Alguien criticaba recientemente en Twitter que se aborde la estrategia de la izquierda española con respecto al independentismo obviando que los partidos progresistas han afrontado tradicionalmente dilemas ideológicos sobre esta cuestión que constriñen, también hoy, su posicionamiento.
Es cierto que la relación de la izquierda con el nacionalismo ha suscitado interesantes y acalorados debates teóricos, pero no lo es menos que tales polémicas estuvieron casi siempre condicionadas por el instrumentalismo. Así, los ideólogos marxistas no trataban tanto de dilucidar un juicio moral sobre el nacionalismo cuanto de decidir si aquel fenómeno de masas era útil o no a la causa última del socialismo.
Comunismo y nacionalismo son dos corrientes políticas nacidas con la modernidad, tras las revoluciones liberales e industrial. Para Marx, los movimientos nacionalistas solo tienen interés en la medida en que pueden actuar como catalizador del proceso revolucionario general, al que deben, en todo caso, supeditarse. No obstante, la lucha internacionalista propuesta por Marx no tardará en topar con los bordes de la nación: la conciencia de clase casi nunca conseguirá traspasar las fronteras nacionales, al tiempo que el nacionalismo cobrará una fuerza creciente que desembocará en dos guerras mundiales.
La cuestión nacional ocupará la centralidad del debate en la izquierda con el célebre enfrentamiento entre Lenin y Rosa Luxemburgo. El líder ruso defenderá la conveniencia de favorecer los procesos de autodeterminación de los pueblos oprimidos frente a los grandes estados multinacionales o imperialistas, mientras Luxemburgo advertirá sobre el carácter esencialmente burgués de los movimientos nacionalistas. El propio Lenin admitirá que los estados nacionales constituyen las unidades políticas que mejor se adaptan a la naturaleza del capitalismo, pero justificará esta contradicción del marxismo aduciendo que, si bien el nacionalismo contribuye a la promoción del capitalismo, también nos acerca al momento histórico de su colapso.
A partir de 1924, la pugna entre las posiciones estalinistas y las trotskistas resolverá el dilema entre nacionalismo e internacionalismo a favor del sucesor de Lenin. El triunfo de las tesis del “socialismo en un solo país” frente a la apuesta por la “revolución permanente” será más el resultado de una competición por el poder que el corolario de un debate teórico sosegado, y supondrá la subordinación de la revolución mundial al liderazgo soviético. Anulada la tesis marxista que abogaba por el internacionalismo, el ascenso de Stalin marcará el auge del chauvinismo ruso y la andadura soviética hacia el despotismo oriental.
Marx había comenzado a teorizar sobre el derecho de autodeterminación atendiendo al caso de Irlanda y Gran Bretaña, sugiriendo que el independentismo podía ser un aliado de la clase obrera inglesa para debilitar el poder de las élites. Posteriormente, otros autores marxistas, como Tom Nairn, abordaron también los movimientos nacionalistas en las islas británicas, en este caso tomando partido por la corriente escocesa. Para Nairn, el problema de Inglaterra residía en su carácter prematuro e irreformable. La Revolución Gloriosa que había alumbrado la nación había tenido lugar antes de que nacieran las ideas revolucionarias e ilustradas modernas, de modo que el Estado se forjó mediante una alianza entre una burguesía conservadora, carente de conciencia revolucionaria, y una aristocracia terrateniente mercantilista.
Estos dilemas sobre la conveniencia o no de apoyar el nacionalismo o sobre la necesidad de coaligarse con él también llegaron a España. El debate más sonado en la izquierda del jovencísimo siglo XX enfrentó a los republicanos Alejandro Lerroux y Nicolás Salmerón. El primero rechazó el entendimiento con los catalanistas por razón de clase. El catalanismo estaba representado por la Lliga Regionalista, un partido conservador que defendía los intereses de la burguesía industrial y del agro católico que había abrazado el carlismo, mientras que Lerroux, con un discurso anticlerical, a medio camino entre el anarquismo revolucionario y el patriotismo republicano, aspiraba a movilizar a la clase trabajadora.
