Para Hugo Hiriart cualquier cosa o situación sirve como plataforma para el despegue de la razón fantástica. Su padre, Fernando Hiriart, fue un notable ingeniero, hombre eminentemente práctico. Hugo, en cambio, ha sido y es un campeón de la imaginación.
Hugo Hiriart puede disertar con soltura y gracia, émulo de Alfonso Reyes, sobre el huevo, las mariposas, las moscas y las telarañas. Filósofo de formación, pero de vocación escritor de novelas, ensayos y artefactos teatrales (iba a escribir “dramaturgo”, pero me pareció demasiado grave para describir a alguien que se ha divertido tanto con el teatro). Amigo de objetos curiosos, tiene también una disposición generosa para hablar de escritores, pintores, poetas, historiadores, filósofos y músicos. Pertenece a la familia de Torri, Reyes y Arreola, es decir, a la familia de autores que, con la más alta prosa posible, son dados a la fantasía. Familia de escritores tocados por la gracia.
En uno de sus ensayos más celebrados (El arte de perdurar) Hugo Hiriart se pregunta por qué, a diferencia de Borges, Alfonso Reyes no alcanzó el reconocimiento universal y la perdurabilidad del argentino. Hiriart ensaya una respuesta: “Reyes no logró destilar y cifrar en un libro enteramente representativo toda la gama de su genio artístico. Sé que es desagradable decirlo, pero no tiene ese magnum opus que lo centre como artista individual, particular. Reyes está disperso en la delicada orfebrería de sus pequeñas obras maestras.” Sin decirlo, el ensayo de Hiriart sobre Reyes es una extensión de los ensayos que Borges dedicó a Quevedo en los que expone que, a diferencia de Cervantes, que supo condensar en un par de personajes toda una psicología y una época, Quevedo está disperso en extraordinarios libros que sin embargo no alcanzan a sintetizar su genio en un personaje representativo. “Quevedo –escribe Borges– es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.”
No puedo decir, creo que nadie puede en justicia decirlo, si la obra de Hugo Hiriart perdurará, como me parece que perdurará la obra de Jorge Ibargüengoitia, también narrador, dramaturgo y articulista. La obra de Ibargüengoitia tiene un centro, Las muertas, pero no un personaje distintivo. Lo que tiene Ibargüengoitia es un tono, irónico, despiadado, que lo hace único. Ignoro qué suerte ha tenido la obra de Ibargüengoitia en el extranjero, dada la dificultad de traducir el tono de su prosa a otra lengua. Hugo Hiriart no tiene un personaje que lo sintetice (Galaor no alcanza esa altura), el tono que desarrolló en ensayos y artículos, de suyo chispeante y erudito, me parece que pierde fuelle con su afán pedagógico. El genio de Hiriart está, como el de Reyes, “disperso en la delicada orfebrería de sus pequeñas obras maestras”: Galaor, Disertación sobre las telarañas, Ámbar. Cada uno de sus libros, en cualquiera de los géneros que practicó, dejan en el lector una sensación de felicidad, lograda por la atinada combinación de sabiduría moral y el encanto de su prosa. El encanto (que Borges señaló como la característica central de Stevenson) es lo que permea la obra completa de Hugo Hiriart, trátese de un libro de imaginación pura (como Cuadernos de Gofa) o un libro sobre la experiencia mística (como Lo diferente). Lo que quiero decir es que Hugo Hiriart es menos un autor perdurable que un autor que ha hecho más felices y más sabios a sus lectores. A mí me basta con eso.
La Universidad Autónoma de la Ciudad de México ha tenido el acierto de reunir un conjunto variopinto de artículos bajo el nombre de Diario apócrifo y otros ensayos. La edición estuvo a cargo de Felipe Vázquez, ensayista (autor de un notable libro sobre Juan José Arreola) y poeta. La selección de artículos –divididos en dos secciones: “Caleidoscopio cultural” y “Diario apócrifo”– es muy afortunada. Con buena mano de editor, Felipe Vázquez consigue que un conjunto de artículos de temas diversos logren una feliz unidad de estilo y tono. Se extraña, eso sí, un prólogo o nota editorial que indique al lector la procedencia de los textos, la fecha de su aparición y la naturaleza de la selección. La cuarta de forros, firmada por Vázquez, es insuficiente.
