Nos hacemos mayores: hace ya cuatro años que la lengua alemana admitió en su rico vocabulario, por medio de la vigesimosexta edición del prestigioso diccionario Duden, la palabra inglesa shitstorm. Y aunque la expresión no ha calado entre los hispanohablantes, su práctica es tan popular como en el resto de esferas públicas liberales. Shitstorm: sin necesidad de coordinarse, un grupo de personas insulta o descalifica a otro usuario, personalidad pública o empresa a causa de algo que ha hecho o dicho en las redes o fuera de ellas. Un ejemplo de manual es la reacción a la entrevista concedida por la actriz española Paula Echevarría a Zeleb, medio digital dedicado a la cultura de las celebridades: un aluvión de tuits denigratorios cayó sobre ella a causa de lo que fue interpretado como insuficiente defensa de la causa feminista. Hay posibilidades menos glamurosas: tras llamarlos a competir por el diseño de una edición limitada de uno de sus productos, la marca alemana de detergentes Pril desató la cólera de los participantes al descartar la creación más votada –“sabe mejor si sabe a pollo”– por su tono burlesco. Fascinada por la reacción popular, sin embargo, la empresa produjo ciento once botellas con la imagen de un monstruito enfurecido y las sorteó vía Facebook: mejor reír que llorar.
Naturalmente, un ejemplo no hace categoría; salvo cuando la hace. Las shitstorms son expresión de todo aquello que ha ido mal con la digitalización de la esfera pública. Se trata de un síntoma de tendencias más amplias que ponen sobre la mesa una pregunta inquietante: ¿puede internet destruir la democracia? Otras manifestaciones del mismo problema de fondo sirven para construir la acusación: desintermediación, fake news, posfactualismo, crisis de los medios tradicionales, sentimentalización. El recorrido es similar al de otras tecnologías de la comunicación, desde el telégrafo al teléfono, saludadas inicialmente como fuerzas benefactoras para las democracias y preludio de una paz perpetua. Y es que solemos creer que una más fácil comunicación conduce a un mejor entendimiento. Tiene por ello sentido que la decepción con el actual estado de cosas sea mayor para quienes habían depositado más esperanzas en la potencia deliberativa de los nuevos medios. John Keane habla directamente de “decadencia mediática”:
una realidad áspera e inhóspita en la que los medios de comunicación se dedican a fondo a promover la intolerancia de las opiniones, la represión del escrutinio público del poder y el fomento de la ciega aceptación del modo en que son las cosas.
Para quien nunca pensó que la digitalización traería consigo una mejor democracia, en cambio, la situación no es tan desesperada. Entre otras cosas, porque no todos los males contemporáneos pueden atribuirse al influjo de la digitalización. ¿Estamos seguros de que Trump ha ganado por disponer de una cuenta en Twitter, el abismo generacional expresado en el Brexit no existiría sin Facebook, o los hechos eran más decisivos que las emociones en las democracias de antaño? Ni siquiera el populismo, sin duda reforzado por las relaciones directas que el líder carismático puede establecer con sus seguidores, es un fenómeno nuevo. Lo mismo vale para el iliberalismo, el neoautoritarismo o la crisis migratoria. Y por novedoso que sea el cambio climático, no parece que Snapchat tenga mucho que ver con él. Internet no tiene la culpa, pues, de todo lo que le pasa a la democracia.
Una segunda cautela consiste en no confundir el todo con una de sus partes, vale decir, la digitalización con las redes sociales. Los efectos de internet sobre la democracia no se agotan en la conversación pública. Hay que atender también al descenso de los costes de cooperación, que hace mucho más sencillo crear una organización, adherirse a un movimiento o tomar parte en una campaña pública. Resulta de aquí un aumento de la participación política, por superficial que pueda parecer a veces, que incorpora a grupos antes reacios a ella (como los jóvenes o los miembros de minorías étnicas). También la información es más accesible, incluida la proporcionada por la administración pública. Y para los sujetos políticamente activos, se encuentren donde se encuentren, todo son facilidades.
