En un trabajo muy interesante de 2006, “A Tale of Two Translation Programs”, documentado en los archivos de la Fundación Rockefeller, la profesora Deborah Cohn, de la Universidad de Indiana en los Estados Unidos, se propuso conocer “la medida en que la promoción y la recepción de la literatura latinoamericana en los Estados Unidos fueron impulsadas por la guerra fría.”
Es un trabajo extenso y laborioso, con ramificaciones hacia la política interna de los Estados Unidos, las complejidades del ámbito editorial literario –los libros y las revistas y, desde luego, el papel de la academia en esos años en que comenzaba a florecer la industria de los “departamentos de español”. Me limito a indicar, solamente, el curioso, determinante papel que jugaron los Estados Unidos –su filantropía y sus universidades, pero también el Estado– en la divulgación de las letras latinoamericanas (que tanto suelen despreciar a ese país y a los “gringos” en general).
El epígrafe del ensayo de Cohn es elocuente: un párrafo de un discurso de John F. Kennedy ante los fundadores del Inter-American Committee: “No deseamos ver la vida intelectual y cultural usada como arma en una guerra fría, pero creemos que es parte fundamental de un espíritu democrático abarcante… El artista debe necesariamente ser una persona libre.” Había dos comités con ese título: uno que dependía de la Alianza para el Progreso, y otro “de las artes”. Quiero pensar que el discurso del presidente se dirigía a éste último.
El objetivo de los Rockefeller consistía en crear ambientes culturales distintos a los que estaba generando la Revolución Cubana que, obviamente, eran combativamente procastristas y antiyanquis. Cohn resume que lo hizo por medio de dos programas: uno de subsidio a las traducciones, que administraba la (traduzco velozmente) Asociación de Editoriales Universitarias Estadounidenses (AAUP), y otro que se llamó el Programa de Traducciones del Centro para las Relaciones Inter-americanas (CIAR). El trabajo de Cohn revisa ambos programas y analiza los esfuerzos y motivaciones políticas de cada uno “para promover obras y autores y crear bestsellers”.
El representante de la Fundación Rockefeller (FR), John Harrison –a quien ya me he referido en otros artículos de esta serie–, fue quien se encargó de organizar las traducciones de literatura latinoamericana en Estados Unidos, como explica Cohn. Traducir era costoso y el mercado estadounidense no le prestaba mayor atención a la zona sur del continente. El editor Alfred A. Knopf era, desde la década de los años cuarentas, el único editor que se había interesado en la traducción de latinoamericanos. En 1957, Harrison propuso un programa que subsidiaría a los editores y organizó a los directores de las imprentas universitarias para discutir el tema.
El editor Frank Wardlaw de la Universidad de Texas en Austin y August Frugé de la Universidad de California propusieron crear el programa de traductores. Para comenzar, propusieron traducir quince libros por año, con un apoyo de tres mil dólares para cada libro, y en crear un comité asesor con académicos especializados en la zona. En 1960, la FR presupuestó 225 mil dólares para los siguientes cinco años, que le dio a administrar a la AAUP. El resultado fue la traducción de ochenta y tres libros, la mayoría de los cuales fueron publicados por una veintena de editoriales, sobre todo las de las universidades de Texas y California. Entre los escritores que fueron traducidos y publicados, de 1964 a 1969, en estricto orden alfabético, se contaban Juan José Arreola, Bioy Casares, Borges, Elena Garro, Martín Luis Guzmán, Machado de Assis, Mariátegui, Martí, Ezequiel Martínez Estrada, Octavio Paz, Rulfo, Vasconcelos y Agustín Yáñez.
