De niño y adolescente, Joy Laville me regalaba un cuadro en mi cumpleaños. Pequeños como postales o del tamaño de una hoja de papel, esos dibujos cuelgan de las paredes de mi cuarto. Los colores variaban, pero las figuras centrales (para horror de mis conservadores abuelos maternos) eran siempre las mismas: mujeres desnudas, a las que yo adoraba. Como una travesura compartida entre Joy y yo, la rutina cumpleañera se mantuvo hasta que dejé de verla, en Cuernavaca, casi todos los fines de semana. Amiga muy cercana de mis padres, Joy iba a comer a la casa, vestida siempre con sus faldas azul claro y sus camisas de lino blanco. Su presencia iba más allá de su persona: sus cuadros decoraban la sala, las recámaras y el estudio de mi padre. Eran ventanas a un mundo que, en palabras de Jorge Ibargüengoitia, es “alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico”; cielos que se aferran al azul nebuloso del alba; árboles cuyos largos troncos se extienden paralelos sobre el lienzo como las cuerdas de un arpa vegetal; playas rosáceas, mares en calma, vegetaciones frondosas, figuras solitarias, libremente extraviadas en el lienzo. Los cuadros de Joy fueron las ventanas de mi infancia. Ella me vio crecer y yo crecí asomado a su mundo, cada mañana, cada tarde y cada noche.
A pesar de la cercanía, y quizás por la diferencia de edad (casi sesenta años entre nosotros), jamás me platicó de su vida privada. Mi memoria está llena de recuerdos suyos: su humor típicamente inglés, elegante y mordaz; su presencia suave, de aquellas que jamás se sienten como una irrupción sino como genuina compañía; los dos gigantescos perros daneses que vivían en su casa; y esa voz tenue que se desliza a través de su delicioso acento británico. Sin embargo, no recuerdo que Joy mencionara a Jorge, su pareja por casi veinte años, ni una sola vez. Lo que en otras personas parecería una omisión deliberada, en el caso de Joy se puede interpretar como discreción. Así como jamás la escuché hablar de su marido, tampoco tengo recuerdo alguno de ella imponiendo un tema de conversación. Por lo tanto –y ahora me queda claro– si no habló de él fue, simplemente, porque jamás le pregunté.
La primera vez que la escuché hablar de Jorge Ibargüengoitia fue en una visita no muy lejana a su casa de Jiutepec. Apenas si recordaba el jardín, rico en vegetación sin llegar a ser opresivo, y esa sala acogedora, de sillones color lila. Aunque llevaba tiempo sin verla, y a pesar de un doloroso tirón en una de sus piernas, me recibió con una sonrisa. Minutos después, tras servirme un vaso de agua de jamaica, salimos al patio, a sentarnos en torno a una mesa blanca, de metal, sobre sillas del mismo color, con viejos cojines naranjas. A tientas, sin querer negarse a nada, Joy me confesó que las entrevistas formales le desagradan. Sobre esto hablaba Ibargüengoitia cuando apuntó, en su bonito texto “Mujer pintando en cuarto azul”, que “una de las cosas que más me gustan de mi mujer, como pintora, es que no dice frases célebres. Nunca la he oído exclamar, por ejemplo, ‘yo lo que quiero expresar son las fuerzas telúricas’, o peor, ‘pinto porque me duele la vida’”. Es verdad: pedirle a un pintor que hable de su obra es tan arbitrario como pedirle a un escritor que pinte un cuadro para explicar su último libro. Joy tampoco necesitaba el impulso detrás de su pintura. La alegría –the joy– en sus cuadros habla por sí misma. Y es por eso –porque presiento que sacar una grabadora la hubiera incomodado, dándole un carácter solemne a lo que era una conversación entre amigos– que me limité a sacar un cuaderno y una pluma y a tomar apuntes. Ahora, al enterarme de su muerte, con dolor y nostalgia, rescato (en tiempo presente) esa conversación que tuvo lugar en 2011.