Su encendida oratoria inauguró el tiempo de la política de masas en España y cosechó importantes triunfos entre los obreros de Barcelona que le valdrán el título de “emperador del Paralelo”, al tiempo que la Lliga se proclamaba vencedora en el conjunto de la Cataluña rural. El voto lerrouxista correlacionará fuertemente con atributos como la lengua castellana, una mayor natalidad, así como una mayor mortalidad, una tasa de analfabetismo superior, una mayor población obrera y una inmigración acusada. En sentido contrario, el voto catalanista correlacionará con profesiones liberales, actividades comerciales, disposición de servicio doméstico y población catalanoparlante. Estos clivajes de clase han sido recogidos y detallados por Álvarez Junco.
Por su parte, Salmerón será el promotor de un pacto electoral con los catalanistas de la Lliga que dará lugar a una candidatura conocida como Solidaridad Catalana, encabezada por él mismo. De aquel enfrentamiento entre Lerroux y Salmerón resultará la expulsión del primero de las filas de la Unión Republicana (Lerroux terminará por fundar el Partido Radical). Los solidarios obtendrán éxitos notables pero efímeros, habida cuenta de las tensiones propias de una alianza tan heterogénea. Cuando los componentes de la Lliga decidieron posponer la estrategia autonomista para apoyar al gobierno central conservador, presidido por Maura, en el mantenimiento del orden público, los elementos más nacionalistas y radicales hicieron saltar la coalición por los aires. Ante el fracaso de la alianza entre la izquierda nacional y el regionalismo, Esquerra Republicana tomará el relevo como referencia catalanista.
De este modo, la izquierda ha sido una víctima histórica de su contradictoria relación con el nacionalismo. Por un lado, ha querido alimentarlo por su capacidad de erosión de las élites; por el otro, allá donde los dos se han coaligado han emergido las diferencias insalvables entre una ideología de carácter obrerista y una cosmovisión de talante conservador y burgués. La perjudicada en estos embates ha sido con frecuencia la izquierda, que, sin embargo, ha prolongado su relación desquiciada con el nacionalismo más allá del franquismo.
El diseño electoral acometido en la Transición favoreció la constitución de un parlamento estable, dominado por dos grandes partidos que debían apoyarse para gobernar en las formaciones nacionalistas. Esta circunstancia ha situado en posiciones de ventaja a los partidos regionalistas, que han usado su capacidad de veto para obtener ciertas prerrogativas. No obstante, la reciente ruptura del bipartidismo se ha traducido en la fragmentación del espacio político de la izquierda, que ahora necesita incorporar un mayor número de apoyos periféricos para plantar cara a la derecha. La nueva competencia entre la socialdemocracia tradicional encarnada por el PSOE y la nueva izquierda que representa Podemos ha supuesto el desplazamiento hacia la periferia del discurso progresista. Por un lado, la formación morada, teorizando desde el populismo, ha apostado por ahondar la fractura territorial como estrategia para desencadenar una crisis institucional que le permita ensanchar su base electoral, habida cuenta de la insuficiencia de la crisis económica y política como catalizador del desborde popular al que aspira. Por el otro, los socialistas se han visto forzados a escorarse hacia Podemos ante la necesidad de revertir el éxodo de votos.
Ese reposicionamiento de la izquierda ante el nacionalismo ha venido de la mano de un movimiento análogo desde el soberanismo: el independentismo se ha fortalecido al incorporar a los valores conservadores de la lengua, la cultura y la historia ancestral otros comúnmente asociados a la izquierda. Así, la cuestión nacional ha pasado a presentarse como un dilema democrático y el decisionismo ha sido legitimado por un discurso pretendidamente progresista, arrastrando a la izquierda en esa inercia plebiscitaria. La fortaleza de este relato procede de la destreza para analizar la democracia desde posiciones meramente procedimentales, obviando la necesidad de su sustancia. Algo que recuerda a aquellos debates entre Douglas y Lincoln en los que el primero afirmaba que lo relevante no era tanto abolir o perpetuar la esclavitud, sino que esa decisión fuera el resultado de la voluntad democrática.
Quizá la única conclusión que podemos extraer de todo esto es que, 150 años después, la relación de la izquierda con el nacionalismo sigue siendo contradictoria y atribulada. Eso y que, ante la Historia, siempre es mejor verse del lado de Lincoln.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.