Se suponía que en Cuernavaca no temblaba fuerte. El terremoto del 85 llegó aquí amortiguado por la lejanía de los epicentros o la firmeza del suelo y no produjo desastre alguno. La ciudad creció desde entonces a un ritmo acelerado porque miles de chilangos se mudaron acá en busca de un lugar seguro. La tierra se mecía pero nunca trepidaba, y su vaivén de hamaca era más placentero que amenazante. Hace tres o cuatro años, un temblor matutino de mediano calibre me sorprendió haciendo lagartijas en el jardín de mi condominio. Sentir a la madre tierra palpitando en mis manos fue una experiencia erótica inolvidable. Hubiera querido prolongar largo tiempo ese abrazo incestuoso. Por desgracia, en el terremoto del 19 de septiembre, los demonios del subsuelo estornudaron con saña y sepultaron la buena reputación sísmica de Cuernavaca. Por primera vez en la vida (y ojalá sea la última) escuché el rugido estomacal de la tierra. La ceguera de ese animal convulso, indiferente a la humanidad asentada en su lomo, me pareció una prueba irrebatible del egoísmo divino. Cuando las paredes crujen, el argumento racional de que algunas catástrofes no tienen culpable sirve de poco para aliviar la angustia y hasta el más ateo se vuelve creyente, pero un creyente sin devoción, que afirma la existencia de dios al maldecirlo. Si los mi- les de damnificados por este sismo y el del 7 de septiembre, que devastó Oaxaca y Chiapas, se sienten castigados injustamente, les recomiendo blasfemar con toda la fuerza de su fe para sacudirse, por lo menos, el yugo de la obediencia al sumo depredador.
Además de haber sufrido dos terremotos, en septiembre nos azotaron tres huracanes al hilo, el Popo hizo erupción y, según Milenio, en Tampico llovieron peces. La sensación colectiva de vivir en una pesadilla de Lovecraft se acentuó por la reiteración de sismos en la misma fecha maldita. No solo el universo tiene hoyos negros, también el calendario, y ya sabemos en cuál nos ha tocado caer. Diez años de terror delincuencial y una temporada de terrorismo mágico ponen a prueba el carácter de cualquier pueblo. Pero no veo en la gente un ánimo fatalista, sino un despertar de la energía social que por lo pronto intenta revertir la prostitución de la democracia y quizá logre rescatar al Estado de los escombros en que lo ha hundido nuestro letargo cívico de varias décadas. En México, la quietud hace mucho más daño que los movimientos telúricos. Cuando hay una desgracia como esta, la gente apolítica descubre o confirma que los malos gobiernos solo representan sus propios intereses y ese descontento puede generar cambios, si la sociedad agraviada se organiza para exigir, en primer lugar, un antídoto eficaz contra la corrupción impune. Cualquier movimiento de masas que busque disminuir la injusticia social debe empezar por ahí.
Pero podría ocurrir también que, en lugar de cohesionar a la sociedad civil bajo un objetivo común, esta desgracia agravara la descomposición social que en varios pueblos de Morelos ha implantado desde hace tiempo una dictadura del caos. Hay municipios del estado, como Huitzilac, donde los taxistas ya no quieren entrar. Tampoco se atreven a circular de noche en varias colonias de Cuernavaca, como la Carolina, la Barona o Patios de la Estación. Si el agravamiento de la miseria y la anarquía que ya reinaban en muchas comunidades antes del sismo se profundiza por la caída de la actividad económica, es muy probable que en vez de mendigar despensas, los miles de ninis diseminados entre las ruinas del terremoto opten por secuestrar a sus benefactores. La fuerte corriente de solidaridad con el prójimo que, en las semanas posteriores al sismo, afloró en la admirable movilización de los jóvenes y en la generosidad con que mucha gente de modesto peculio hizo donativos para la reconstrucción, puede ser el principio de una acción política de largo alcance o una llamarada de petate. Ya sabemos que la represión policiaca o militar solo empeora la crisis de seguridad y enriquece a los matones con placa. O nos quitamos la soga del cuello con una revuelta pacífica, legalista y justiciera a la vez, o los estragos del terremoto serán un juego de niños comparados con el infierno que se avecina. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.