En junio de 1956, a los 32 años, acompañada por su pequeño hijo Trevor, Joy Laville llegó a San Miguel de Allende. Imaginaba una estación de tren europea, con un andén de pisos de piedra y un techito para resguardar a los pasajeros del sol. Nada de eso encontró en la modesta parada de aquella pintoresca ciudad. Venía a estudiar pintura en un instituto. Ella, de la mano de un niño, con una máquina de escribir y una raqueta de tenis, y Trevor cargando su maleta y unos palos de golf de juguete. Ambos se enamoraron de México. Inspirada por la naturaleza mexicana, Joy empezó a pintar con mayor seriedad. Años después, a mediados de los sesenta, conoció a Jorge Ibargüengoitia, escritor guanajuatense, quien se encontraba en San Miguel dando un curso de literatura en la universidad. El romance tardó dos veranos en comenzar, pero una vez que empezó no se detuvo hasta la muerte de Ibargüengoitia en un accidente aéreo cerca del aeropuerto de Barajas en Madrid.
De esa tarde cuando se conocieron y de la mañana en que se enteró de la trágica noticia, Joy habla sin atisbo aparente o externo de dolor, con la mirada muchas veces fija en el cielo, como si de ahí pendiera el recuerdo que busca invocar. Los instantes que recuerda se sienten frescos, como si los acabara de hallar en su inconsciente y apenas empezaran a ser descritos con palabras. Así evoca una tarde en una playa californiana, después de que ella y Jorge se mudaran allá para que él diera clases en UC Santa Cruz, cuando caminando por un muelle dieron con un restaurante que anunciaba la venta de cocteles y ellos, creyendo que se trataba de bebidas, entraron y cayeron en la cuenta de que el restaurante no vendía una sola gota de alcohol: los cocteles eran de mariscos. Una y otra vez, a lo largo de nuestra charla, Joy regresa a estos momentos, aparentemente nimios, de su vida con Jorge, y así como siempre fue incapaz de usar frases grandilocuentes para describir su obra, tampoco lo hace con su matrimonio. Joy se centra en la divertida cotidianidad de su vida con Jorge porque son esos recuerdos que parecen inconsecuentes los que deja la erosión del tiempo. Quedan esos vistazos al pasado, esas luces lejanas, como recordatorios de viejas alegrías. Cuando Joy termina de contarme la anécdota del restaurante de cocteles, me ve a los ojos, me sonríe y exclama, sin vestigio histriónico alguno, como una confidencia: “Those were good times”.
Una de las características ineludibles de la obra de Joy Laville es la mezcla de temperaturas en su lienzo. Nadie se atrevería a tildar sus cuadros como tropicales: en ellos se respira la riqueza y el verdor mexicano, sí, pero atenuado por otros climas, acaso más fríos y menos primaverales: sus nubes como sábanas blancas, con rincones diáfanos, extendidas sobre el cielo; las playas tibias, de arenas corales; la paleta, tan inconfundible, repleta de verde, rosa y azul pastel. La explicación está, quizás, en su propia infancia, en la isla de Wight en Inglaterra, y el clima templado, a veces frío, de ese lugar convive en su obra junto a la frescura desbocada de la vegetación mexicana. Aunque no lo dice abiertamente, es evidente que los muchos viajes que emprendió con Jorge también alimentaron su creación. Sus lienzos aún rezuman la influencia de todo aquello que vio en esas visitas a las playas californianas, a Londres, Grecia y, finalmente, a París, donde vivió con Jorge hasta que su muerte en 1983 la hizo regresar a México y establecer su residencia permanente en Jiutepec, cerca de Cuernavaca.
En Europa, ambos tenían su estudio, donde trabajaban por separado, y solo podían visitarse –dice Joy– si el otro extendía una invitación para recibir un comentario acerca de lo que Jorge escribía o Joy pintaba. En marzo de 1985, durante una charla con la revista Vuelta, ella describió la rutina de ambos mientras vivían en París. Jorge cocinaba sus propias recetas, mezclando con éxito la comida mexicana y la italiana; en las tardes disfrutaba tomar largas caminatas, a los costados del Sena, dispuesto a perderse entre las calles parisinas; y en las mañanas siempre escribía, dentro de un estudio meticulosamente ordenado, todos los días, sin falta.