Narra Cohn que la mayoría de los títulos no recuperaron la inversión, lo que ya estaba contemplado, pues de lo que se trataba era de provocar una inercia y confiar en que los autores latinoamericanos pasarían de las imprentas universitarias a las comerciales. La UUAP solicitó a la FR que renovara el subsidio para continuar el programa, pero ganó la mayoría de los consejeros internos que se opusieron por considerar que no se sujetaba a las prioridades y no se le veían posibilidades de alcanzar la autonomía presupuestaria. El proyecto de la AAUP se terminó antes de que el boom se sonorizara a su máximo volumen y nunca fue un éxito comercial (en esa primera etapa los libros que más se vendieron fueron las Memorias de Pancho Villa de Martín Luis Guzmán, Al filo del agua de Yáñez y la Vida de Hernán Cortés de Francisco López de Gomara, escrita a mediados del XVI y que, de hecho, fue la única obra que reportó una ganancia neta).
Lo bueno de ser un Rockefeller es que cuando los consejeros de un proyecto se oponen a él, se puede crear otra institución más comprensiva. Fue lo que hizo en 1962 Rodman al crear ese Centro para las Relaciones Interamericanas que ya mencioné en otro capítulo, el calculado para propiciar el diálogo entre intelectuales de las dos Américas. El CIAR creó a su vez la Fundación Interamericana para las Artes (IAFA, Inter American Foundation for the Arts) que en 1964 retomó el programa de traducciones, promoción y venta de derechos editoriales y de autor en Estados Unidos. La IAFA trataría, explicó su hermano David Rockefeller, de “crear buena voluntad y respeto” entre los latinoamericanos y los estadounidenses, así como de apoyar “el entendimiento de sus aspiraciones y problemáticas”. La Fundación Ford comenzó también a aportar fondos para el CIAR. (No deja de ser curioso que ambas fundaciones, la Rockefeller y la Ford, llevasen ya lustros patrocinando actividades culturales con criterios ideológicos, como parte de la Guerra Fría, desde el frente que defendía la “libertad” de Occidente.) Poco después, a partir de 1967, se comenzó a traducir muchísimo, a fomentar la crítica, a promover los libros y a crear una especie de agencia literaria sin fines de lucro entre las dos zonas.
El ánimo rector del CIAR eran los traductores –a cuya formación colaboraba– y la difusión de las traducciones, sobre todo en la prensa culta. El CIAR pagaba la mitad del costo de la traducción, dos mil quinientos dólares (unos diecisiete mil dólares de 2017), y el editor ponía la otra. Su éxito principal fue, desde luego, Cien años de soledad, en 1970, el primer libro escrito por un latinoamericano en figurar en la lista de bestsellers del New York Times. (En 1968 se había traducido El coronel no tiene quien le escriba, con escaso éxito de ventas.) El otro autor exitoso fue Manuel Puig, cuyas tres novelas también fueron subsidiadas por el CIAR.
Entre 1967 y 1983, el CIAR subsidió más de cincuenta traducciones de libros, entre ellos algunos de Arguedas, Asturias, más de Bioy y de Borges (los poemas), los Tres tristes tigres de Cabrera Infante, tres libros de Cortázar, varios de José Donoso, Fuentes, Sarduy, el Paradiso de Lezama Lima, Neruda, La vida breve de Onetti, poemas de Nicanor Parra, ¿Águila o sol? de Paz, Sábato, Cobra de Severo Sarduy. Lo más interesante es que, salvo Arguedas, todas estas ediciones fueron publicadas ya por empresas comerciales.
Piensa Cohn que la iniciativa de la AAUP propició la “profesionalización” del escritor latinoamericano que, graduado de las imprentas universitarias, comenzó a saltar a las editoriales comerciales, que fueron las que terminaron capitalizando lo que para la AAUP y las fundaciones había sido una iniciativa desinteresada, tal como estaba planeado desde el principio.
Y ya después, en buena medida a partir de las traducciones estadounidenses, las lectores y las editoriales en otros idiomas comenzaron a interesarse, y las ferias del libro, y la publicidad y la fama y todo eso, y muchos escritores latinoamericanos se hicieron muy famosos, y sus traductores y sus editores ganaron mucho dinero, y los profesores fueron muy dichosos dando cursos sobre las deliciosas miserias de la América Latina…
Todos saben para quien trabajan.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.