Para comprender la diferencia digital
Dicho esto, la transformación de la esfera pública causada por el proceso de digitalización presenta aspectos preocupantes cuyo efecto sobre la democracia no puede desdeñarse dado el papel clave que en ella cumple la opinión pública. Para el fallecido Giovanni Sartori, en un régimen representativo la opinión pública viene a llenar el vacío originado cuando los ciudadanos eligen a sus representantes; es mediante la opinión pública que el pueblo soberano dice algo, influyendo con ello sobre el gobierno. No hay democracia liberal sin opinión pública; tampoco opinión pública sin democracia liberal, pues esta crea las condiciones necesarias para que esa opinión pueda formarse. Y a pesar de que el ideal regulativo de la opinión pública –en buena medida formulado por el filósofo alemán Jürgen Habermas– apunta hacia un intercambio persuasivo de argumentos entre ciudadanos racionales, la realidad es que no podemos esperar una conversación pública demasiado sofisticada. Por algo es opinión y no conocimiento: para la mayoría de los ciudadanos, la política es un asunto marginal acerca del cual apenas se recaba información. Para colmo, la influencia de las emociones sobre nuestras percepciones y decisiones se está demostrando mayor de la esperada.
De ahí que tengamos democracias representativas en lugar de democracias directas: la opinión pública influye sobre los gobiernos, pero no decide por ellos. Pero existe, claro, una correlación entre la calidad de la opinión pública y la calidad de la democracia. No debería extrañarnos, pues el modo en que hablamos sobre los problemas colectivos es parte de su tratamiento. De donde se deduce que la disrupción digital de la conversación pública tiene la máxima relevancia democrática.
¿Y qué ha pasado? ¿En qué consiste eso que Russell Neuman llama “la diferencia digital”? ¿Qué ha cambiado para que casi todo cambie? Para empezar, internet y el smartphone han convertido a cada individuo en alguien que produce y consume contenidos en la red: un potencial “prosumidor”. En feliz expresión de Manuel Castells, hemos pasado de la comunicación de masas a la autocomunicación de masas; de la verticalidad a la horizontalidad. O, conforme a la metáfora de Neuman, de una estructura basada en la presión desde arriba a otra donde se “tira” desde abajo. Tiran los usuarios, de muchas maneras distintas: escribiendo en redes sociales, abriendo blogs, participando en foros digitales (de TripAdvisor a ForoCoches), comentando noticias en las páginas webs de los medios tradicionales, consumiendo alguno de los innumerables proyectos nacidos a su sombra (desde el medio de derecha Breitbart al sitio para jóvenes Vice, pasando por el sensacionalista ok Diario, por no hablar de las webs especializadas en cine, manga, entomología o caza mayor), compartiendo contenidos con los demás en redes y chats.
Si tenía sentido hablar de un diálogo entre los medios tradicionales y sus consumidores, ahora nos encontramos con un “poliálogo” donde las conversaciones se entrecruzan y solapan, pero también discurren por caminos paralelos sin converger jamás. Por eso se ha recurrido a la imagen de los salones ilustrados para explicar el cambio operado en la esfera pública: habríamos regresado a un tiempo donde la fragmentación era la nota predominante. ¡Desorden de la conversación! Aunque nunca hubo una sola esfera pública sino muchas: Tim Wu ha explicado que la actual dispersión tuvo un primer ensayo en el desarrollo de la televisión por cable, que también crea por primera vez canales temáticos que compiten por la atención de los ciudadanos al tiempo que potencialmente reducen la cantidad de un mundo común a todos. Fue en aquel entonces, en 1971, cuando el economista Herbert Simon formuló una idea que ha encontrado ahora su plena realización: “Cuanto más abundante es la información, más pobre es la atención.” Y más feroz la competencia por obtenerla, como atestigua el creciente amarillismo de los titulares en el más serio de los periódicos.
Pero tampoco conviene exagerar. Cualquiera que haya experimentado la diferencia entre poner una película que emite un canal mayoritario o elegir un dvd de la estantería sabe que la simultaneidad de los medios de masas suministra una prima emocional. Esto se aprecia con claridad en la cualidad parasitaria de las redes, cuyos usuarios se dedican a comentar algún episodio o suceso que tiene lugar offline. ¡Pobre de quien no haya visto la última producción de hbo! Ocurre que la digitalización no ha modificado solamente el modo en que nos informamos o participamos en la conversación pública; también ha alterado el modo en que nos relacionamos con la realidad. Roger Silverstone dice que vivimos en una “mediápolis”, lugar donde los medios se entremezclan con nuestros modos de ver, ser y actuar, sin llegar a reemplazar el mundo de la experiencia vivida. No vivimos con los medios, añade Mark Deuze, sino en los medios. Y, de hecho, pendientes de ellos: la simultaneidad crea un suspense que nos impele a permanecer en contacto con el flujo digital. ¿Cómo salirse de la corriente?
