El final feliz, sostenía Orson Welles, no existe; todo depende del punto donde el narrador deje de contar el relato. Si lleváramos todas las narrativas a su resultado último, ninguna estaría libre de melancolía y desazón. Los tiempos recientes de lo que aún denominamos como televisión han sido pródigos en finales desconcertantes. Las series más emblemáticas del siglo han sustituido los modelos episódicos y unitarios por formatos de largo alcance donde la meta tiende a ser lo exhaustivo: agotar a lo largo de varios años cualquier vereda dramática de interés. Son formatos que, además, capitalizan el apetito popular por explorar personajes llenos de recovecos y contradicciones. Estas obras suelen carecer de giros catárticos: cuando se descubre que ya no hay nada más que decir, los relatos simplemente terminan, como el notorio corte a negros que finaliza la temporada de Los Soprano, o el salto al comercial de Coca Cola que se apodera del último minuto de Mad Men.
Los finales más memorables ofrecen un entendimiento renovado del relato sin traicionar los arcos esbozados desde la primera temporada. Los últimos capítulos de The Shield apuntalan con desencanto que los policías duros y eficaces que seguimos durante siete temporadas fueron siempre unos monstruos corruptos e irredimibles. Si bien el cierre de Twin Peaks: The Return nos obliga a repensar a Dale Cooper y Laura Palmer como personas diferentes en un mundo susceptible a desaparecer en un brutal parpadeo, lo cierto es que la serie prácticamente termina en el punto en que inició el 8 de abril de 1990. No todas las series son tan ambiciosas. Felina, el episodio final de Breaking Bad, es un divertimento condescendiente cuyo objetivo principal es deleitar a los admiradores del genio maligno de Walter White. Los cierres de Lost y Dexter, por mencionar dos ejemplos extremos, son tan decepcionantes que obliteran cualquier opinión encomiable de esos programas.
Sea de naturaleza abierta (Los Soprano, Mad Men) o una resolución comprometida a cerrar todos los hilos narrativos manejados hasta ese momento (Six Feet Under), el final de una serie –the finale!– es un acto de equilibrio que demanda oficio y visión. Parafraseando a Friedrich Nietzsche, filósofo alemán, el objetivo de una melodía no es su final; pero si la melodía no llega a su final, no logra su objetivo.
Lo que nos lleva a los últimos capítulos de The Americans. De acuerdo con Joe Weisberg y Joel Fields, creadores y showrunners del programa, la época en la que transcurre The Americans siempre funcionó como una bomba de tiempo: la inevitabilidad de la caída de la Unión Soviética canceló desde el primer capítulo la posibilidad de un desenlace feliz. El desafío: cómo planificar el desastre personal de la familia Jennings frente al desplome interno del “imperio del mal”. Esta última entrega de Marca Personal a The Americans analiza el despertar experimentado por los protagonistas durante los episodios finales. En caso de no haber terminado la serie, se recomienda prudencia para evitar los tan temidos spoilers.
+ Como anotábamos aquí, el matrimonio Jennings se encuentra al borde del colapso al inicio de la última temporada. Elizabeth asume los intentos por sabotear la cumbre antinuclear como una misión para proteger el modelo comunista en el que siempre ha creído; Philip, por otro lado, acepta la petición del bando reformista para obtener información que les permita detener los esfuerzos de su esposa. El encono se profundiza en “The Great Patriotic War” (S06E05). Elizabeth sigue a Stan y localiza a Gennadi y Sofia, los residentes rusos que desertaron en “Mr. and Mrs. Teacup” (S06E04), a quienes asesina accidentadamente a escasos metros de su hijo. Acorralado por su esposa, quien lo obliga a salir del retiro, Philip accede a ser parte de un plan para raptar a Kimmy durante sus vacaciones por Europa con el fin de poder chantajear a su padre, un alto funcionario del gobierno estadounidense. Para asegurar la confianza de Kimmy, víctima del espionaje de los Jennings desde que era adolescente, Philip se acuesta con ella. La secuencia es incómoda, casi dolorosa. No es para menos: Kimmy ocupa en la mente de Philip el lugar simbólico de Paige, ahora hija de la madre Rusia.
No sorprende que Philip confronte posteriormente a su hija, quien lo ve como un individuo débil y demasiado sensible. La pelea representa un despertar para Paige, pues descubre que, a contracorriente de lo que afirmaban Claudia y su madre, el trabajo implica algo más que seguir gente y usar pelucas. La lucha también afecta a Philip. Después de enterarse de las muertes de los soplones rusos, rompe por teléfono con Kimmy y le da el mejor consejo de viajes que alguien en peligro de ser secuestrado por la KGB pudiera desear: no visites ningún país socialista.
+ A diferencia de Henry, quien entiende casi de forma instintiva que el capitalismo es un deporte que requiere de influencias y networking, Philip es incapaz de materializar la fantasía empresarial. El encuentro con Stavos lo sacude: el empleado al que despidió de la agencia de viajes le revela que siempre supo que la compañía era un frente para ocultar actividades ilícitas. “Crecí con el valor de la lealtad”, sostiene el ex ejecutivo de Dupont Circle Travel. Tras décadas de desempeñarse como agente encubierto, Philip Jennings –interpretado por Matthew Rhys y también conocido como Clark Westerfeld, Scott Birkeland, Ted Davis, Justin Nezer y Jim Baxter– cobra conciencia de que jamás podrá ser el estadounidense que anhela ser.