Él, por su parte, también escribió sobre Joy, su obra y su manera de trabajar: “Todas las mañanas se sienta frente a un caballete y pasa el día manchando papel con gises de colores. A veces, el cuadro queda listo en unas cuantas horas; otras, se va transformando, y lo que era florero al principio, pasa a ser sillón y después mujer desnuda; lo que era rojo se vuelve púrpura y lo que era amarillo, verde”. Jugaban ajedrez y ella casi siempre ganaba; le costaba trabajo dar con objetos extraviados en las profundidades de sus bolsos; y ninguno de los dos sabía manejar. De esto último, Jorge dijo: “en vez de que lo que le hace falta a uno lo tenga el otro, hemos logrado una composición de deficiencias: ninguno de los dos sabe manejar, nos da horror hablar por teléfono y hace unos días descubrimos que no solo ninguno de los dos sabe poner inyecciones, sino que ninguno de los dos se había fijado cómo se rompen las ampolletas”.
Varias cosas quedan claras al escuchar a Joy y al leer lo que dijeron el uno sobre el otro hace casi treinta años. Eran una pareja que se alimentaba creativamente. Sin embargo, aunque a ojos ajenos eso siempre será lo que más atrae, la impresión que más perdura es que se caían muy bien. “He was not a funny man, but he was a very fun man to live with”, me dice Joy, y presiento que Jorge habría dicho algo similar sobre ella. Vivieron juntos por casi veinte años, y de alguna manera siguen viviendo así. La obra de Joy habita la obra de Jorge, dándole la bienvenida al lector: sus cuadros siguen siendo las portadas de sus libros en habla hispana, y muchas de las fotos del autor las tomó ella, o Trevor, su hijo.
Y Jorge también habita en la casa y la obra de Joy. En la mesa de la sala, junto al cuadro más lindo que le he visto (una selva entre cuyos árboles se asoman tres mujeres desnudas), encuentro una nueva edición de los cuentos infantiles de Ibargüengoitia y del otro lado, hacia el pasillo que lleva al estudio donde Joy trabaja sus esculturas, están todas las novelas de Jorge, traducidas al francés, el inglés y otros muchos idiomas, apiladas en libreros. Frente a ellos, cuadros y cuadros de Joy observan los tomos, cada quien de un lado, como en los viejos tiempos cuando cada uno tenía su estudio.
Hallar a Ibargüengoitia dentro de la obra de su mujer no requiere de ningún tipo de suspicacia detectivesca. Es la propia Joy quien lo señala. “There’s Jorge”, me dice, apuntando a una figura, de rostro carente de facciones, vestida de gris, entre la vegetación de uno de los primeros cuadros que pintó al regresar de París y que ahora decora una de las paredes de su sala. Del otro lado, cerca de la puerta de la entrada, varios cuadros dan la bienvenida al visitante –o lo despiden– y, al escuchar a Joy, uno tiene la impresión de que forman parte de su obra más personal. Unas flores, un dibujo de su madre caminando por la isla de Wight y Jorge, de niño, en San Miguel de Allende, parado junto a una planta atípica en la obra de Joy: un cactus.
El último cuadro es el más difícil de explicar. Basta con observar los cielos de Joy para encontrar aviones, difuminados por ese azul pastel, casi perdidos entre las nubes. El avión más grande que encuentro entre los muchos cuadros de Joy está en esa última pintura, en la entrada de su casa. Le pido que me diga qué hay en cada cuadro y, como las manecillas del reloj, me habla de Jorge en Guanajuato, de unas flores, de su madre en Inglaterra y, finalmente, cuando le toca describir el avión, Joy se detiene. Me dice “And this is…”, y su voz se extravía, por primera vez en toda la tarde teñida de nostalgia. No necesita decirme qué significa ese avión, ni qué es: un recuerdo de su vida con Jorge, de París, de ese último adiós, cuando él no permitió que ella fuera a despedirlo al aeropuerto. Pero no es un punto y aparte. Jorge murió, pero aquí vive. No solo en la literatura mexicana, a la que enriqueció inmensamente, sino en las paredes de esa casa y en la obra de su viuda: Joy Laville, admirable pintora y bellísima persona, quien después de ese fugaz instante melancólico se recompone en un santiamén, me lanza una sonrisa muy amplia y, acompañada por su perro, me despide, agradeciéndome la visita y la conversación.
Coeditor del sitio de internet de Letras Libres. Autor de Tenebra (Seix Barral, 2020).