De vuelta a las ramas

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Fue, por decirlo así, una clarinada de alerta. La visita del candidato presidencial peruano Ollanta Humala a Hugo Chávez hace unas semanas parecía la de un soldado a su superior. En su visita a Caracas, Humala coincidió con el recién electo presidente boliviano Evo Morales, como dando la razón a la periodista Patricia Poleo. Si ser presidente es la primera meta de un militar como Chávez, ser emperador debe ser la última. En una entrevista reciente, Poleo afirmó que el ideal de Chávez es conformar una sola nacionalidad “bolivariana” (con un solo pasaporte) compuesta por una región que comprenda Cuba, Venezuela, Bolivia y Perú, cuyo eje naturalmente sería Caracas. Parece lógico en él. Un general ensanchando su laberinto.
     Humala y Chávez tienen una semejanza que resume todas: ambos son militares y se hacen llamar por su rango (“comandante” en el caso de Humala) entre subordinados que les rinden culto. Lo característico de esta nueva generación de militares es que han aprendido que no necesitan de los tanques para llegar al poder. También pueden ganar elecciones. El militarismo, como concepción del mundo, es parte del código genético de nuestra cultura. Lo vemos en nuestra conducta social todos los días. Los fantasmas con galones (la generación de Velasco, Videla, Bordaberry, Pinochet y la de Rojas Pinilla, Trujillo, Odría) reaparecen siempre. Lo dijo mejor que nadie el poeta peruano Martín Adán cuando el general Odría dio el golpe de estado en 1948: “Hemos vuelto a la normalidad.”
     El común denominador de todos los militarismos es una visión “atrincherada” del mundo que comparten algunos civiles radicales: una vez destruidos los “enemigos” podremos todos progresar, libres de esos obstáculos ajenos a nosotros. El militarismo también tiene su marketing. La imagen que despide Humala es la del soldado hermético, el tipo austero, justo y callado, lo que hasta ahora ha contribuido a su leyenda. Le huye a las entrevistas y por ahora delega para ellas a su locuaz y articulado candidato a la vicepresidencia, Gonzalo García. Chávez, en cambio, como sabemos, es el showman de la política latinoamericana (en su libro, Colette Capriles ha definido su estilo antipolítico como “La revolución como espectáculo”). El tono de sus declaraciones siempre va a la par con el de sus medallas y corbatas. Hace poco anunció que si su crítico Mario Vargas Llosa iba a Caracas iba a “llenarlo de plomo”.
     Este estilo “espectacular” es una fuente de anécdotas. Durante la visita que le hicieron Humala y Morales, Chávez elogió el himno nacional boliviano, y a continuación lo cantó. Lo que salió de su boca (con voz no desentonada, por cierto) fue en cambio la letra del himno nacional peruano: “Somoslibres, seámoslo siempre.” La anécdota podría no tener importancia si no fuera porque confirma que Chávez sabe poco o nada sobre Perú y Bolivia, y los considera sólo como piezas en sus planes de expansión (que incluyen por supuesto el gas de Tarija y Camisea de ambos países, que podrían ir a parar a empresas estatales venezolanas).
     El peso de la historia parece obvio. Si Simón Bolívar fue quien logró aglutinar a los pueblos latinoamericanos en la independencia, Chávez aspira a ser el Bolívar latinoamericano del siglo XXI. Esta reedición de lo que Ortega y Gasset llamó el “complejo de Adán” es la típica del caudillo, un personaje inscrito en nuestra cultura social. La longevidad y relativa popularidad del caudillo Chávez es por supuesto inexplicable sin el aumento del precio del barril de petróleo casi siete veces (de siete a sesenta dólares) desde su ascenso al poder. Con sus ataques a la candidata Lourdes Flores, rival de Humala en el Perú, parece claro que en los mapas de la América Latina trazados por su imaginación, Chávez ha puesto la bandera de su ego en Lima. El libro Hugo Chávez sin uniforme de Cristina Marcano y Alberto Barrera (Caracas, Debate, 2005) cita como suya una de las frases más memorables de cualquier dictador latinoamericano: “Para ser chavista hay que ser como yo.”
     Pregonando el retorno a las raíces andinas, el mensaje de Humala se proclama nacionalista. Junto con Chávez, ha señalado ya su filiación a la dictadura de Velasco, cuyo gobierno en el Perú (1968-1975) estatizó las empresas privadas, suprimió la libertad de expresión y destruyó el agro con la Reforma Agraria. Humala ha explotado hábilmente el resentimiento de la mayoría de los peruanos que se sienten expulsados del sistema. Muchos de quienes lo siguen han padecido tanta pobreza y marginación que no quieren cambiar el sistema. Quieren hacerlo saltar. ¿Hay alguien mejor que un militar para lograrlo?
     ¿Puede triunfar Humala en las elecciones peruanas de abril y formar un eje con Morales, digitado por Chávez y Castro? Por supuesto que sí. Los países latinoamericanos viven en un eterno estado latente de guerra civil, por factores sociales, culturales y raciales. No es casual ni extraño que se idealice a los “mesías” impugnadores y que el ciclo militarista vuelva a tomar cuerpo. Pero si uno repasa algunos datos de la vida de Bolívar se entera de que, a diferencia de San Martín, el libertador venezolano nunca se sintió cómodo en el Perú (al que llamó un país “de oro y de esclavos”). Casi doscientos años después, quien cree ser el Bolívar del siglo XXI podría también (en la forma de su tenaz, hermético, radical comandante Ollanta Humala) tener más dificultades de las que esperaba para triunfar. –

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(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).


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