+ Julius Dassin nació el 18 de diciembre de 1911 en Middletown, Connecticut. Hijo de Samuel y Berthe, una pareja de judíos inmigrantes de nacionalidad rusa, Dassin se unió en su juventud al partido comunista, fuerza a la que renunció en 1939, tras la firma del tratado Molotov Riventrop, el efímero pacto de no agresión entre los nazis y la Unión Soviética. Dassin cobra notoriedad como director en 1947 con Brute Force, a la que le siguieron The Naked City (1948) y Thieves Highway (1949). Inhabilitado para trabajar en Estados Unidos, donde fue denunciado como comunista e incluido en “la lista negra”, emigra a Francia y cambia su nombre a Jules. De manera similar a un espía, Dassin reinventó su identidad y vivió en el exilio, razón por la que aún varios críticos creen que era europeo.
Error: Jules Dassin era americano.
Su cinta más célebre, Rififí (Francia, 1955), es un noir que termina en violencia y muerte. Tiene sentido, entonces, que esta obra sea la que le dé nombre al capítulo seis de la sexta temporada. El título no sólo referencia la película que exhiben en el cine donde Elizabeth seduce al interno que usará para grabar una junta en el Congreso, sino que adelanta la traición de un miembro de su círculo interno, justo como les sucede a los ladrones de Rififí. El guiño cinematográfico vuelve a cobrar sentido en “Harvest” (S06E7), donde la secuencia para extraer al operativo de la KGB recuerda a la complicación del emocionante robo a la joyería de la cinta de Dassin.
Elizabeth Jennings –interpretada por Keri Russell y también conocida como Kelly Mainstill, Jennifer Westerfeld, Jackie Mackelhan, Ann Chadwick, Laura Gering y Stephanie (la enfermera), entre otras múltiples personalidades– está contra la pared. En apariencia, la matriarca Jennings ha asumido la fatalidad de la misión Dead Hand, como nos recuerda constantemente la píldora de cianuro oculta en la cadena que cuelga de su cuello. Sin embargo, cuando su esposo le confiesa que se ha desempeñado como doble agente de Gorbachov, algo se rompe en ella. El hecho de que Philip le ayude en el último minuto a ejecutar la misión suicida de Harvest la obliga a repensar sus lealtades. Su patriotismo se mantiene incuestionable, pero ¿qué tan confiables son los depositarios de esa fidelidad? “Hacemos lo que nos dicen, pero la responsabilidad recae en nosotros”, sostiene Philip.
El circuito se cierra tras la ejecución piadosa de Erica, la pintora en fase terminal a la que cuida para poder espiar a Glenn Haskard, funcionario del gobierno de Estados Unidos. Tras una vida de obediencia, Elizabeth le da la espalda al sector duro de la KGB y asesina al sicario designado para matar a un funcionario de la cumbre: Tatiana, una mujer que bien podría ser su doppelgänger.
+ Claudia (Margo Martindale), operadora de Elizabeth, resiente el cambio de lealtades. No hay mucho que pueda hacer al respecto: al igual que el resto de los conspiradores que deseaban sabotear la cumbre, sabe que es una traidora susceptible de ser ejecutada si regresa a la Unión Soviética. Martindale le imprime un veneno formidable a la despedida. Quizá la edad no se lo permita, pero no cuesta mucho trabajo imaginar a Claudia como operadora de Vladimir Putin.
En paralelo, el FBI aprehende a Oleg y al padre Andrei, el sacerdote ortodoxo que casó en secreto a Elizabeth y Philip en “Darkroom” (S05E10). Oleg le informa a Stan que hay un plan para sabotear al nuevo gobierno soviético, pero se abstiene de brindar más detalles; el padre Andrei, en cambio, describe con detalle la apariencia física de los Jennings.