Más que una reunión de artículos, Diario apócrifo ofrece una magnífica colección de ensayos breves. Un artículo, político o cultural, desarrolla un tema de actualidad y propone una conclusión. Un ensayo, en cambio, no trata ni de agotar su tema ni de llegar a un punto específico. En cuanto a lo primero: “la mejor manera de aburrir es decirlo todo” (Voltaire), y respecto a lo segundo: si el artículo es una carrera con meta, el ensayo es más bien un paseo mental, un vagabundeo por las avenidas de la razón y la imaginación.
Cualquier tema parece ser bueno para despertar la aguda mirada de Hugo Hiriart: la elocuencia de Saul Bellow, el desaparecido uso del sombrero, la franqueza, el castillo de Miramar, la vena teológica del cura Hidalgo, la diferencia entre la aberración y el error, la poesía de Ezra Pound, el infierno, el metro, el lenguaje polícromo de Valle-Inclán, el genio militar, los leones literarios, el azar. Todo parece interesarle a Hugo Hiriart. Lo más simple despierta su curiosidad y admiración. Lo más complejo lo vuelve accesible a sus lectores. De lo más común sabe destacar su lado inusitado. Escribe sobre el metro: “la ciudad, flor enorme, próspera no solo hacia arriba buscando la luz, sino se desenvuelve también echando raíces, hacia abajo, cavando en busca de velocidad”. Y sobre la mariposa: “sube o baja, como la angustia y el mar, restallando de pronto, flor del aire, luz materializada”. Si sutiles son sus pinceladas sobre los animales y las cosas, penetrantes y lúcidas son sus reflexiones morales y literarias. Rechaza por ejemplo la interpretación común del capricho de Goya que dice que “los sueños de la razón producen monstruos”, de donde se suele deducir una crítica de la razón, algo absurdo ya que Goya, “un ilustrado, un afrancesado, no habría dicho jamás una cosa así, sino, más sencillamente, que ‘cuando la razón se queda dormida, aparecen los monstruos’”. Algo totalmente distinto.
La segunda parte del libro reúne varias entradas del “diario apócrifo” de Hugo Hiriart. Apócrifo porque a diferencia de los diarios comunes, que implican cierta secrecía e intimidad, las páginas de Hiriart fueron escritas para ser publicadas. Más que páginas de un diario son apuntes sobre el acontecer, bitácora de una mente inquieta y lúdica, atenta no a los hechos sino a los murmullos de los libros y la calle. Diario de una mente inquieta de un escritor que, más que un intelectual, es un artista por la calidad de su prosa, la sensibilidad de sus observaciones, su tono moral y la inteligencia y buen humor de sus apuntes sobre la vida cotidiana.
Hace algunos años leí unas páginas de homenaje que Hugo Hiriart escribió sobre Héctor Aguilar Camín. En ellas Hiriart destacó la malicia como la característica principal de su homenajeado. Para Aguilar Camín todo hecho era sospechoso, todo acto tenía una intención oculta, cada palabra escondía un doble sentido. El pasaje se me quedó grabado porque la malicia es exactamente lo opuesto al carácter y al arte literario de Hugo Hiriart. Me he referido a su inteligencia, su cultura, su encanto, su buen humor, su curiosidad, su prodigiosa imaginación, sin embargo, a mi juicio, lo que define a Hugo Hiriart es la bondad. Hugo Hiriart no solo es un extraordinario hombre de letras, es sobre todo un hombre noble, cariñoso y amable, un hombre bueno, algo tan raro en nuestro tiempo. ~