivir en paz”.
El hecho, ocurrido en el barrio de Woolwich, al sureste de Londres, resulta peculiar en un sentido: la acción terrible y el mensaje lograron trascender los límites de una localidad para alcanzar resonancia mundial gracias a un dispositivo móvil en las manos de un ciudadano que en cuestión de segundos dejó ver a millones de personas el rostro y la voz de un asesino que, lejos de huir, aguardaba a los agentes de la policía para enfrentarse a ellos, buscando inmolarse de manera pública.
Pocas horas después de aquello, cuando ya circulaba un poco más de información sobre el caso, se hablaba de terrorismo. Busqué a Mauricio Meschoulam, internacionalista, especialista en temas de terrorismo y conflicto, a quien planteé una duda que me parecía fundamental. Igual que en la paradoja del árbol que cae en medio del bosque y no hay nadie ahí para escucharlo, valía la pena preguntarse si un hecho circunstancial como la grabación de lo ocurrido, mediante un teléfono celular, en un entorno barrial, había construido el presunto acto terrorista.
Meschoulam reconoce que el papel de los medios es fundamental en el escenario de una acción de este tipo, pero no es su difusión ni la magnitud de la violencia lo que determina si se trata o no un acto terrorista. Lo primero y más importante, explica, es su carácter de acto premeditado, que usa la violencia como herramienta para generar pánico, terror y transmitir un mensaje (normalmente una reivindicación política). Las víctimas son un instrumento, por lo que no es esencial si son muchas o una sola persona; esa violencia, aún si proviene de alguien que actúa solo, tiene como fin principal generar miedo.
“El terrorismo es al mismo tiempo un acto violento y un acto comunicativo. Hay gente que piensa —y ese es el error justamente— que el acto terrorista es solamente un acto de violencia excesiva. No. El acto terrorista es un evento de comunicación”.
No obstante, Meschoulam advierte que en tanto el acto terrorista es definido por la intencionalidad de quienes lo cometen, es difícil hacer un juicio cuando no existe una reivindicación tras los ataques. En 1995, por ejemplo, 168 personas (entre ellas 19 niños) murieron luego de que una camioneta cargada con más de 2 mil kilos de explosivos fue volada frente a un edificio federal en Oklahoma City. El autor del atentado, Timothy McVeigh, no hizo declaración pública alguna, no confesó su responsabilidad ni expuso las verdaderas razones políticas de su crimen, hasta que había sido condenado a muerte.
Del mismo modo, si bien las investigaciones señalaban desde las primeras horas a Al Qaeda, no fue sino hasta octubre de 2004 cuando Osama Bin Laden aceptó públicamente la responsabilidad por el secuestro de cuatro vuelos comerciales y ataque del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas y el Pentágono.
La reivindicación del atentado de la Maratón de Boston tampoco fue inmediata, sino que fue garabateada por Dzhokhar Tsarnaev mientras se escondía de la policía dentro de un bote. Según justificó, el ataque que perpetró con su hermano, y que dejó tres muertos y 264 heridos, era una respuesta a las acciones de Estados Unidos en contra de los musulmanes en Irak y Afganistán.
Lo cierto es que la tecnología ha cambiado el panorama. Antes de la irrupción masiva de los grandes medios en los hogares, los actos terroristas se cometían en plazas públicas porque era el único lugar que podía transmitirse un mensaje que fuera capturado por todos, dice Mauricio Meschoulam.
La radio y la televisión ampliaron las posibilidades; el secuestro de 11 atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos de Munich 1972 fue presenciado por 600 millones de televidentes. En aras de capturar la mayor atención posible, ETA cometió ataques indiscriminados contra la población civil como los del centro comercial Hipercor, en Barcelona, y el aeropuerto de Barajas, que eran imposibles de ignorar. Lo mismo los ataques jihadistas del 11 de marzo de 2004 y 7 de julio de 2005 en el metro de Madrid y de Londres, respectivamente.
El efecto de la violencia hoy es potenciado por plataformas como YouTube, Facebook y Twitter (ver el caso Boston), donde puede compartirse información antes, en tiempo real, más rápido o de manera distinta que los medios tradicionales, de manera que millones de personas ajenas al impacto inmediato de un atentado, tienen contacto con la narrativa del hecho.
Esto, dice el especialista, genera una sensación de vulnerabilidad; el acto terrorista tiene repercusión mucho más lejos de la circunscripción donde el hecho sucede, surge entonces la idea del monstruo debajo de la cama y el ciudadano común siente que puede convertirse en víctima potencial: “pudo haberme pasado a mí…”
Las fotos y videos de teléfonos móviles, el uso masivo de plataformas para compartirlos han ampliado también las posibilidades, al incorporarse a las investigaciones; los ciudadanos comunes están colaborando en la reconstrucción de hechos trágicos. Un mundo más comunicado y más complejo que plantea nuevos desafíos incluso en la lucha contra el terrorismo.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).