+ “START”, el episodio final, gira en torno a dos secuencias claves. La primera es el inevitable enfrentamiento con Stan Beeman (Noah Emmerich), el vecino y agente del FBI al que los Jennings han engañado desde el capítulo piloto, cuando le llevaron brownies para darle la bienvenida al vecindario. Stan es casi parte de la familia: un amigo para Philip, un padre para Henry y, durante buena parte de la cuarta y quinta temporadas, suegro virtual de Paige. Mientras se mantuvo en retiro voluntario de la unidad de contrainteligencia, Stan vivió en feliz ignorancia de la actividad rusa en Washington. Los asesinatos de Gennadi y Sofía le abren los ojos. Una vez despierto, el circuito se cierra casi por sí solo: los viajes inexplicables, el tabaquismo de Elizabeth, el abatimiento de Philip, la ausencia de familiares cercanos. La confrontación sucede en un garaje, cuando la pareja recoge a Paige para emprender el escape. Los Jennings confiesan a medias: son espías rusos, cierto, pero afirman con convicción absoluta que jamás han asesinado a nadie. Philip, maestro titiritero, mezcla mentiras con verdades en una confesión expresada con genuina emotividad. Más que trágico, el encuentro es intimidante. Stan, en ese momento, nos representa a nosotros: la audiencia que por más de un lustro ha seguido con cariño culposo la ambivalencia monstruosa de los Jennings. La historia que cuenta Philip coincide con la confesión de Oleg en el sentido de que hay una conspiración contra Gorbachov. Casi hipnotizado, el agente del FBI los deja pasar, no sin antes aceptar tácitamente que se hará cargo de Henry. “¡Te ama!”, le dicen. Karl Marx escribió que la historia tiende a repetirse a sí misma, primero como tragedia, y luego como farsa. Stan es un ejemplo de ello. En aras de cumplir su deber, sacrificó a Nina y destrozó su primer matrimonio, ¿por qué hacer lo mismo con sus amigos? El remate verbal de Philip es una advertencia bienintencionada o un dardo envenenado, da igual: “Renee, tu esposa, podría ser uno de nosotros. No lo sé”. El nivel actoral de Rhys y Emmerich en la escena es alucinante. Todo el ensamble de The Americans, de hecho, es un ejemplo a seguir.
+ No importa qué tan terribles sean los actos realizados en su vida como espías –traiciones, asesinatos, descuartizamientos, tráfico de armas, chantaje sexual–, los Jennings nunca han dejado de ser los (anti)héroes de una audiencia “americana” que en teoría debería odiarlos. Parte de la empatía obedece a que el espectador percibe que estar casado es muy similar a ser un espía: la necesidad de servir a un bien mayor -la patria para el espía; la familia para el matrimonio- obliga al individuo a realizar sacrificios personales que terminan alienándolo de su propia vida. Una vez que terminan el día, Elizabeth y Philip discuten el futuro de sus vástagos en el cuarto de servicio, junto a la lavadora, al igual que cualquier pareja moderna. También, como lo haría todo matrimonio con hijos al filo de la mayoría de edad, deben aceptar la eventual separación familiar. Henry, el más americano de los Jennings, optó por estudiar en un colegio de élite, contento de mantenerse relativamente aislado de sus padres (sobre todo de Elizabeth, la más rusa de la familia); Paige, en cambio, parecía encaminada a abrazar el estilo de vida soviético.
Cuando toman la decisión de escapar a Rusia, resulta lógico que lo hagan sin Henry, quien ignora la verdadera personalidad de sus padres y hermana. La despedida telefónica es absurda y extraña. Henry siempre fue un huérfano en su propio hogar. Menos mal que Stan vivía en la casa de enfrente.
+El fin del sueño americano. La última cena de los Jennings: McDonalds.
+ El segundo pasaje toral de “START” es el escape en tren. Fondeada con una elección tan obvia que resulta perfecta –”With or Without You”, de U2, el gran hit de 1987–, la escena es la derivación de un montaje que nos muestra el daño hecho por los Jennings: el registro policiaco del hogar, la mirada ambigua de Renee, la vulnerabilidad de Stan, la soledad de Henry. La canción se interrumpe cuando Elizabeth, Paige y Philip aparecen disfrazados en un tren con destino a Canadá. Los inspectores migratorios revisan la documentación del trío, quienes se han sentado por separado para evadir sospechas. La canción reinicia y el tren se pone en marcha. Elizabeth mira por la ventana y descubre a Paige parada en la estación. Decepcionada por las mentiras de su madre, o simplemente demasiado agobiada para continuar, la fallida espía ha abandonado definitivamente a sus padres. Escuchamos a U2, pero la carga simbólica nos remite a “She´s Leaving Home”, de The Beatles. La última vez que vemos a Paige es en el departamento de Claudia, sola y con una botella de vodka en la mesa.
+ El despertar espiritual es uno de los motores narrativos de The Americans. La tercera, cuarta y quinta temporadas giran en torno al debate existencial de Paige entre unirse al cristianismo representado por el pastor Tim, la fidelidad a sus padres o formar parte del aparato de espionaje soviético. Philip entrega su alma a las ideas y principios de emancipación individual de los cursos de EST (Erhard Seminars Training), el fenómeno de psicología motivacional basado en las teorías de Abraham Maslow y Carl Rogers. El ateísmo de Elizabeth es compensado por la lealtad al sagrado absoluto de la patria. Con la excepción de The Leftovers, no existe una serie reciente más obsesionada con la religión que The Americans. Por ello no deja de ser irónico que el traidor responsable de exponer a los Jennings frente al FBI sea el mismo padre ortodoxo que los casó. El vínculo no deja de ser sagrado para Elizabeth y Philip, quienes intercambian los anillos de sus personalidades americanas por los que se entregaron en la boda secreta. The Americans comienza con una mujer y un hombre que pretenden estar casados para engañar a los demás, pero termina con una pareja cuya única realidad –para bien y para mal– son ellos mismos.
Bienvenidos a Moscú, Nadezhda y Mikhail.
Buena suerte.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.