J. M. Coetzee
Los días de Jesús en la escuela
Traducción de Javier Calvo
Ciudad de México, Literatura Random House, 2017, 256 pp.
¿Cómo se educa a un dios? ¿A un niño dios? ¿Cómo enseñar lo básico a quien está en contacto con el Todo? No es la pura dulzura que dicta la propaganda, más bien debe tratarse de un ser soberbio y de manejo complicado. En su novela más reciente J. M. Coetzee se propuso averiguarlo.
Esta obra se plantea como la continuación de La infancia de Jesús. El epígrafe advierte: “Algunos dicen: nunca segundas partes fueron buenas” (Quijote, II, 4). Este aviso cifra una de las características más apreciadas del novelista sudafricano: su gusto por aceptar desafíos. Muchos narradores lo hacen. Unos se plantean escribir una novela con el tiempo fluyendo en sentido contrario (como en La flecha en el tiempo, de Martin Amis); otros, retrasando por siempre la entrada en el objeto del deseo (como Kafka en El castillo). Coetzee se propuso “escribir una segunda novela sobre los años de los que no se sabe nada de Jesús”.
En La infancia de Jesús, Coetzee narra la historia de Simón, Inés y su hijo David, que no lo es en el sentido biológico. ¿De quién eres hijo?, le preguntan. “De nadie”, responde David. Simón encuentra al niño en un barco que va con dirección a Novilla y decide encargarse de él. Al llegar a la tierra nueva todos los pasajeros pierden la memoria (menos David). En Novilla, Simón y David buscan a alguien que pueda ser –que quiera ser– la madre del niño. Encuentran a Inés, que lo adopta. Así da comienzo una vida familiar imposible porque el niño es de trato difícil, es dios. La escuela no le acomoda porque en ella lo quieren convertir en un animal social. Emprenden la huida a Estrella, otra ciudad de ese raro país en donde se habla español.
De la infancia de Jesús –hijo de María, José y del Espíritu Santo– no se sabe nada. Es por tanto un terreno virgen para la imaginación novelesca. Pero a Coetzee no le interesaba escribir una novela histórica o psicológica. ¿Qué quiso indagar entonces? La culpa, la educación, el perdón.
Jesús (David) es un niño muy complejo. Dice Simón, su padre viejo: “La verdad es que nos ha agotado a los dos con su testarudez, a su madre y a mí. Es como una apisonadora. Nos ha aplastado. Ya no nos queda resistencia.” Y más adelante: “David siempre termina saliéndose con la suya. Esta es la clase de familia que somos: un amo y dos sirvientes.” ¿Qué educación le corresponde al niño dios? Aprendió a leer solo a los seis años. Desafía constantemente a sus maestros. Es un jovencísimo lector del Quijote. Dice Inés, su madre virgen: “Hay veces en que su conducta me parece demasiado de maestro, demasiado autoritaria.” Pregunta sobre todas las cosas, como cualquier niño, pero muy pocas veces queda contento con las respuestas que le proporcionan. “¿Por qué tienen que morir los animales? ¿Por qué tienen que morir para darnos su carne? ¿Por qué no nos comemos a otras personas?”, pregunta David, que es Jesús y cuya carne se comerá por siglos en la comunión y será este el fundamento de su Iglesia.
Esta trama básica le sirve a Coetzee para reflexionar sobre otros temas sin que su libro adopte el tono ensayístico de algunas de sus novelas anteriores. En primer lugar sobre la educación. Simón e Inés se niegan a inscribir a David en una escuela pública tradicional porque no quieren convertirlo en una hormiga, en un ser laboral y sin conciencia. Prueban con un maestro privado que tampoco les satisface. Dan finalmente con una “Academia de Danza” en la que los niños, a través del baile, son conducidos hacia “la obediencia del bien”. Nuestra Academia, dice Ana Magdalena –codirectora, junto con su marido, del instituto– “está dedicada a guiar a las almas de nuestros alumnos […] para ponerlos en sincronía con el gran movimiento subyacente del Universo”. Para lograr esa sincronía hacen “bajar” a los números del cielo, con la danza, “para permitirles que se manifiesten en medio de nosotros y darles cuerpo”. Simón tiene grandes dudas sobre esa educación: “Se han inventado una religión y ahora están buscando conversos.” La novela desarrolla con amplitud la relación entre el lenguaje y los números, con constantes alusiones a Platón y a los artistas románticos. Esa es la llamada “filosofía de la Academia”: la relación entre los números y las estrellas. Pregunta Inés a Simón: “¿Así la llamas, filosofía?” “No –responde el otro–, en privado la llamo estupideces, un montón de chorradas místicas.”
La segunda parte de la novela se centra en el horrendo crimen cometido por Dmitri, conserje de un museo adjunto a la Academia. Dmitri y David traban una amistad muy intensa. Dmitri, de comportamiento semisalvaje, lo reverencia y lo reconoce como “mi soberano, mi rey”. La mejor parte de su educación no la obtendrá David de la escuela sino de Dmitri el asesino, ya que ¿qué mejor modelo a estudiar que el hombre que cometió un crimen por amor?
Enigmática y fascinante, la más reciente novela de Coetzee sostiene, como en otras de sus obras, que la única forma de obtener la salvación es salvarse uno mismo. Porque, para el escritor, “el corazón de un hombre es un bosque oscuro”. ~