Esta inmediatez participativa también distorsiona nuestro sentido de lo que es estar informado, pues ahora todos creemos estarlo sin excepción. Pero cuidado con ese “nosotros”: la configuración demográfica en las sociedades occidentales produce de manera natural una brecha entre conectados y desconectados. O menos conectados: hablar por Skype con un nieto no equivale a seguir la actualidad a través de Twitter. En las últimas elecciones estadounidenses, por ejemplo, la televisión seguía siendo el medio más empleado para informarse (24% frente al 14% de las redes sociales). Para el votante comprometido con su tribu moral, en cambio, las redes sociales se han convertido en un instrumento habitual de la acción política, que además permite establecer una relación directa con el líder político correspondiente. Para Cornel Sandvoss, esta relación empieza a parecerse a la del fan: se establece un vínculo afectivo de orden identitario que refuerza el carácter plebiscitario de la política contemporánea, cuya manifestación más clara se encuentra en las distintas inflexiones del populismo. Emerge así un “fan político” que confirma la nueva cualidad de la política como entretenimiento de masas. Hay otra forma de leer este fenómeno, trayendo a colación la “felicidad política” que, para Hannah Arendt, experimentan quienes se comprometen con algún tipo de acción colectiva. Por supuesto, ambas realidades coexisten, pues la digitalización no produce efectos homogéneos sino una pluralidad de efectos.
Inconvenientes de la digitalización
La mediatización de las sociedades refuerza la sujeción de la democracia a la ley de los grandes números: en la esfera pública digitalizada tiene lugar una guerra de significados y quien consigue imponer los suyos –al definir el patriarcado, evaluar la Transición española o explicar la crisis– obtiene un capital político traducible en votos o influencia. Perception is king. Por tanto, los efectos negativos de las redes sociales sobre la conversación pública cuentan debido a su escala: si diez vecinos creen una noticia falsa, no tiene importancia; si lo hacen diez millones, es otra cosa. A grandes rasgos, esos efectos son los siguientes:
1. Balcanización: tendencia a consumir noticias modeladas con arreglo a preferencias políticas preexistentes. Los ciudadanos habitan burbujas cognitivas donde consumen información y se relacionan con personas alineadas ya con sus creencias. Esta estructura comunicativa tendría la consecuencia de reforzar la tendencia natural del sujeto al tribalismo moral, o adhesión irreflexiva al propio grupo.
2. Posfactualismo: tendencia por la cual los hechos han perdido fuerza persuasiva frente a las emociones y las creencias, que tendrían así más fuerza para determinar las decisiones políticas de los individuos. Los algoritmos empleados por los grandes agregadores de noticias, de Google a Facebook, habrían reforzado este efecto al primar nuestra exposición a las noticias provenientes de medios o usuarios afines. El sesgo de confirmación que nos hace sentir bien cuando leemos algo con lo que estamos de acuerdo opera aquí, pues, a pleno rendimiento.
3. Fake news/conspiracionismo: la horizontalidad de la comunicación digital estaría facilitando la circulación de noticias falsas y teorías conspiratorias, que se difunden –sin pasar por ningún filtro epistémico o arbitral– entre personas o grupos interconectados que comparten un mismo sistema de creencias o preferencias electorales.
4. Poscensura: restricción no reglada de la libertad de expresión que tiene lugar debido a la agresividad con que muchos usuarios se conducen en las redes sociales, procediendo a sofocar de manera espontánea las opiniones con las que discrepan. Es lo que Byung-Chul Han denomina “democracia de enjambre”. Aunque no es censura en sentido estricto, pues esta última solo pueden ejercerla las autoridades, esta falta de civilidad restringe de facto la libertad de palabra y convierte las redes sociales en el imperio del exaltado.
