La historia de las fotografías de Jackson Pollock es una que disfruto releer y contar. No es la única. Otras cuentan que en medio de las intrigas políticas de la Guerra Fría, sus obras sirvieron de propaganda para la potencia que ya era, por entonces, Estados Unidos. No hablaré del Pollock ícono involuntario del self-made man y el sueño americano, sino de la relación entre el arte y su propio cuerpo: puede decirse que dejamos atrás el último retorno cuando Hans Namuth fotografió a Pollock en la acción de pintar.
Apenas se ve el lienzo en el que trabaja; lo que sí se ve es el cuerpo de Pollock, dentro de la obra, en cuclillas, pisando lo que pinta, inclinándose para luego sacudir la mano y salpicar un color: sus brochazos parecen los gestos de un bailarín. Una de las fotos no pudo registrar el brazo derecho del pintor: el movimiento fue tan vigoroso que el lente lo perdió de vista y por eso aparece desenfocado, borroso. El chorro de pintura ondea como un látigo. Pollock está a punto de separar el pie izquierdo del piso, dar un paso y emprender otro movimiento de su coreografía. “Para comprender el impacto de Pollock, hay que volvernos acróbatas y pasar continuamente de la mano y el cuerpo que arrojan la pintura a las marcas que quedan en el lienzo”, escribió su contemporáneo, Allan Kaprow, antes de reprochar a Pollock por no haber abandonado la pintura, por no haberse volcado por completo al cuerpo. La culpa del performance puede repartirse entre estos tres personajes, pero fue Kaprow quien insistió en el valor de las experiencias cotidianas y desterró al arte abstracto. Era previsible que las mujeres aprovecharían esta renovada atención en la experiencia y el cuerpo. Sin saberlo, los happenings y el action painting (a la par que el accionismo vienés y Fluxus) construyeron la puerta por la que se coló el performance feminista.
No puedes verlo desde una butaca porque no hay escenario. Quizá estés en una bodega, en la acera de una avenida, en un estacionamiento subterráneo; en cualquier sitio que cancele las nociones arriba y abajo. Es una lástima que entre tú y yo haya ahora una reja de párrafos: cuando acudas a un performance, no contarás con la seguridad de la distancia. Echarás de menos el paseo sin sobresaltos que te proponen los museos: si una pieza te desagrada, enseguida pasas a la siguiente y puedes ignorar aquella, la que te incomoda. Rodeado, como estás, de objetos, no hay personas que te obliguen a interactuar. Extrañarás la quieta imagen de las fotografías y los manchones de óleo, cuando te enfrentes a una relación intransigente (la más inmediata posible) con el cuerpo de la artista. Lo que pase ocurrirá en ese espacio, en el nivel que ahora comparten. Es normal que te sientas arrinconado. Cuerpo a cuerpo no hay escapatoria.
Dice Rebecca Schneider que el performance escribe sobre el cuerpo la traducción literal de los prejuicios de raza, clase y género: lo arbitrario se expone en la carne para que estalle “en una literalidad explosiva”. No, los prejuicios no ocurren a la distancia, sino aquí mismo, en el cuerpo que los padece frente a ti, en el tuyo mismo. El cuerpo hace que el drama social se vuelva ineludible. Ojalá estuvieras ante un tratado de anatomía –ante un dibujo de las proporciones simétricas de la cabeza, las extremidades, el torso. En cambio, estás en un performance para permitir que el cuerpo de una mujer y su experiencia afecten el tuyo.
Ocurrirá en la forma de un atentado contra las costumbres que separan a los hombres de las mujeres –hay varias formas de hacer que estos significados estallen: pueden combinarse los roles de género, se puede exagerar una convención corporal hasta el absurdo y repetir una acción hasta el fastidio.
Quizá ahora estés ante una mujer que lentamente se desviste. ¿Es un objeto o un sujeto? Se parece tanto a las imágenes que conoces de los desnudos (a las Venus de la historia del arte, a las modelos de la publicidad, también a la pornografía), pero no puedes negar que la mujer frente a ti tiene agencia –después de todo, es artista. El cuerpo que miras tiene mirada. Directamente te mira para entorpecer el placer voyeurista al que estás acostumbrado. El performance te empuja a la contradicción, a la tensión entre significados.
No te hace guiños, no te regala un sonrisa, pero ella necesita de ti porque la producción de su obra se empalma con la recepción. Tampoco puedes huir hacia una actitud contemplativa. Estás en un proceso: el performance es una suerte de ping-pong. Si la artista jugara sola, la pelotita sobrevolaría la red, rebotaría del lado opuesto de la mesa, caería al piso y seguiría rodando hasta parar o perderse. Sí, necesita de ti y tus reacciones para que el cuerpo y la identidad se vuelvan gerundio: ¿es objeto, es sujeto? La interacción despierta un significado, otro, otro, otro…
Ahora adviertes que el resto de los espectadores (será mejor que empieces a llamarlos con otro nombre, ¿colaboradores, participantes?) contribuyen con sus reacciones a la creación de significados: el cuerpo de la artista está siendo, se está haciendo. “El significado es un asunto social”, dice Schneider. Incluso cuando repudias el experimento, aportas el significado convencional; junto a ti, alguien celebra la libertad que hay en todo esto; otro suelta una carcajada, su acompañante se excita, alguien los regaña, a los de atrás se les escapa una risa nerviosa; algunos siguen perplejos, otros quieren salir de la confusión.
Si el cuerpo de la artista no se oculta, el tuyo menos. Estar en compañía de otro supone quedar expuesto. Corres el riesgo de cualquier reacción. En principio, todo podría pasar, pero llegaste aquí con las reglas que aprendiste del museo; que no te extrañe si la artista se encarga de quitártelas por medio de lo grotesco, lo confuso, lo hilarante, lo absurdo, lo redundante, o del miedo. Empezará a menstruar o a automutilarse. Puede darte un abrazo o un cuchillo, pero cuando estés en un performance feminista, no podrás librarte de las reacciones cuerpo a cuerpo.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.