5. Desintermediación: decadencia de las instituciones que solían controlar o filtrar la información que llegaba hasta los ciudadanos en la fase horizontal de la comunicación de masas, desde los partidos políticos a los críticos gastronómicos. Los mediadores tradicionales están perdiendo terreno frente a una nueva forma de relación entre el ciudadano y el líder político, como podemos ver en el caso Trump, o entre el ciudadano y otros ciudadanos (ya sean tuitstars, blogueros u opinadores que vierten sus juicios en plataformas ad hoc). Esta desintermediación se manifiesta también en la crítica a los mecanismos representativos y la condigna defensa de una participación más directa por medio de procedimientos asamblearios o plebiscitarios.
6. Personalización electoral: como si fuera el reverso del Daily Me que para Nicholas Negroponte permitiría a cada lector personalizar su consumo diario de noticias, los estrategas electorales han empezado a usar los datos masivos y las comunicaciones digitales para personalizar el mensaje que dirigen a grupos sociales particulares (madres solteras, divorciados sin empleo, hipsters urbanos). Se acentúa con eso la fragmentación del cuerpo social que parece marca de fábrica de la democracia en la era digital.
Puede así apreciarse que, como sugiere el Oxford Internet Institute, las redes sociales no son meras fuentes de información, sino que proporcionan la nueva estructura de la conversación política. Se trata de tecnologías que fomentan nuestros instintos más tribales, reduciendo la diversidad de opiniones a las que nos vemos expuestos, facilitando la “exposición selectiva” a las noticias y puntos de vista que encajan con los nuestros. En ese sentido, internet podría amenazar a la democracia liberal por la vía de distorsionar la opinión pública sobre cuya buena salud descansa cualquier régimen representativo. Máxime cuando este deterioro se combina con la deslegitimación de las instituciones mediadoras o el recelo hacia el propio mecanismo representativo.
Video killed not the radio star
Sería precipitado, con todo, sucumbir al pesimismo. Siempre han existido noticias falsas y teorías conspirativas, muchas de ellas producidas por fuentes anónimas, que circulaban con menor velocidad pero idéntica pregnancia. Tampoco está claro que el consumidor digital de noticias se encuentre más aislado que el consumidor tradicional, dada la cantidad de encuentros fortuitos con la información o las opiniones con las que discrepamos que internet hace posibles. Y aunque la polarización agresiva puede verse reforzada por la estructura digital de la comunicación, se explica también por la necesidad que tienen los partidos de diferenciarse entre sí en un contexto de convergencia en el centro político. En cuanto a la propaganda personalizada, no conviene exagerar: como ha dejado claro The Economist, quien haya sido perseguido en la red por el espectro de una lavadora que compró una semana antes sabrá que el Gran Hermano tardará mucho en llegar.
¿Está la democracia en una crisis inducida por la revolución digital, pues, o solamente lo está aquella versión de la misma que se asociaba al modelo clásico de la opinión pública? En otras palabras, ¿se parece la opinión pública al ágora griega cuyo desenvolvimiento hemos idealizado, o a una plaza pública bulliciosa y cacofónica? Para Davide Panagia, el hiperracionalismo habermasiano tiene poco que ver con la realidad de unas democracias que son por definición ruidosas, emocionales, conflictivas. Acaso la digitalización solo haya dejado al descubierto la distancia existente entre el ideal democrático y su realidad práctica, que es también naturalmente la distancia entre el ciudadano ideal y el ciudadano real, así como entre la deliberación racional orientada al bien público y una comunicación humana que incorpora de manera natural las identidades e intereses de los distintos grupos sociales. ¡Qué decepción!
Ahora bien, de aquí no se sigue que la democracia liberal se encuentre amenazada o en camino de ser sustituida. Las transformaciones en curso más bien ratifican su vigencia, al menos en el plano teórico: no existe ningún régimen político más apropiado para lidiar con el conflicto entre concepciones rivales del bien, la pugna entre identidades afectivamente recargadas o la creciente desorganización del debate público. Solo una sociedad abierta, escéptica y flexible puede adaptarse con éxito a estas novedades; aunque lleve tiempo acostumbrarse a ellas. Hagamos entonces como la marca Pril que supo sobrellevar la shitstorm: respondamos con buen humor. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).